Vera Sacristan.
El curso 2010-11 ha comenzado con un nuevo mapa de titulaciones, en el marco del Espacio Europeo de Educación Superior (EEES), y con los planes de estudios correspondientes en marcha: el proceso de adaptación al EEES, pues, se puede dar por terminado en lo esencial.
Este proceso ha ido acompañado de una gran confusión causada por personas, instituciones y grupos de interés que han visto una oportunidad para introducir en el sistema universitario cambios (pedagógicos, para orientar la investigación a las necesidades a corto plazo de la empresa, para disminuir el número de estudiantes ,…) que no tienen nada que ver con el llamado proceso de Bolonia, por la vía de esgrimir o bien un inexistente mandato europeo, o bien la pretensión de que sus tesis son indisociables de los principios y las declaraciones de Bolonia y sucesivas.
Hoy, este fenómeno sigue vigente. Así, se siguen produciendo manifestaciones de algunos miembros destacados de la comunidad universitaria, autoridades educativas, responsables de las universidades privadas, dirigentes de organizaciones empresariales y opinantes habituales en los medios de comunicación, en el sentido de que este o aquel cambio son imprescindibles para completar el proceso de incorporación al EEES. De entre los aspectos que sacan a colación, destacan dos por la frecuencia con que se repiten: la financiación de la universidad y su sistema de gobierno, que llaman «gobernanza».
La financiación de los estudios universitarios
Impresiona la insistencia y la reiteración con que se manifiesta la tesis según la cual habría que aumentar el importe de las matrículas universitarias, y hacerlo de manera sustancial, hasta llegar a cubrir todo el gasto corriente, es decir, alrededor de los 6.000 € por curso.
Entre las afirmaciones con que se abona esta posición se suele encontrar, en primer lugar, que el gasto público dedicado al sistema universitario es insostenible, aserto que no sobrevive al más mínimo análisis comparativo con el gasto público en enseñanza universitaria de los países de nuestro entorno.
De hecho, en la última década los precios de los estudios universitarios oficiales en Cataluña ya han subido significativamente: al principio crecieron anualmente 1 punto por encima del IPC, pero últimamente los aumentos anuales han oscilado entre 3 y 12 puntos por encima del IPC, según las titulaciones. Sin embargo, este inicio de curso las autoridades universitarias catalanas han hecho notar que el importe de las matrículas «sólo» representa del orden del 10% de los costes de funcionamiento de las universidades públicas y, más o menos explícitamente, han apuntado la conveniencia o la necesidad de que esta proporción aumente. Convendría no perder de vista, sin embargo, que las universidades públicas son las responsables de la mayor parte de la investigación que se hace en nuestro país y que, por tanto, este porcentaje debería calcularse, en todo caso, en relación con el coste de la actividad docente y no con el total de los costes universitarios, si es que no se pretende que el estudiantado y sus familias paguen también la investigación. En cualquier caso, ¿conviene o no aumentar la proporción de los costes cubierta por los precios de matrícula?
Se argumenta que a la universidad no acceden mayoritariamente las clases más desfavorecidas y que, por consiguiente, el conjunto de la ciudadanía está sufragando, a través de los impuestos, la formación superior de personas que podrían afrontar su coste. Este argumento menosprecia el efecto disuasorio que un aumento de los precios tendría, justamente, sobre las personas con menos recursos.
Es cierto que disponer de una titulación universitaria favorece una situación laboral mejor y mejor remunerada. Por ello, justamente, es importante garantizar que el acceso a los estudios se produzca en función de los méritos y el esfuerzo personal de la juventud, y no en función de sus posibilidades económicas. Sería necesaria, pues, una política decidida de becas-salario que permitiera que la decisión de seguir o no estudios universitarios no dependiera de la necesidad de incorporarse al mundo laboral, y abandonar la política de créditos que se puso en marcha recientemente en España para los estudios de máster -con éxito más bien escaso- y que algunos preconizan también para los estudios de grado, política cuyas desastrosas consecuencias conocemos por las experiencias del mundo anglosajón.
La generalización de una metodología docente basada en grupos de clase reducidos y atención personalizada al estudiante, que en estos momentos se exige y se está implantando en nuestras universidades públicas, resulta incompatible con el recorte de la financiación que éstas ya han empezado a sufrir y que algunos quisieran más radical. Y todavía es más irritante oír -a veces, en boca de las mismas personas- la apología de la sociedad del conocimiento y, al mismo tiempo, la de la reducción del número de estudiantes universitarios, las proclamas por un cambio de modelo productivo basado en el conocimiento y, al mismo tiempo, por la reducción de la subvención pública de la universidad.
En resumen, resulta contradictorio y contraproducente promover una disminución de la financiación de las universidades públicas y un aumento del coste de las matrículas cuando la sociedad necesita contar con una juventud cada vez mejor formada, pues la enseñanza superior revierte en el conjunto de la sociedad, que se acaba beneficiando colectivamente.
El gobierno de las universidades públicas [1]
El gobierno de las universidades públicas es una cuestión de importancia capital, ya que condiciona su orientación: una universidad gobernada por un patronato formado por empresarios, por ejemplo, no tendría los mismos objetivos que una universidad gobernada por un consejo académico formado por personalidades del mundo científico, académico y cultural, por poner otro ejemplo claramente diferenciado. Es sin duda por ello que, en esta época de replanteamiento de la actividad docente y también investigadora de la universidad, el tema de la forma de gobierno se plantea una y otra vez.
Dos son las acusaciones que repetidamente se formulen contra el sistema actual de gobierno de las universidades públicas y del sistema universitario en su conjunto: su (supuesto) asamblearismo y una (no por repetida, más cierta) lentitud en la toma de decisiones. A nuestro entender, ambas acusaciones son infundadas y no reflejan los verdaderos problemas del sistema actual de gobierno.
Los órganos de gobierno de las universidades están lejos de ser asamblearios: están formados, tal como fija la ley, por conjuntos reducidos de personas, elegidas de acuerdo con reglas estrictas según colectivos y categorías (catedráticos o no, doctores o no, etc.), tienen competencias claramente delimitadas y toman sus decisiones de acuerdo con reglamentos de funcionamiento que han superado el control de legalidad jurídica.
Por otro lado, las decisiones se toman con más o menos lentitud según la dificultad del tema de que se trate y también, como es natural, de la universidad y del órgano de gobierno que corresponda, ya que no todas las organizaciones son iguales. Ahora bien, sólo hay que rememorar cómo han cambiado las universidades a lo largo de los años que hace que se rigen de la misma manera (esencialmente, desde 1984) para comprender que su forma de gobierno no ha sido obstáculo para una renovación que sobrepasa la de cualquier otra institución pública o privada: incremento exponencial del número de estudiantes y de personas tituladas, boom de la investigación y de las tesis doctorales, expansión de la colaboración con las empresas, modernización de las infraestructuras, tecnificación de los servicios, etc. Cambios que han llevado nuestras universidades públicas a ser perfectamente comparables con las de los países industrializados más avanzados.
Por otra parte, un buen número de trabajos científicos muestran que no existe una relación directa entre la forma de gobierno de una universidad y su calidad académica y científica, que es el objetivo principal que nos debe guiar. En contra de lo que a veces se dice, las universidades más prestigiosas tienen modelos de gobierno bien dispares. Además, algunos de los problemas específicos de nuestro sistema universitario, como la alta tasa de abandono de los estudios o la existencia de cierta proporción de profesorado que no investiga, no se pueden atribuir a la forma de gobierno de las universidades más que en una proporción muy pequeña.
Esto no quiere decir que el sistema actual de gobierno de las universidades y del conjunto del sistema universitario de nuestro país no tenga defectos que ciertamente conviene corregir. Los principales son, a nuestro entender, una planificación deficiente del sistema en su conjunto (titulaciones duplicadas, proliferación de centros), una presencia excesiva de intereses corporativos en algunas decisiones (planes de estudios, distribución del personal) y una gestión presupuestaria y de los recursos excesivamente laxa e ineficiente (en buena parte por dejadez de los consejos sociales en el ejercicio de sus funciones decisorias y de control).
Cuesta entender cómo estos problemas serían resueltos mágicamente por el gobierno de las universidades «de estilo empresarial» y con «plena autonomía» que algunos preconizan, según el cual la universidad debería estar gobernada por una especie de consejo de administración nombrado externamente y con una estructura de mando jerárquico de arriba abajo, con plena autonomía para hacer y deshacer, y con una rendición de cuentas posterior (¿ante quién y con qué consecuencias?).
Para resolver las deficiencias que hemos descrito, hay que trabajar en dos líneas muy diferentes de la que acabamos de mencionar. La primera consiste en diferenciar de forma clara la frontera entre las decisiones que corresponden a la administración educativa y las que corresponden a cada universidad y, dentro de esta, las que corresponden a la comunidad universitaria (personal docente e investigador, personal de administración y servicios y estudiantes, aunque en medidas y aspectos diferentes) y las que corresponden a los consejos sociales, que es necesario reformar sustancialmente para que sean más representativos del conjunto de la sociedad y de la variedad de su tejido, superando el predominio actual de la presencia y la cultura empresariales.
Así, deben corresponder a la administración educativa las funciones de planificación a medio y largo plazo, la financiación, la garantía de la igualdad de oportunidades en el acceso a la universidad o la del interés público en la investigación. En el otro extremo, corresponden a la comunidad universitaria las decisiones de carácter académico (materias docentes, contenidos de las asignaturas, organización de la docencia, metodologías docentes, líneas de investigación, grupos de investigación,…). Finalmente, el Consejo Social de cada universidad debe responsabilizarse de la gestión económica, los aspectos laborales, la negociación sindical, etc.
En otras palabras, hay que separar los aspectos globales del sistema de los específicos de cada universidad y, dentro de esta, y de forma muy clara, los aspectos académicos de los relativos a la gestión, que deberían estar en manos de profesionales independientes de las autoridades académicas (actualmente, los gerentes son nombrados por los rectores y cambian con ellos).
La otra línea fundamental para el diseño de un sistema de gobierno mejor es la participación y la corresponsabilización de toda la comunidad universitaria en las decisiones que le corresponden. La universidad, como ha sido analizado ampliamente, es una «organización de profesionales» y, como tal, su éxito depende esencialmente de las capacidades y las actitudes de las personas que la integran. Su gobierno interno, pues, debe basarse en el convencimiento y la corresponsabilización, que se encuentran en el extremo opuesto del mando jerárquico.
Resulta contradictorio pedir al profesorado que innove en metodología docente y en investigación y, al mismo tiempo, impedir que participe en las decisiones que afectan a la docencia y la investigación en cuestión. Resulta igualmente contradictorio creer que las universidades deben apostar por una plantilla de personal técnico, de administración y de servicios altamente cualificada y, al mismo tiempo, pretender que este personal no intervenga en las decisiones técnicas sobre la labor que lleva a cabo. Finalmente, ¿cómo se puede combinar la idea de poner al estudiante en el centro de su aprendizaje, dándole autonomía y protagonismo, al tiempo sostener que se le debe excluir de las decisiones académicas que afectan a sus estudios?
Dos retos cruciales
Hoy, una vez implantados los planes de estudios adaptados al EEES, se plantean, pues, dos cuestiones cruciales para el futuro de la universidad. La primera es obtener una financiación adecuada a los objetivos que la sociedad le ha planteado, tanto en el ámbito docente como en el de la investigación y de la transferencia de resultados al tejido social y productivo. Una financiación adecuada en cantidad, para poder dar un servicio de calidad, y adecuado en cuanto a su origen, para mantener los principios de igualdad de oportunidades y de interés público. El segundo es mejorar su forma de gobierno para que sea más eficiente en su servicio a la colectividad.
En ambos aspectos, toda la sociedad deberá velar porque las decisiones que se tomen respondan a los intereses del conjunto de la ciudadanía. No se trata de un asunto interno de la universidad: nos va mucho en ello, porque la universidad es una pieza importante para la configuración del futuro de nuestro país.
NOTA: [1] Las tesis que se exponen en este apartado se desarrollan más ampliamente en A. Corominas, S. Fillet, A. Ras y V. Sacristán, Sobre el gobierno de las universidades públicas, publicado en Construir el futuro de la universidad pública, A. Corominas y V. Sacristán (coords.), Icaria Editorial, 2010, pp. 137-157.
Vera Sacristán es profesora de matemáticas en la la Universitat Politècnica de Catalunya. Colabora regularmente con SinPermiso en temas de política universitaria.