La tesis que defendemos es que se está gestando una profunda crisis política, cuyas consecuencias son imprevisibles, que se manifiesta de forma muy diversa en los distintos ámbitos y formaciones sociales territoriales aunque existen unas causas generales y por lo tanto comunes. Estos procesos son de muy lenta gestación pero la intensidad de esta crisis de naturaleza política es tal que para ilustrarla nos vamos a apoyar en acontecimientos que han sucedido en este mes de diciembre de 2009.
Hay una evidencia empírica para el caso del Estado español: en el barómetro de noviembre del CIS, publicado en este mes, el problema “La clase política; los partidos políticos” ocupa ya el número tres en el ranking de los principales problemas que existen en España (16,6%) y “La corrupción y el fraude” (10,4%) el número siete. Lo más llamativo es el crecimiento que ambos han alcanzado entre las preocupaciones de los españoles: en enero de 2009 “La clase política; los partidos políticos” era el problema séptimo y “la corrupción y el fraude” era señalado por tan solo el 0,4% de los entrevistados.
Pensamos que las causas responden al modelo concreto de democracia y de “valores” políticos en general que se han gestado durante la época del desarrollismo provocado por la globalización Este modelo se ha caracterizado por ser un modelo formalizado, que permitía una gran influencia de los grandes poderes económicos en las decisiones políticas al mismo tiempo que los poderes públicos representativos se desentendían de la dirección económica de la sociedad, encerrado en el Estado – Nación, oligárquico para el acceso real al poder, que ha fomentado la pasividad y la desinformación del electorado y la desestructuración de las rede sociales que metabolizaban la información de forma autónoma del poder, mediante la introducción de valores dominantes de naturaleza consumista que banalizan el espacio y el tiempo. La crisis de este modelo se está manifestando en tres grandes fenómenos: ineficacia y desconcierto frente a la crisis, corrupción y despego afectivo y desconfianza de la ciudadanía frente a la clase política en general y frente a los propios marcos constitucionales.
A nivel internacional el fracaso de la cumbre de Copenhague es la dramática prueba de la ineficacia del sistema político, incapaz de imponer racionalidad frente a los grandes intereses económicos, aunque lo que esté en juego sea la supervivencia de la propia vida humana en el planeta. La estructura política internacional sustentada en instituciones oligárquicas como los sucesivos G- 7, 8 o 20 en conexión con la marginación de la ONU, desligada del universo de instituciones internacionales económicas, ha fracasado sin paliativos. Este fracaso, que ha tenido como responsable directo el liderazgo conjunto entre EEUU y de una potencia no democrática como China, ha arrinconado a una UE con graves déficits democráticos, ha otorgado un papel secundario al resto de Estado e incluso ha llevado a cabo una represión con intenciones ejemplarizantes sobre las organizaciones sociales como es el caso de los encarcelados de Greenpeace.
Lo que no se ha querido afrontar en la cumbre de Copenhague ha sido la nueva realidad que, descrita en términos de la economía convencional, implica que las llamadas externalidades negativas, (es decir, que el productor que recibe el precio no es el único que soporta los costes y cuyo concepto fue formulado como un elemento marginal de la economía de mercado), se han convertido en un elemento económico central (el que condiciona todos los demás) ya que el sistema de precios ha evolucionado hacia una hipervaloración de las actividades especulativas y mediáticas mientras que infravalora la actividad productiva e ignora los costes del uso y destrucción de los bienes comunes (muchos de naturaleza global, como el llamado “medio ambiente”).
Este comportamiento irracional e ineficiente de los mecanismos básicos del sistema de mercado exige un reapoderamiento del poder público internacional de base federal y democrática (las dos caras de una misma moneda). Sólo es posible un contrapoder público (frente a la soberanía real del capitalismo globalizado), basado en la universalización de los derechos de la ciudadanía, la exigencia de un mínimo de niveles democráticos para los Estados 8y organizaciones similares) y la construcción de un sistema de gobernanza universal sobre unas relaciones de naturaleza federativa.
Es posible que muchas personas piensen que estos postulados son un desideratum teórico en el sentido de inalcanzable pero hay que tener en cuenta que estamos asistiendo a una crisis que a grandes rasgos anuncia la incompatibilidad estructural entre el sistema económico dominante, el capitalismo, y la globalización, que obliga a una intensa acción política internacional y a un cambio en la opinión pública que se halla encasillada dentro de los obsoletos artefactos que son los Estados – Nación (que, a pesar de conservar la “soberanía legal”, han visto reducida y debilitada su “soberanía efectiva” tanto externa como interna), y que conserva grandes dosis de fe ciega no ya en las mitologías religiosas sino en la propia mitología de la infalibilidad del sistema.
Nuestro segundo ámbito político es la Unión Europea. Precisamente en este mes ha entrado en vigor esa “broma” democrática denominada “tratado de Lisboa”. Como no se ha querido hacer una constitución democrática votada por todos los ciudadanos, como se ha hecho un bodrio de constitución rechazada en varios referéndum estatales, entonces han construido un franskenstein jurídico, para reformularla en forma de tratado y obviar las consultas convocadas contrarias a la constitución. En definitiva, la UE ha demostrado que para ella la democracia sirve exclusivamente como coartada para legitimar un poder oligárquico y que se pisotea cuando no sirve. La falta de credibilidad democrática de la UE, ganada a pulso, influye por una parte en su debilidad externa y por otra en la desefectación de la ciudadanía. En el citado barómetro de noviembre, el CIS ha encuestado a los ciudadanos sobre la UE con motivo de la próxima presidencia semestral española, pues bien, en la pregunta sobre si les interesan las noticias relacionadas con la UE, el 56% responde que poco o nada frente al 43% a los que le interesa mucho o bastante y cuando pregunta sobre si creen que España influye en las decisiones de la UE, el 70% responde que poco o nada.
Pero donde parece que la crisis política se manifiesta con mayor intensidad es en el propio Estado español, tal vez porque el arraigo de la democracia tiene raíces poco profundas que coinciden con la época del desarrollismo. Unas características básicas de nuestro imaginario democrático es por una parte su conexión con la autonomía de los distintos territorios peninsulares y por otra con las mejoras sociales, elementos que en el caso de Andalucía están íntimamente relacionadas.
En este mes de diciembre han ocurrido importantes acontecimientos en ambos sentidos. El independentismo catalán ha tomado carta de naturaleza mediante la realización de consultas municipales, su asunción por el presidente del equipo de fútbol que ha ganado las seis competiciones y la conexión que ha forzado la prensa españolista entre éste y la defensa de una causa justa como es la prohibición del maltrato de los toros en un espectáculo público. El problema es que esta dinámica se produce en ausencia de un modelo claro de Estado que no ha querido construir los mecanismos de engarce federativos, como la reformulación territorial del Senado; que tiene sometido al Tribunal Constitucional a una irresponsable deslegitimación tanto por su composición no federativa como por la falta de renovación de sus miembros (a causa de las peleas del bipartidismo) como por su ineficacia: tres años sin dictar sentencia sobre el Estatuto catalán y andaluz y que ha introducido en la reforma del Estatuto Catalán una relación bilateral con el Estado que responde a una lógica Confederal, sobre todo en lo que atañe a la financiación autonómica.
Por eso, la celebración de la Conferencia de Presidentes Autonómicos (que fue una propuesta realizada desde Andalucía como puede comprobarse en las actas del Congreso que recogen la intervención de Pepe Núñez en la sesión de la primera investidura de Aznar) ha sido un estrepitoso fracaso ya que constituye un elemento federal sin engarce en una estructura estatal de esa naturaleza, como lo demuestra incluso la falta de rango de su regulación y la irregularidad de sus convocatorias. Su aislamiento en la arquitectura constitucional la convierten en un escenario sin funcionalidad, muy vulnerable, por tanto, a los enfrentamientos producto de los intereses electoralistas del bipartidismo.
Al mismo tiempo, el endurecimiento real de la crisis económica a pesar de los mensajes que se fabrican desde el poder, va ha suponer una dura prueba para nuestras instituciones. Nos encaminamos hacia una situación de paro con características de histéresis (conversión del paro cíclico en paro estructural), con una deuda privada tan importante que hace insostenible el crecimiento vertiginoso del déficit público. La factura obligada de gasto por desempleo y la disminución de ingresos públicos, sobre todo en los ayuntamientos, auguran una fuerte competencia por los recursos públicos en la que los territorios que más estamos sufriendo las consecuencias de la crisis tenemos mucha debilidad.
En este contexto, la corrupción generalizada, que ha ocupado un gran espacio en los medios de comunicación, tiene un efecto de desmoralización social de efectos devastadores. El sistema no sólo no ha sido capaz de construir un modelo de relaciones estables entre los territorios ni de advertir y paliar la crisis económica sino que además está saqueando a las Administraciones. La permisividad del PP con el caso Gürtel o del PSOE incumpliendo la resolución del Pacto Antitransfuguismo en el caso de Ronda, dicen muy poco de la moral democrática de los partidos que gestionan el sistema. Ineficacia, desorientación, corrupción y desestructuración no son los ingredientes que necesita una sociedad frente al salvase el más fuerte o frente a la tentación populista, centralista y autoritaria, para la que empiezan a postularse determinados líderes del PP o la UPyD.
En nuestro país, en Andalucía, nos pasa lo peor: hemos desaparecido como poder político autónomo. Nuestra Comunidad, que lideró en la transición un modelo de Estado federal sobre la base de territorios con identidad nacional, ha dejado de jugar el papel en España que le corresponde de acuerdo con su población, territorio e historia. Asistimos impotentes al fracaso de un modelo de desarrollo económico, que se publicitó como imparable, y a la desamortiazación de los elementos de nuestra autonomía política como ha sido la consolidación de las elecciones conjuntas con el Estado. La influencia de los grupos de presión económicos, la debilidad de la Presidencia de la Junta, la humillante resolución de la deuda histórica, la adopción de la bandera de las corridas de toro como signo de españolismo, la desconexión entre la actividad parlamentaria y la opinión pública, son algunas señales de esta desaparición política justo cuando más necesitamos generar energías sociales para crear el millón de empleos que necesitamos para vivir con dignidad.
Sólo este contexto explica el que, el 21 de este mes, la Junta haya firmado la aceptación del nuevo modelo de financiación económico al mismo tiempo que la Fundación de Estudios de Economía Aplicada del CSIC publicaba un estudio sobre el nuevo sistema de financiación en el que advierte de la sobrefinanciación que percibirán las Comunidades más ricas como Madrid o Cataluña y los “bruscos saltos a la baja” de las Comunidades más pobres como Canarias, Andalucía y Castilla – La Mancha, que “caen hasta los últimos puestos del ranking de financiación por habitante ajustado”. En concreto, Andalucía, que con el anterior sistema estaba en el 102,6% con respecto a la media, retrocede hasta situarse en el 93,4% sobre 100, es decir, pierde nueve puntos porcentuales. La crisis del modelo federal es paralela de la crisis del poder andaluz y del olvido de una política estatal de cohesión económica territorial.
Frente a esta situación de crisis política generalizada necesitamos encender una luz verde que fortalezca el poder público frente a los poderes económicos, la democracia participativa frente a la democracia oligárquica y el federalismo frente a la ley de los más fuertes, para regenerar el sistema político y diseñar una transición hacia otro modelo económico que interiorice el medio ambiente físico, financiero y social como partes del mismo, sobre la base la restauración de una sociedad autónoma que conserve sus claves identitarias.
EDITORIAL 25-12-2009