Ella se levantó más helada que de costumbre. No se miró al espejo. Nunca se mira. Tampoco cuando sale porque no sale. No quiere verse ni que la vean con la boca atrofiada a fuerza de olvidar la sonrisa. Trabajaba como dependienta en unos grandes almacenes. Y la despidieron cuando acumuló varias quejas relacionadas con su gesto de máscara invertida. Se acabó la ayuda y los ahorros. No podrán pagar el préstamo del camión ni la hipoteca. Tienen dos hijos. Despertó al pequeño con un beso para ir al colegio. Cuando abrió los ojos preguntó por su padre. Ha vuelto, contestó ella. El niño corrió hacia la cama para comprobarlo. Dormía. Lo zarandeó como a un peluche gigante. El padre le sonrió tan fríamente que el niño supo de inmediato que habían perdido. Aún así se puso la camiseta. A media mañana llamó a la puerta acompañado del jefe de estudios. Lo habían expulsado del colegio por morder a un compañero que se burlaba de su equipo en la fila.
El niño se metió en la cama del hermano que aún seguía dormido. Terminó Derecho y Empresariales. Luego hizo un master y se fue a Irlanda para perfeccionar el inglés. Trabaja en una gasolinera en el turno de madrugada. Está perdido. Y atascado. En este momento el equilibrio familiar depende de su sueldo de mierda. Pero él ha perdido el equilibrio. Es homosexual. Su madre lo sabe. Su padre se niega a saberlo. Aun así, se quieren. Hace años que no se hablan. El pequeño le dijo que habían perdido. Se levantó de la cama, se enfundó en la camiseta, besó la frente a su padre y salió a la calle para perderse aún más de lo que se sentía. Después de varias horas caminando, se acercó a la gasolinera. Pidió el finiquito. Pensaba invertirlo en un huir lejos con su pareja para buscar trabajo. En la televisión decían que iban a rescatar a varios bancos con dinero público. Uno de ellos envió aquella mañana una carta amenazándoles de embargo por impago de dos préstamos. Hacía frío. Regresó a casa a la hora de la cena. Dejó el sobre junto a su plato. Y se despidió para casi siempre con la cara gélida y atrofiada, sin decir palabra ni quitarse la camiseta.
Su pareja lo esperaba en la estación de tren con dos billetes para Madrid. Sonriendo. Le dijo que Hollande había ganado las elecciones. Y que Obama había legalizado el matrimonio homosexual. Él se limitó a transfundirle icebergs en un beso. Hemos perdido, dijo. Compartieron los auriculares para escuchar Hostal Nuria: «sin duda será mejor que no tener la decencia de romper con todo». Y acamparon en Sol. Donde casi todos llevan la misma camiseta.
El es mi padre. Antes corría. Dice que delante de «los grises». Perseguido antes. Acomodado burguesete ahora. Mamá le acerca cervezas frías. El se arrebuja en el sofá. Sagrado fútbol. Más birra. Se queja de los políticos. ¿Y por qué no luchó contra la corrupción? Critica a los banqueros. Abre otra lata. Eructa. Su buche inflado le delata. Tan sólo fingirá combatir. Se sabe cómplice.
Farfulla. El 15-M nada vale. Los jóvenes no quieren trabajar. Se justifica. El los han condenado. Soberbio cerdo de «Rebelión en la Granja». Afilan ya los cuchillos en los Ministerios del oprobio. Su vejez será la de un perro. Si enferma le empujarán a un destino aterrador. Le espera pronto el día de la matanza. Sonríe complacido el alelado borracho. Ufano mi arrogante padre no quiere entender. Y está a punto de entrar en erupción. No comprende el infeliz al incontenible volcán de la Justicia…
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