Javier Gomá Lanzón.
Que el arte asuma responsabilidades? ¡Qué desatino! ¡Qué anticuado! Y, sin embargo, amigo mío, siempre ha sido así. A veces pareciera que la poética romántica, con su insistencia en la pura expresividad subjetiva y su lema de l’art pour l’art, desentendido de cualquier otro designio que no sea el arte mismo, haya sido cosa de siempre, cuando sucede lo contrario, es el Romanticismo el que, en un vuelo de pájaro sobre la historia universal, aparece como fenómeno reciente, apenas de un par de siglos atrás, por mucho que últimamente su cosmovisión haya tintado la entera conciencia moderna hasta tornarse la imagen natural del mundo del hombre contemporáneo. Por mi parte, opino que el verdadero arte, a lo largo de los diferentes periodos históricos, nunca ha dejado de servir responsablemente al progreso moral del hombre, y a esta regla no es excepción el arte romántico de la subjetividad, que contribuyó, de manera refleja, aun sin proponérselo, al buen suceso de la causa civilizatoria entonces en liza.
Dirán: ¿qué relación con esta causa pueden tener, por ejemplo, Los padecimientos del joven Werther, cuyo suicidio final incitó a una juventud alemana ya bastante inflada de sentimentalismo a quitarse estúpidamente la vida ante el primer contratiempo amoroso (algunos llevaron su mimetismo hasta vestir en el fatídico momento, como el modelo literario, levita azul y chaleco amarillo)? ¿No es esta novela más bien -como la mayoría de las obras maestras de los siglos XIX y XX- un ejemplo de torpe negligencia moral? ¿Qué responsabilidad cabe apreciar en las hermosísimas pero decadentes rememoraciones del narrador de En busca del tiempo perdido o en las mórbidas aventuras de Aschenbach, el héroe de Muerte en Venencia? ¿Qué en las experimentaciones formales y lingüísticas del Ulises de Joyce? Por no mencionar la literatura dadaísta o la surrealista, porque ¿qué otra inspiración hallamos en ellas sino la embriagada autoafirmación del yo y el desprecio nihilista hacia las instituciones sociales de convivencia, cuya ruina anhelan?
Y, sin embargo, sí, en todas estas manifestaciones del arte de la subjetividad romántica, y en otras tantas que podrían citarse, descubrimos un altísimo servicio a la humanidad. Desde la Ilustración, la única elección posible para el hombre civilizado era militar en la bandera de la liberación subjetiva en lucha contra la opresión ideológica y política que habían convertido en norma los Estados absolutos del Antiguo Régimen. Y esas novelas que narran de mil maneras las tribulaciones del individuo en conflicto con una sociedad que lo aliena contribuyeron decisivamente a la educación sentimental del yo moderno y le despertaron al sentimiento de su propia dignidad, resistente al interés general del Estado y al bien común que éste administra, porque, simpatizando con esos personajes cuyos destinos se agitan entre tantas adversidades, los lectores percibimos como injustas las violaciones que sufren en sus vidas y, de paso, también en las nuestras y, aprendiendo a aborrecer esos atropellos, nos nace el apetito de más y más libertad.
Paralelamente, la experimentación formal que practica la vanguardia artística y literaria es también una forma de liberación, en este caso estilística, porque en esos juegos formales se reivindica la originalidad del creador, que rompe con las técnicas, las rutinas y los oficios heredados, aparentemente necesarios y sancionados por una tradición de grandes maestros, pero que los artistas modernos, con sus audaces transgresiones, demuestran que son artificios históricos y susceptibles de cambio.
De manera que, en suma, tanto en el fondo como en la forma, la literatura de la subjetividad, gracias a la genuina persuasión del arte, mucho más eficaz en la reforma de la sentimentalidad que los tratados discursivos, nos enseñó la pasión por la libertad y el amor a nosotros mismos.
Esta lección ya está aprendida. Ese amour de soi que recomendaba Rousseau está sobradamente establecido en nuestros corazones. La misión histórica del arte de la subjetividad está cumplida. La nueva misión es ahora otra y está relacionada con hallar la manera de armonizar, en convivencia pacífica, a millones de subjetividades enamoradas de ellas mismas y poco acostumbradas a no concederse a sí mismas todos sus caprichos.
Bien mirado, es una especie de milagro que el hombre acepte las inhibiciones inmanentes a la civilizada vida en común, que suponen restricciones a la libertad individual. ¿Por qué conducirme como persona civilizada si es más gratificante ser un bárbaro? Han de ponerse en juego todos los resortes que resulten persuasivos para convencer al hombre a que incline su voluntad por la civilización, pese a todos los gravámenes que conlleva. La tarea civilizatoria ahora pendiente es la urbanización de la espontaneidad instintiva del yo como paso previo a la transformación de éste en ciudadano.
Y en este cometido, el arte, que acumula elevadas reservas de poder carismático y transformador del corazón, es un cooperador necesario. Esa promesa de felicidad del arte -de todo arte, incluso del más sórdido-, ese encantamiento que vierte sobre la realidad inhóspita del mundo, contribuye a hacer más soportables las limitaciones impuestas por la sociedad de los hombres a las pulsiones bárbaras del yo. Es impensable una civilización sin una poética, pues sin ella los gravámenes a la libertad se nos harían odiosos.
El problema estriba en que la mayoría del arte que hoy se produce permanece aún enredado en el añejo paradigma de la liberación subjetiva pese a que sus fuentes hace tiempo que quedaron exhaustas, y esta discordancia está retrasando el momento en que el arte asuma su responsabilidad también en el nuevo periodo histórico, el democrático, que, si quiere ser viable, ha de arreglarse una poética propia, no heredada. El desfase se aprecia con particular pregnancia en las artes plásticas, pero también en la literatura. Alguien debería razonar sobre la actualidad de las olvidadas novelas de educación. Quizá yo mismo lo haga en una entrega próxima.
Publicado en Babelia. 12/06/2010.