Si hace veinte años nos hubieran preguntado a las mujeres de mi generación (no pienso ser más específica al respecto) sobre el futuro de la prostitución hubiésemos contestado, sin dudarlo, que estaba destinada a la desaparición o, como mucho, a sobrevivir de forma tangencial para cierto público que no podía gozar de una vida sexual normal. Creíamos, seguramente de forma equivocada, que los motivos de la existencia de esta actividad respondían, básicamente, a la falta de libertad sexual. Así, se acercaban a ella algunos jóvenes para su iniciación sexual; personas mayores privadas circunstancialmente de sexo o cuya vida en este sentido estaba reprimida o truncada. Igualmente –pensábamos-, existía la prostitución masculina como consecuencia de la persecución de la homosexualidad. Conocíamos también la existencia de una prostitución más lujosa, ligada al despilfarro y al poder, pero en suma pensábamos que “el oficio más antiguo del mundo” era eso: antiguo, desfasado, inútil y degradante para el que lo utilizaba.
Sin embargo, fuimos viendo con aprensión, como los viejos clubs de carretera no solo no desaparecían, sino que ampliaban sus instalaciones y colocaban como reclamo espectaculares focos que deslumbran el cielo. Comprobamos, con estupor, el surgimiento de coquetos hotelitos que anunciaban delicias carnales, como si de una nueva gastronomía se tratara. Los suculentos manjares viajaban, mientras tanto, desde lejanos países, con un billete sin retorno a la desolación.
Un día, hará unos seis años, escuché una conversación entre dos hombres jóvenes –presuntamente de izquierdas- que me heló el corazón. Se intercambiaban información sobre los mejores lugares, las novedades del mercado, las instalaciones en las que “renovaban con mayor frecuencia el material”. Entonces me di cuenta de que estábamos equivocadas, que las viejas razones de la prostitución se habían renovado sin nosotras saberlo. El afán de dominación, la experimentación sin límites, el consumismo de la carne había desplazado a la necesidad mendicante de sexo. Los que acuden hoy a este mercado lo hacen no para comprar sexo, sino poder, experiencia e incluso una vana sensación de viaje y de aventura. Se prueban las mujeres como si se tratara de continentes. Primero se agotaron las miserias y penas del tercer mundo, de América Latina, del continente asiático. Ahora se degustan las frías delicias del Norte empobrecido, las valkirias rubias del fracaso de los países del Este.
El aséptico pago con tarjeta o efectivo hace pensar a los clientes que compran un producto como otro cualquiera. Argumentan que no hay diferencia entre comprar el cuerpo y cualquier otro producto de la actividad humana. Pero compran vidas, traslados, esclavitudes, esperanzas frustradas y mentiras. Los clientes de este servicio venden, sin embargo, lo que son: insatisfacción acumulada, falta de deseo, aguda añoranza de dominación masculina que clavan en la piel de una belleza extranjera.
Concha Caballero
Profesora de Literatura
http://ideasconchacaballero.blogspot.com/