@RaulSolisEU | Miro una y otra vez esta fotografía de Ascensión Mendieta dándole sepultura a su padre, asesinado hace 78 años por ser sindicalista de la UGT y defender un trabajo decente y un salario digno para quienes su único patrimonio eran sus manos y el sudor de su frente. Las miro una y otra vez y no puedo apartar mi mirada de la cara emocionada de Ascensión a sus 91 años. No puedo dejar de mirarla, de admirarla y de llorar de rabia y también de agradecimiento a la fuerza telúrica de una mujer que ha sido capaz de resistir 91 años para enterrar decentemente a su padre, Timoteo Mendieta, un hombre sencillo de un pueblo de Guadalajara sin más patrimonio que la fuerza de su trabajo.
Frágil como una rama a punto de troncharse, no puedo dejar de mirarla delante del féretro con los restos óseos de su padre, sacado de una fosa común a la que fue tirado como si fuera un perro hace 78 años, sin que un solo gobierno español se haya dignado a darle una sepultura decente. No puedo parar de mirar fijamente a Ascensión, sentada delante del panteón en el que baja su padre para descansar eternamente, y pensar en la cantidad de veces que habrá sido señalada en su pueblo, la de fascistas que la habrán despreciado y la de veces que se habrá visto obligada a esquivar las miradas odiosas de quienes asesinaron a su padre por el único delito de ser un hombre bueno y justo con carnet de la Unión General de Trabajadores.
Me la imagino el día que mataron a su padre, llorando en la intimidad de la casa, comiéndose el llanto junto a sus hermanos y madre por miedo a que ellos fueran también montados en una camioneta y fusilados en las tapias del cementerio como horas antes habían hecho con su padre. Me la imagino acudiendo con su madre a pedir información de su padre ya fusilado y encontrarse con un arsenal de odio e inhumanidad al otro lado del mostrador. Me la imagino volviendo a casa, sin respuesta, humillada, vejada, destrozada y con la mirada incapaz de señalar el horizonte. Me la imagino saliendo a pedir trabajo por las calles del pueblo con pavor a que no se lo dieran por ser hija de su padre.
Me la imagino el día de su boda, esperando que llegara su padre para agarrarla del brazo y llevarla al altar. Me la imagino el día que nacieron sus hijos esperando a que su padre conociera a sus nietos. Me la imagino yendo a votar en las primeras elecciones democráticas tras la reinstauración de la democracia para vengarse de quienes asesinaron a su padre y llenaron de oscuridad la vida de una niña de 13 años que creció siendo señalada y apestada por ser la hija de un sindicalista.
Me la imagino envejecer esperando a que la Casa Real se refiriese al franquismo como lo que fue, una dictadura atroz que le segó la vida al padre de Ascensión y le mutiló la esperanza a una niña de 13 años que ha vivido siempre de luto. La imagino cuidar de su salud para poder terminar la tarea de enterrar digna y decentemente a su padre. Imagino el frío que tuvo que sentir en el avión a Argentina y la vergüenza delante de la jueza mientras le explicaba que en su país se le niega el derecho a saber en qué condiciones fue asesinado su padre y dónde estaba enterrado. Me la imagino con miedo a morirse antes de encontrar a su padre para darle un enterramiento digno en el panteón familiar.
Si fuéramos un país democrático, Ascensión Mendieta sería un icono de dignidad, un faro en el que mirarnos como sociedad y mañana sería recibida por el rey Felipe VI, la máxima autoridad del Estado, para pedirle perdón como país a ella y a todas las víctimas a las que el franquismo condenó a la orfandad, a vivir esquivando miradas inquisitoriales y a esconder una pena que nunca tuvieron derecho a llorar. Pero como no somos un país decente, nos tenemos que conformar con mirar y admirar a Ascensión Mendieta, una mujer sencilla convertida en heroína porque vive en un país, el único del mundo donde triunfó el fascismo en el siglo XX, en el que 40 años después del fin de la dictadura sigue sin ser política de Estado la dignificación de los 114.000 desaparecidos que 80 años después de su fusilamiento no han podido ser llorados con flores en un país que se dice democrático.