Concha Caballero | Quizás ya nunca se escriba su historia. O esta es nuestra particular forma de escribirla, haciendo que ganen los malos, que cunda el olvido, que la apatía acune nuestras conciencias. Y si se escribe la verdad, no se leerá. Y si se lee no se entenderá porque en los últimos treinta años nos han contado el cuento de que la democracia en nuestro país la trajo la Casa Real y un grupo de señores muy serios que se pusieron de acuerdo un buen día para redactar una constitución.
Pero no fueron ellos los que escribieron la historia, sino miles de jóvenes estudiantes y de obreros enamorados de la libertad. Como en el poema de Paul Éluard, escribíamos su nombre en los cuadernos escolares, en la música que entonábamos, sobre las coronas de los reyes. La escribíamos en las paredes, desnuda de sintaxis, un grito mudo a veces tiroteado en la noche, fusilado al amanecer, secuestrado y nunca liquidado, aunque Yolanda muriese, aunque sus verdugos paseen su impunidad por nuestras vidas… J’écris ton nom. (Escribo tu nombre)
El que disparó dos tiros a Yolanda, el que ordenó un tiro de gracia, trabaja ahora para el Estado, en misiones delicadas de seguridad y protección. ¡Ay, Yolanda, doblemente asesinada, bajo el decreto del olvido, bajo el silencio impuesto a nuestra historia!
No es memoria histórica lo que falta, sino conciencia histórica. Yolanda, secuestrada y asesinada, Caparrós tiroteado en la gran manifestación andaluza del 4 de diciembre, Javier Verdejo, asesinado mientras escribía una pintada en los muros de Almería… Los miles de jóvenes y trabajadores que lucharon por la libertad no quieren una placa, un libro, un recuerdo, un monolito olvidado en la esquina de las ciudades. Aspiraban a convertirse en conciencia viva, en ansías de libertad, en viento fresco que borrase los vicios mentales de la dictadura, que aún siguen vivos.
No son nombres para invocar en secreto, en círculos minoritarios, en libros especializados en nuestra transición. Deberían ser parte de nuestra mejor historia, fundadores de la democracia, creadores de nuevos tiempos.
Pero en España, como dijo el poeta, no hay más historia que la que nos derrota. Los nombres de nuestros verdaderos héroes yacen bajo la arena de la playa. De vez en cuando un cineasta, un escritor, un historiador los rescata. Pero la historia con mayúsculas se la apropian los que nunca han escrito en las calles la palabra libertad, los que ponían límites a sus demandas, los que temían en secreto su triunfo.
Lo verdaderamente malo no es que hayamos olvidado sus nombres, es que la vieja cultura de la dictadura se calzó los zapatos de la democracia y perpetuó sus viejos vicios, privó a la democracia de su limpieza fundacional, de su esperanza en el futuro de la humanidad y nos dejó como equipaje un decálogo de maldades con las que convivimos a diario.
Lo peor de lo que ahora nos ocurre no es fruto de la democracia, sino producto de la herencia de la dictadura: el clientelismo en la vida social y laboral; la falta de transparencia de todos los poderes; el desprecio a las finanzas públicas; el menosprecio de la ciencia y de la cultura; el desprestigio de la educación; la reverencia al poder y al dinero; el temor a la innovación; la no existencia del concepto de ciudadanía; la desigualdad de trato ante la justicia y una particular alergia a la participación política. Como colofón de este plato, la guinda que todo pensamiento antidemocrático exige: la desconfianza absoluta hacia la bondad, la necesidad de derribar el prestigio de las personas buenas, honestas y generosas.
Y por eso andamos así, sin saber a qué aferrarnos, con la pesada carga de una historia de vencedores y vencidos; sin estrellas a las que mirar; sin nuestros Lincoln, Luther King, Rosa Parks o Roosevelt.
Sin historias de superación porque la desconfianza en la bondad derriba todas las referencias. Aún así, como decía Éluard: “Sobre la esperanza sin recuerdos y por el poder de una palabra…reinicio mi vida. Libertad”.