Juan López de Uralde/ Para los menos concocedores del Convenio de Naciones Unidas contra el cambio climático, conviene recordar que este proceso empieza en el año 1992 en la Cumbre de Río de Janeiro. Allí por primera vez los jefes de estado reunidos acuerdan poner en marcha una herramienta multilateral de lucha contra el calentamiento. Llevamos, por tanto, 20 años ya en este proceso y, por cierto las emisiones de gases de efecto invernadero siguen subiendo de forma imparable. La falta de ambición en Durban no es sorprendente, pero sí dramática. El tiempo pasa y se avanza demasiado poco, y demasiado tarde.
Merece la pena recordarlo porque todavía hoy hay quien da por bueno como resultado de una Conferencia de las Partes (COP) el mero hecho del reconocimiento de la gravedad del problema del cambio climático. Pero eso ya está en la agenda desde el 92. En el año 1997 se aprobó el Protocolo de Kioto, el primer gran instrumento legal para reducir las emisiones. Sin embargo, Kioto no obliga a reducir emisiones a los países emergentes, y además Estados Unidos nunca lo ratificó. A pesar de ello, en 2005 entra en vigor, una vez que ha sido ratificado por 55 países que suponen el 55% de las emisiones globales en aquel momento. No tardó mucho en quedarse pequeño por el aumento de emisiones de los países emergentes, en especial China y la India.
Por eso en 2007, los países miembros del Convenio adoptan un compromiso importante: el de aprobar un acuerdo justo, vinculante y ambicioso. La cita sería en Copenhague en 2009 (COP15). En este proceso lo que funciona muy bien es ir dejandolas decisiones para futuras citas…pero en Copenhague los jefes de estado no cumplieron su compromiso, y aquella Cumbre acabó en un enorme descalabro.
Desde entonces, y para satisfacción de los lobbies industriales, que torpedean cualquier iniciativa que pueda resultar en una reducción de las emisiones contaminantes, el proceso del Convenio contra el Cambio Climático no ha podido levantar cabeza. Estados Unidos lleva veinte (20) años boicoteando, y poniendo obstáculos. Ahora en Durban se unieron China, India…y así sucesivamente.
Así que el resultado de Durban (COP17) no es ninguna sorpresa. Una enorme flojera recorre a los gobiernos del mundo cuando se trata de hacer frente al cambio cimático. No ocurre lo mismo cuando hay que salvar entidades bancarias, o financieras, a lo que acuden raudos con los bolsillos llenos de dinero público. Pero esto es diferente: se trata de invertir en el futuro de unas generaciones que todavía ni siquiera tienen derecho a voto.
Durban ha puesto una fecha demasiado tardía a la reducción de emisiones: 2020. Según los cientíificos del IPCC, para evitar un cambio climático catastrófico hay que empezar a reducir emisiones en esta misma década. Siguiendo además la evolución de los compromisos, lo decidido en Durban tampoco es garantía de que se vaya a cumplir, así que seguimos inmersos en la incertidumbre más absoluta.
La falta de voluntad de los gobiernos es tan escandalosa que sólo un puñado de ellos han decidido seguir adelante con un segundo período del Protocolo de Kioto, hasta el momento la única herramienta vinculante de reducción de emisiones.
Mención especial merece la inmoral decisión de permitir que se entierre el CO2 en los países pobres, en la mejor tradición de los años ochenta de deshacerse de la basura en el patio del vecino más pobre.
En definitiva, los acuerdos de Durban mantienen vivo el proceso de negociación, pero no salvan el clima de la catástrofe hacia la que nos dirigimos a buen ritmo. Demasiado poco, demasiado tarde.