Gerardo Pisarello · Jaume Asens
La propuesta del PP insinúa la intención de instalar en la agenda política un programa de mano dura.
El tratamiento dado por los medios a asesinatos como los de Marta del Castillo o la niña Mari Luz Cortés ha permitido a ciertos sectores de la derecha política y judicial desempolvar el debate en torno a la cadena perpetua o, como se ha corregido luego, la «prisión permanente revisable». El propio Mariano Rajoy, secundado por partidos como la UPD de Rosa Díez, se ha propuesto llevar el asunto al Congreso cuando se discuta la reforma del Código Penal. Aunque este designio se presenta como respuesta a una «realidad nacional», es difícil no ver tras él la marca de un populismo punitivo que se extiende cada vez más por Europa y que compromete seriamente la convivencia social y libertades y derechos básicos.
El populismo punitivo es un intento de recabar, de manera demagógica, el consenso social en torno al miedo generado en la población por la criminalidad ordinaria. Este miedo, espoleado e incluso creado a golpe de titulares de prensa, no siempre se compadece con la realidad. Frente al argumento de que la pena vitalicia sería la única respuesta a la «inseguridad y la impunidad reinantes», los datos disponibles revelan que los índices de delitos con violencia se encuentran entre los más bajos de Europa y que las condenas, en cambio, suelen ser especialmente severas, como mínimo desde la reforma del Código Penal de 1995.
En su empeño en que ciertos condenados no puedan salir nunca en libertad en todo caso, el PP está siendo coherente con una visión compartida con los sectores más conservadores del Poder Judicial. De hecho, la ley 7/2003 para el cumplimiento íntegro y efectivo de las penas, aprobada durante el Gobierno de Aznar, ya aumentó el límite máximo de cumplimiento de estas de 30 a 40 años. Algo similar a lo pretendido con la llamada doctrina Parot, alumbrada por el Tribunal Supremo para evitar, precisamente, que la excarcelación de ciertos presos causara «alarma social». El propósito, en uno y otro caso, era claro: elevar el tope punitivo, limitar el acceso a permisos, al tercer grado o a la libertad condicional, y conseguir con ello introducir la prisión perpetua eludiendo el nomen iuris.
La cruzada a favor de la cadena perpetua, con todo, no parece reducirse a una simple reacción frente a dos asesinatos estremecedores. Lo que se insinúa, por el contrario, es la intención de aprovechar la coyuntura para instalar en la agenda política un programa más audaz de mano dura. Para comenzar, contra la inmigración irregular, un tema en el que el PP ya ha mostrado su disposición a asumir buena parte del guión xenófobo que Berlusconi o Sarkozy están desplegando sin tapujos. Pero también contra el vasto elenco de delincuentes natos para los que el imaginario conservador reserva toda la saña del aparato coercitivo: terroristas islámicos, traficantes de drogas, pederastas.
Es ingenuo, igualmente, pensar que este afán represivo, de todo punto contrario a los fines socializadores que la Constitución atribuye a las penas, vaya a saciarse con la demanda de prisión perpetua. Como se puso de manifiesto durante el debate generado por la excarcelación de presos por delitos de terrorismo como De Juana Chaos, junto a ella asoma otra bandera que la derecha estaría dispuesta a hacer suya: la de la pena de muerte. No es casual que el líder del PP en Catalunya, Alberto Fernández Díaz, defendiera la perpetuidad con el argumento de que «si no pueden pagar con su vida, que paguen toda la vida». O que en las manifestaciones por la reinstauración de la cadena perpetua, lideradas por la derecha, se lancen gritos a favor de la pena de muerte.
En un contexto como el actual, la sola introducción de este debate constituye una tragedia civil. Una tragedia que, alimentada por móviles electoralistas, esconde además una farsa en toda regla. Y es que incluso en países que han impulsado propuestas similares, como el Reino Unido, Francia o Italia, la medida no equivale a la prisión hasta la muerte (los presos a perpetuidad, de hecho, pueden llegar a salir en libertad a los 10 años de condena). En el caso español, en cambio, la reforma del 2003 ya ha dejado esta alternativa fuera del alcance de un número significativo de presos. Así lo ha admitido el propio ministro Alfredo Pérez Rubalcaba, quien ha reconocido que el sistema penal –con una población reclusa que se ha cuadruplicado en menos de 30 años– se ha convertido en «uno de los más duros de Europa».
Más allá de su inaceptable adscripción al ojo por ojo, lo que más subleva de este programa expansionista del ius puniendi para los enemigos es su capacidad para invocar sin sonrojo un celoso garantismo penal cuando lo que está en juego son casos de alta corrupción o delitos económicos cometidos por los propios amigos. Por eso, impugnar sus pretensiones no es solo una manera de defender el mejor legado de la tradición penal ilustrada. También es una condición indispensable para desenmascarar el trasfondo autoritario, clasista y racista sobre el que se asienta el populismo punitivo de nuestra época.
Gerardo Pisarello es profesor de Derecho Constitucional de la UB. Jaume Asens es vocal de la Comisión de Defensa del Colegio de Abogados de Barcelona
El Periódico de Catalunya, 10 febrero 2010