En este país hubo un tiempo en el que a nadie le interesaba la política, en el que se le pinchaban las ruedas de los coches a los concejales y activistas que denunciaban pelotazos urbanísticos en sus pueblos y recibían palizas y amenazas por negarse a caer a los pies de los deseos especuladores de constructores que prometían transformar el pueblo y crear empleo, riqueza y bienestar para la ciudadanía, antes aliada del constructor sin escrúpulos y enemiga del concejal incómodo.
En aquella España, en la que los jóvenes abandonaban los estudios a los 16 años para cobrar sueldos de 2.500 euros poniendo ladrillos, en la que nadie quería oír ni hablar de política, en la que los que ya estaban indignados recibían más pedradas que votos y en la que atreverse a ir a una manifestación, no digo ya a favor del acceso a la vivienda, sino en contra de los pelotazos urbanísticos que han arruinado nuestro litoral y nos están matando de hambre, te convertía en un apestado y señalado por ser “poco moderno”, “un triste”, “estar en contra del progreso”, “radical” y un “elitista de izquierdas”.
En aquella España se llegaron a montar concentraciones en las puertas de los juzgados para defender a los pocos alcaldes corruptos que ya empezaban a ser procesados judicialmente por corrupción. También hubo familias de algún concejal o activista decente que tuvo que abandonar su pueblo porque el acoso llegó a niveles insoportables. Estar indignado no estaba de moda; lo moderno entonces no era defender el derecho a la vivienda, porque todos pensábamos que quien no accedía a una vivienda era porque no quería, porque era un vago y un perdedor social de un modelo que creaba triunfadores por minuto.
Entonces, no hace tanto, unos 10 años, había jóvenes que se paseaban con sus cochazos y se reían de otros jóvenes por matricularse en la universidad, a los que les decían: “Yo no sé para que estudias con el trabajo que hay y con lo bien que se gana”. En aquella España, votar al PP era de “sentido común”, “lo moderno” y lo que había que hacer; porque “como son ricos, ellos son los que crean la riqueza”, se llegaba a decir.
Entonces, exigíamos a nuestros gobernantes un auditorio que fuera la envidia de la ciudad de al lado, un circuito de motociclismo que hiciera de nuestra localidad la capital del mundo de este deporte y tres campos de golf en un territorio sin agua para la agricultura. En aquella España, todas las grandes y medianas ciudades tenían el “mayor centro comercial de Europa”, lleno de tiendas de firmas carísimas y de establecimientos que una persona sin sentido común de la época decía: “¿Pero alguien se puede comprar un bolso de 1.800 euros?”.
Sí, efectivamente, había mucha gente con “sentido común” que se compraba un bolso de 1.800 euros y que no quería saber nada de indignación porque la pobreza era algo que sólo le pasaba a los perdedores de aquella ensoñación de sociedad de éxito, donde triunfar era sólo cuestión de voluntad. En aquella España nadie quería ser llamado “trabajador”, porque todos éramos “clase media”; cuando no empresarios con un trabajador en nómina. Aquella España miraba de reojo a los inmigrantes que llegaron al país por los mismos motivos que ahora nos vamos nosotros.
Aquel país no se creó solo, aquella España salió de un sentido común que no cuestionaba nada y consumía con la misma voracidad que hoy consume indignación televisada en horario de máxima audiencia. Aquella España ya no existe, pero sí siguen existiendo aquellos buenos hombres y mujeres que se dejaron la piel, las ruedas de sus coches, las puertas de sus viviendas o que tuvieron que abandonar su pueblo por indignarse antes de que estuviera de moda. En muchos casos, concejales y concejalas que militaban en partidos de izquierdas que, a duras penas, sacaban el mínimo exigido para obtener representación en el ayuntamiento.
Afortunadamente, el país en el que nadie se indignaba y en el que a nadie le interesaba la política se ha politizado y tomado conciencia de que nunca más se puede tolerar la corrupción, ni aunque tengamos el estómago lleno o conduzcamos coches caros. Sin embargo, se respira en este mercado de indignación demasiada ingratitud y desprecio contra quienes ya vivían indignados cuando no estaba de moda estar indignado y un adanismo en el que todo lo viejo es malo y todo lo nuevo ha venido a salvarnos; aunque a lo viejo le pincharan los coches y le dedicaran programas de televisión y portadas de periódicos para denigrarlo por defender lo que, en aquella España de hace 10 años, ni daba votos ni estaba de moda. Si hoy es posible hablar de “echarlos” o del fin de un ciclo es, sobre todo, gracias a esa gente que resistió a aquella España que conducía coches caros sin plantearse adónde nos llevaba aquel viaje de locura.