La democracia participativa supone, en verdad, un nuevo modelo político. No se trata simplemente de reformar lo que hay, sino de construir un nuevo modelo, por completo diferente al de la democracia partidista o representativa.
Implica cambiar el mecanismo de toma de decisiones en el ámbito institucional, la gestión de los espacios institucionales e incluso el modo de gestión del espacio público.
Este texto, creado como basee para una charla que tuvimos hace unos días, reflexiona sobre uno de los presupuestos imprescindibles para hacer posible la participación: acabar con el expansionismo de las leyes; quitarles parte del halo democrático que las envuelve, y reducir con ello, también, la invasión de los políticos.
Quizás suene a paranoia libertaria, que es a lo que suenan las utopías cuando uno quiere que sigan siéndolo. Pero quizás por eso mismo puede merecer la pena detenerse un momento y, al menos, hacer una pequeña reflexión sobre todo esto.
El Estado de Derecho como un fracaso del diálogo.
La ley es el fracaso del diálogo. Esta es la idea que tiene que servirnos de punto de partida y sin duda a muchos les suene extraño. Incluso puede parecer una exageración, porque lo habitual es oir sólo opiniones positivas sobre las leyes. Oir que el derecho es el triunfo de la razón; que el imperio de la ley es el culmen de la democracia; que lo civilizado es someterse a la ley.
Pero ya el mejor jurista de todos los tiempos, Hans Kelsen, insinuaba en su momento que la ley no es eso . Kelsen es famoso por ser una de las primeras personas que entendió el derecho como un sistema lógico en el que en el que no hay lugar para la arbitrariedad y cada acto de poder debe venir previsto en una norma superior. Un sistema basado en la aplicación lógica de la norma escrita. La coherencia de esta comprensión estrictamente racional del sistema legal exigía partir de la diferencia entre moral y ley: la moral es lo que la gente considera que está bien o mal, la ley lo que está permitido o prohibido. Así, ser un egoísta insolidario es algo rechazable moralmente , pero que la ley no prohíbe.
Las leyes se aplican de manera lógica, pero la norma en sí misma no se crea por cuestiones lógicas. Lejos de ello, Kelsen, que era un sabio, parte siempre de que la esencia de toda jurídica es un acto de voluntad, no de razón. O sea, que las leyes no dicen lo que dicen porque tenga que ser así necesariamente, sino porque alguien las ha escrito y ha decidido que sean así. En la sociedad hay, pues, gente que hace normas y gente que obedece las normas. Los que hacen las leyes son los únicos que, en un Estado de Derecho, ejercen el poder; los demás, lo sufren.
Para que no se note etso, es decir, que la ley es, en gran medida, un mecanismo de dominación, solemos acudir a la idea de que la ley es justa porque se aplica a todos por igual. O sea, que los políticos, que son quienes las hacen, también están sometidos a la ley. De ese modo nos resulta menos doloroso aceptar la realidad de que hay personas que se dedican a decidir qué se puede hacer y qué está prohibido. Es cierto que ellos se someten también a las leyes, pero al fin y al cabo no es lo mismo obedecer lo que tú has creado, que lo que otros te imponen.
Históricamente, además de la igualdad en su aplicación, el organizarse mediante normas trajo un beneficio esencial: la previsibilidad. A uno le basta con mirar un papel (o, modernamente, llamar a un abogado) para saber si algo es legal o no; si se puede hacer o no, y cómo.
Sin duda, organizar así la sociedad, mediante normas jurídicas, es un triunfo frente a la violencia o al despotismo irracional. Sin embargo, por eso mismo, también es cierto que las normas evidencian el fracaso del diálogo.
Si partimos de que la violencia, la agresividad irracional y la explotación caprichosa del otro son los peores mecanismos de articulación de una sociedad libre, la ley es un remedio aceptable.
Mejor una norma escrita, hecha por unos poderosos señores y señoras pero aplicable a todos y conocida de antemano, que vivir sometido al capricho permanente de los poderosos.
En cambio, si uno acepta que en ocasiones es posible ponerse de acuerdo sin violencia, nuestro ideal ha de ser que las decisiones sean fruto del diálogo y de la voluntad de todos; no meras órdenes de los que mandan. La ley es una imposición, un parche que se pone a la fuerza, para evitar la violencia o la irrazonalidad, pero no es la situación ideal. En definitiva, como mucho la Ley es un mal menor, pero conformarse con un mal menor implica renunciar a la esencia del progreso humano; hay opciones mejores.
La poca fe en las personas
Parte de la mitificación del Estado de Derecho se debe a que hay mucha gente convencida universalmente de que somos por completo incapaces de organizarnos y de relacionarnos los unos con los otros sin recurrir a la violencia. O sin intentar imponer nuestros intereses mediante artimañas de todo tipo. Para quien viva con esta profunda desconfianza hacia las personas, la ley –evidentemente-es el único sistema posible.
La realidad demuestra, sin embargo, que a menudo es posible negociar y ponerse de acuerdo en muchos sitios y en muchas cosas. El progreso no puede venir representado por una sociedad policial en la que la convivencia sólo es posible gracias a la actitud vigilante de los legisladores. Un progreso así entendido no haría más que debilitar nuestras aptitudes personales para el diálogo. Si nos refugiamos siempre en la Ley perdemos la habilidad de negociar, de ceder, de interactuar y construir en común. En vez de ejercitar los músculos del diálogo, de ejercitar la capacidad de ceder o reflexionar buscamos un legislador que escriba una norma y nos ahorre todo ese esfuerzo. Aunque ese esfuerzo esté en la esencia misma del ser humano.
En cambio, en una sociedad basada en que aspiramos a convivir, a construir en común y participar, la ley sólo puede entenderse como un remedio subsidiario. Como un mal menor al que sólo acudiremos en casos extremos, cuando no sea posible un acuerdo justo.
Si la ley pasa por un excelente momento de salud es porque casi nadie cree ya en la posibilidad de la convivencia. Casi nadie cree honestamente en las posibilidades de la educación y el progreso como mecanismo de liberación. Por eso se ha extendido el lugar común de que sólo aquello que aparece regulado en una norma jurídica es aceptable y democrático.
La esperanza de una sociedad solidaria cuyos ciudadanos y ciudadanas aprendan a relacionarse solidariamente, a apoyarse, entenderse y construir el futuro juntos, exige reducir el terreno de la ley. ¿A nadie le extraña que en los países donde no hay normas jurídicas regulándolo todo la cohesión social sea mucho mayor? Por supuesto que en esos lugares la cohesión a menudo se basa en la represión, el miedo o la fuerza. Aún así el reto aunténticamente interesante es construir un mundo donde la cohesión social sea similar a la de esos países, pero descanse sobre la base de la libertad. Intentarlo en vez de conformarnos.
El desarrollo personal exige libertad; no puede venir entero previsto en una ley
Nada más lejos de mi intención que abrir el melón la duda sobre la legitimidad de las leyes. Si aceptamos gobernarnos mediante normas jurídicas, después no debemos poder eximirnos tranquilamente de cumplirlas alegando razones religiosas, ideológicas o personales. No se trata de eso aquí, sino de poner en duda la premisa: no acepto que toda nuestra vida y nuestros conflictos tengan que venir previstos y resueltos en la ley. Reclamo la provisionalidad del estado de Derecho y la necesidad de que cada vez haya menos normas, de fomentar que la gente cree y gestione sus espacios de decisión libre. La cuestión es que, a base de creernos que la ley es la bondad personificada, y de glorificar el derecho, la situación actual en las sociedades avanzadas es una tendencia general y muy extendida a reducir progresivamente las posibilidades de autoorganización de la sociedad.
Cuando uno pasa algún tiempo viviendo en cualquier país de los que llaman “subdesarrollados” lo primero que le llama la atención es la felicidad de vivir en un sitio sin tantas normas. Uno puede montar en moto sin casco; quien quiere poner en marcha una tienda no tiene más que abrir la ventana de su casa; se construye donde se puede y los problemas se arreglan a menudo en asambleas colectivas, buscando el apoyo de las mujeres o de los viejos, y tomando en cuenta la realidad del caso, en vez de aplicar a todos el mismo rasero. Entonces uno, convencido por la propaganda de la Ley, se dice: “claro, las leyes son necesarias pero…¡qué feliz se vive sin ellas!”.
Ese conformismo es el que nos permite vivir ignorando la permanente invasión de las leyes. En mis primeras estancias largas en Alemania, hace años, me pasaba justo lo contrario, volvía asqueado de los millones de prohibiciones que me impedían ir en bici sin faros o cruzar la calle alegremente. Hoy día nuestro país no es muy diferente de aquello.
Al renunciar a alcanzar un modelo de sociedad solidaria y participativa, hemos terminado por confundir el progreso social con la capacidad de regular todo mediante normas.
Consideramos avanzada a la sociedad en la que se excluye cualquier atisbo de anarquía o iniciativa no regulada. Como si las leyes fueran producto de la razón y el diálogo, y no lo que en verdad son: actos de voluntad de los políticos. Y aquí puede hablarse ya de “los políticos” como un grupo social unificado, integrado por quienes ejercen el poder de la ley y enfrentado a “la sociedad” que integra a quienes sufren el poder de la ley. Una estructura clásica de dominación, o de explotación.
En definitiva, el problema de la Ley no está en lo que es: un mecanismo igualitario de ordenación racional a partir de las decisiones que toman unos tipos designados socialmente para ello. El problema está en lo que impide. Cuando los políticos exigen que hasta el aspecto más ínfimo de nuestro existir venga regulado en alguna de las normas que ellos hacen, están volviendo ilusoria la participación ciudadana en la toma de decisiones, si por participación entendemos disfrutar de espacios libres de decisión. Los atontan, los explotan, y después se quejan de que no participen a través de los cauces raquíticos que ellos les han previsto.
El mito de la protección de los débiles
A estas alturas de discurso cualquier lector de pro estará pensando que las leyes son necesarias, que sin leyes los débiles estaríamos siempre a merced de los más poderosos, de los más fuertes, de los más listos, de los más ricos. Pues sí, estoy de acuerdo. Por supuesto que hacen falta normas, sobre todo que protejan a los débiles frente a los poderosos. Normas que protejan el paisaje y el medio ambiente frente a la especulación y la explotación; normas que eviten la indefensión de los trabajadores ante sus patronos o que castiguen la violencia contra las mujeres. No me cabe duda.
Esas normas existen y parece que, tal y como estamos, deberán seguir existiendo mucho tiempo. Sin embargo a este respecto merece la pena hacer al menos tres puntualizaciones. Primera, que la idea de que la ley protege al débil frente al poderosos plantea también la de quién defiende al ciudadano frente a los políticos que hacen las leyes. Segunda, que de lo que hablamos no es de que desaparezcan las leyes, sino de que se frene de una vez la fuerza expansiva de las normas que lleva a pensar que las instituciones pueden regularlo y acapararlo todo. Tercera, que la protección del débil exige una previa definición de quién es el débil, que la hacen los mismso que hacen las leyes.
La magnitud de esta tendencia se percibe mejor en las normas de menor ámbito. Resulta más evidente en las ordenanzas municipales que en las grandes leyes. Así, en nuestros países uno no puede ir a un mercadillo a vender o intercambiar los cacharros viejos que tenga en casa, si no
tiene licencia de vendedor y se dice que es para proteger al consumidor. Desaparecieron los mercadillos de animales, para proteger a los viandantes que se ve que no podían pasar entre el revoloteo de plumas de paloma y a los propios animales, que se arriesgaban a vivir sin vacunas. Al mimo que actúa en la calle se le pide una tasa por usar el espacio público. Los bares ante los que se concentra la gente en la calle charlando se cierran para proteger a los vecinos (de tanta charla incontrolada, se entiende). Hay normas que regulan el tamaño de los carteles que se pueden pegar en la calle, que sancionan a quien escupe en el suelo, que establecen el color con que se deben pintar las casas; para protegernos de nosotros mismos. En algunas playas están prohibidos los castillos de arena; en casi todas, los perros y hasta los balones. Todas estas normas son para proteger a los débiles, claro. Como la prohibición absoluta de fumar en todos los locales. Pero en la definición de débil (el consumidor frente a quien vende en un mercadillo, el vecino propietario de un inmueble frente a quien charla en la calle, el ciudadano tumbado en la playa frente a quien la disfruta de manera activa) hay mucho de definición del modelo de sociedad y casualmente cada vez más apunta a una sociedad conformista, pasiva, defensora de la ley.
La ficción de que el derecho protege al débil a menudo es sólo eso, una ficción. Para empezar porque la propia existencia de la norma altera los parámetros de fuerza y debilidad basta que la ley le dé a alguien derecho a algo para que éste lo ejerza de manera arrogante contra los demás. Desde que en mi ciudad hay carriles especiales para bicicletas los ciclistas se han vuelto agresivos contra los peatones. Si un peatón anda por uno de esos carriles (algo que la ley prohíbe) se expone a los timbrazos, gritos y la amenaza de atropello constante por los ciclistas respaldados por la ley. Antes, cuando ni unos ni otros contaban con el respaldo de una norma clara, ambos se respetaban y se habían acostumbrado a convivir. Lo que antes era acuerdo espontáneo, ahora es imposición normativa, y provoca un importante deterioro de la convivencia.
En fin, no dudo de que todas estas normas son buenas, sabias y una demostración de civilización, pero el derecho no lo es todo, ni es el único camino. En algunas ciudades escandinavas están descubriendo que quitar semáforos en los cruces proporciona una tremenda agilidad al tráfico.
Es cierto que en algunos países africanos nunca ha habido semáforos y, quizás eso tenga que ver con que el tráfico sea caótico, pero me resisto a creer que no sea posible un sistema de tráfico en el que los conductores (y los peatones) interactúen de tal manera que no se imponga siempre el fuerte al débil, sin necesidad de que sean los políticos los que decidan cómo debe articularse el tráfico.
Los políticos se apropian de todos los espacios de decisión
En ocasiones las leyes vienen a establecer un marco de seguridad en el que todos y todas podemos desenvolvernos sin miedo de ser débiles; pero otras veces no es así. Con frecuencia, mediante las leyes, los decretos, los reglamentos, las órdenes y las ordenanzas los políticos imponen su voluntad –casi siempre malinformada y ajena a la realidad- sobre una ciudadanía que
hasta el momento, mal que bien, había encontrado su propia manera.
Está mal visto que los ciudadanos interactúen entre sí, está mal visto que sean ellos decidan libremente la configuración de la ciudad en que habitan, está mal visto -en definitiva- que haya espacios que no vengan regulados de manera previa y estatal. El diálogo y el acuerdo están mal vistos.
Las ciudades de la mayoría de los países del sur son aglomerados anárquicos donde las calles y plazas surgen espontáneamente, donde son los propios usuarios los que definen la estructura, sin control. Así sucedía también aquí antiguamente y gracias a eso nuestras ciudades más antiguas no son todas rectas y racionales y tienen su propia personalidad. El progreso nos ha llevado a una situación del todo contraria. Antes eran los vecinos los que decidían todo, ahora son los políticos quienes toman hasta las decisiones más pequeñas respecto a la configuración de la ciudad.
Evidentemente, gracias a las normas urbanísticas evitamos aquí desmanes que sí se dan en otras latitudes: la destrucción de bienes históricos de alto valor, la contaminación paisajística, la invasión de las calzadas públicas.
Sin embargo está protección “del débil” sirve también de coartada para privar a los ciudadanos de todo poder de decisión. ¿Por qué han de ser los políticos quienes decidan dónde se ponen bancos, papeleras o aparcamientos de bicicletas? Incluso cuando en alguna ciudad la gente
se ha acostumbrado a usar un determinado hueco para sentarse a charlar o aparcar sus bicicletas, pese a ello los políticos se sienten siempre legitimados para definir el modelo de ciudad.
Poco importa que los ciudadanos y ciudadanas prefieran las plazas con zonas verdes, o que quieran que los centros cívicos abran los sábados, o que prefieran colocar en las calles bancos para descansar. Los políticos no respetan nada que no sea su propio capricho y creen incluso que entre sus funciones está la de sustituir a sus ciudadanos. Y eso es así porque creen, equivocadamente, que al designarles para su cargo el resto de ciudadanos renunció a decidir nada y aceptó a someterse a sus ocurrencias malinformadas. Como si en una clase de la Universidad los alumnos eligieran a un delegado de curso y éste se creyera que por estar elegido puede colocar los exámenes en las fechas que a él personalmente más le convengan.
En nuestro sistema actual los programas políticos recogen la voluntad del partido. Son exhaustivos y se hacen con la promesa de que «si ganamos, imponemos nuestro programa» . Creen que si los designan para un cargo o una función, los ciudadanos les están dando carta blanca darán carta para imponer una voluntad; ninguno propone decidir menos, ampliar la democracia y dejar que las hombres y las mujeres que no tienen cargos públicos construyan y administren zonas de libre decisión.
En en este modo de entender la sociedad, extendiendo el terreno de la ley y las instituciones, hay una terrible perversión del ideal democrático. Por mucho que a los políticos les parezca lo contrario, la esencia de la democracia no está en nombrar a cargos para que decidan en nombre de los demás. La esencia radical de la democracia es justo lo contrario: lograr que cada uno pueda participar lo máximo posible en las decisiones relativas a su propio futuro. La democracia no es elegir dictadores cada cuatro años, ni imponerse a la minoría; la democracia es libertad para decidir cotidianamente dentro del respeto a los demás. Sólo eso.
Participar es decidir
Democracia, por tanto, es decidir y respetar. Sin embargo, la intelectualidad institucional intenta reducir la idea de participación a que los ciudadanos colaboren -cuando sean llamados a ello- en toda clase de mecanismos consultivos, vacíos de contenidos. La mayoría al final sólo sirven para legitimar la opresión política: consejos asesores, plazos de alegaciones públicas, supuestas asambleas participativas (casi siempre controladas y capadas)… son más de lo mismo. Migajas que ofrecen algunos políticos que, sin renunciar a su poder, quieren parecer cercanos a la sociedad y tolerantes con las decisiones populares.
Pero las migajas no bastan para construir un sistema que realmente pueda llamarse democrático. La democracia participativa implica un cambio radical de mentalidad: frenar decididamente el terreno de la ley; acabar con tantas normas arbitrarias que ocupan innecesariamente espacios donde serían posible decisiones fruto de la iniciativa y la libertad anárquica de la ciudadanía.
La auténtica participación democrática no es acudir a la llamada de los políticos. No es colaborar en los referéndums, consultas, audiencias y votaciones que ellos planteen, sino tener la capacidad de decidir día a día. Implica libertad en la iniciativa y control sobre la decisión final. Es una idea que, sin duda, debe plasmarse de manera distinta en el terreno de la participación en las instituciones y en el de la gestión autónoma del espacio público. Pero debe abarcar a ambos. Decidir en nuestra vida ciudadana, pero también en la gestión pública: libertad para que sea la sociedad quien decida de qué color se pintan las casas, qué espacios públicos deben ser peatonales, cómo deben organizarse los turnos en la piscina pública o a qué hora se cierra el mercado.
En los ámbitos institucionales la idea de democracia representativa puede encontrarse con más limitaciones, pero también tiene un espacio propio: así, en el seno de la Universidad pública, no basta con consultar a los estudiantes a la hora de establecer los horarios de clases, sino que es necesario permitir ellos los que en última instancia decidan estos horarios.
En la calle, en cambio, el papel de los políticos debería ser justo el contrario al actual: en vez de acaparar decisiones -con la soberbia que da el creerse que su elección es una auténtica patente de corso-, trabajar para liberar espacios desregulados e incitar a la participación espontánea. En definitiva, fomentar, apoyar y armonizar la gestión autónoma del espacio público.
Tengo amigos y amigas que son o han sido políticos y, pese a eso, son personas excelentes. Incluso conozco a algunas personas que aspiran a ocupar un cargo público, y se presentan a las elecciones y aún así son intrínsecamente buenas. Sin embargo, en la medida en que no sean
conscientes de que la parte esencial de su trabajo debería ser renunciar a sus propias competencias, resultarán tan peligrosos como los demás.
En un modelo participativo los responsables políticos, deben trabajar día a día para quitar terreno a la ley, allí donde pueda no ser necesaria. Quizás los músicos callejeros deben encontrar su espacio mediante el diálogo cotidiano con la gente -como lo encuentran las colectas populares de los grupos de villancicos o los ensayos de las bandas de música para las fiestas populares – y seguramente no sea necesario prever licencias municipales para todo. Posiblemente tampoco corresponda al Estado agotar todas las posibilidades de decisión sobre le urbanismo. Y hay medidas para defender al consumidor menos intensas que prohibir los mercadillos de intercambio y venta de enseres viejos o cerrar los bares donde la gente charle de pie o tire las cáscaras al suelo.
Sé que todo esto suena tremendamente impopular. Implica un esfuerzo para confiar en la incertidumbre de la desregularización y aprender a tolerar incomodidades. Todos preferimos que la ley obligue a un modelo que, junto a la comodidad de que todo viene ya previsto, nos regala apariencia de progreso y de civilización.
Además, como buenos progresistas, queremos que el derecho ampare a los ciudadanos de
progreso frente a los que fuman, frente a los que gritan en los bares, frente a los que ensucian las calles o afean las fachadas. También exigimos que desaparezca la arbitrariedad aunque nos lleve a convertirnos en una sociedad fría, insulsa y apática.
Algún día, cuando todos seamos iguales -igual de racionales, limpios y obedientes- alguien protestará contra todo esto. Seguramente sea un poco tarde. Quizás para entonces nuestras ciudades se hayan convertido en un aeropuerto; en un espacio donde todo está prohibido y regulado, por donde hay que transitar con el carnet en la boca y sometidos a normas que especifican el tamaño y la textura de todo lo que podemos hacer o tener. Ya hemos conseguido vivir en Alemania; lo próximo, el aeropuerto.
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