Del 11-M al 15-M
La movilización contra la guerra en Irak y la indignación ciudadana ante las mentiras del PP tras los atentados de 2004 fueron precursoras del actual estallido social contra la sumisión del PSOE a los mercados.
Artículo de opinión publicado originalmente en http://goo.gl/4rVQE
Las movilizaciones del 15-M parecen haber pillado por sorpresa a la clase política española. Aunque se repita que la indignación de los ciudadanos es comprensible ante la gravedad de la crisis económica, se percibe claramente que el 15-M es visto por la mayoría de los políticos como un fenómeno inexplicable pues, con sus aciertos y sus errores, ¿no vivimos ya en democracia? ¿A qué pues eso de «Democracia real ya»? El conformismo con el orden establecido ha calado, al parecer, tan profundamente en nuestros dirigentes, incluso en quienes se proclaman de izquierdas, que se ha abandonado todo análisis histórico. Si no, resulta difícil de explicar que no se haya puesto en perspectiva histórica lo ocurrido en este último mes en España para intentar comprender por qué los ciudadanos de una democracia reclaman a gritos precisamente eso que se supone que ya tienen: democracia.
El 15-M no nació el día 15 de mayo de 2011, aunque a ese día deba su nombre, sino que su historia se puede rastrear, como mínimo, a lo largo de la última década de protestas sociales en España. La suya es pues la crónica de un estallido anunciado.
Basta tomarse la molestia de buscar en youtube.com las imágenes de las protestas populares tras los atentados del 11 de marzo de 2004. En las concentraciones que tuvieron lugar entonces ante las sedes del PP, para denunciar la manipulación informativa que seguía intentando achacar a ETA los atentados con la vista puesta en las elecciones a punto de celebrarse, se pudieron escuchar muchos de los gritos que en este último mes se han oído en toda España. En particular uno que se ha convertido en verdadero mantra del 15-M, el que dice: «Lo llaman democracia pero no lo es».
Las movilizaciones del 11-M, como las del 15-M, tuvieron lugar en pleno periodo electoral. Ambas fueron recciones ante situaciones de crisis y perturbaron ese monumento a la inutilidad que es el llamado «día de reflexión», un concepto con más tintes de ejercicios espirituales que de capítulo democrático. Pero lo han hecho dándole, paradójicamente, un valor reflexivo. Porque lo que reclamaban los manifestantes del 11-M era precisamente información veraz para poder reflexionar de verdad. Y lo que han pedido los del 15-M ha sido una reflexión que fuera más allá del sentido del voto en una elección concreta, que tomara en cuenta el rumbo emprendido por nuestra sociedad tras la crisis de 2008. Nada más lógico que uno de sus carteles anunciara, tras decidir abandonar la Puerta del Sol, que «nos trasladamos a tu conciencia».
Sin embargo, tanto unas protestas como otras han sido interpretadas casi exclusivamente en clave electoral (¿a quién favorecen, a quién perjudican, quién las provoca, para qué lo hace?), con una falta de miras y de proyección estratégica de la vida común que resultan desoladoras. ¿Es esa toda la reacción de que son capaces nuestros dirigentes? ¿De veras que la única autocrítica posible es la de decir que no se ha sabido explicar a la ciudadanía las políticas emprendidas? ¿De verdad se piensa, en este mundo hiperconectado y denominado de «la información», que los ciudadanos son tan estúpidos como para no comprender lo que sus gobernantes hacen?
Si algo, precisamente, ha llamado la atención en las maratonianas asambleas de la Puerta del Sol y en los documentos esgrimidos por el 15-M ha sido precisamente el nivel de los debates y la calidad de los análisis y las propuestas (vale la pena leer el documento contra el Pacto del Euro en www.democraciarealya.es/tmp/19j/DRYcontraelPactodelEuro.pdf). No estamos, pues, ante un movimiento de indignados desde la ignorancia sino desde el conocimiento. Indignados con conocimiento de causa.
Se trata de personas que están poniendo en cuestión, en mayor o menor medida, el sistema económico establecido (el lema de la manifestación del pasado 19 de junio fue elocuente: «Contra la crisis y el capital») y que lo están haciendo precisamente en nombre de la democracia. Los mercados aparecen como el mayor enemigo de la soberanía popular, que es la base de la misma. Y así se rompe con el sofisma que identifica democracia con sistema capitalista (por si no bastara el hecho de que la democracia naciera en la Grecia clásica, 2.000 años antes de la aparición del capitalismo).
Lo que las movilizaciones del 15-M vienen a señalar, en mi opinión, es la rebelión de una buena parte de la sociedad contra una nueva forma de despotismo que, utilizando las elecciones, reformula la vieja máxima del despotismo ilustrado («todo para el pueblo, pero sin el pueblo») para gobernar en nombre del pueblo, pero sin el pueblo. Más aún, haciendo muchas veces exactamente lo contrario de aquello que se prometió al pueblo para conseguir su voto legitimador.
Es ese divorcio entre discurso y práctica, esa reducción de los ciudadanos a convidados de piedra de la democracia, la que cabe pensar que ha ido germinando el proceso histórico de creación del 15-M. Un proceso lleno de desencuentros sonados: el referéndum para integrarse en la OTAN convocado por el PSOE tras oponerse antes a esa integración; el apoyo del Gobierno del PP a la declaración de guerra a Irak, en la célebre reunión de las Azores, con un 90% de la población en contra de la guerra; la manipulación de los atentados de 2004 por el PP para intentar ganar las elecciones y para desgastar después al PSOE, tras tanto pregonar la unidad antiterrorista; la sumisión del Gobierno del PSOE al dictado de recortes sociales promovido por los mercados internacionales; la entrega de gobiernos y alcaldías al PP por parte de Izquierda Unida después comprometerse a cerrar el paso a la derecha… La palabra de los políticos ha perdido toda credibilidad, malbaratada en el puro oportunismo y en la incapacidad de desarrollar las políticas necesarias para mantenerla.
El 15-M ya ha demostrado que critica por igual a los partidos de derechas y de izquierdas, pero en tanto que movimiento de masas y por su puesta en cuestión del orden económico establecido su existencia afecta especialmente a la izquierda.
El castigo al PSOE no ha sido pues por sus pecados ideológicos, como algunos pretenden interpretar, sino por sus pecados materiales: por convertirse en el ejecutor de los recortes sociales dictados por los mercados. Y bien se lo han recordado al invocar la actitud islandesa de consultar al pueblo y de negarse a pagar las deudas contraídas por los especuladores.
La democracia nunca ha entrado en la esfera económica. A los trabajadores se les da el derecho a intentar defender sus salarios y condiciones de trabajo, pero no a participar en las decisiones que después van a redundar en la existencia misma de esos derechos o de ese trabajo. Algo sobre lo que el 15-M también ha insistido al plantear la necesidad no solo de controlar a la clase política sino también de avanzar hacia una democracia social y económica.
El problema es que el triunfo de un capitalismo despiadado y sin límites ha terminado por integrar la totalidad del sistema político como un elemento más del juego de los mercados. Ya no se especula solo con mercancías y dinero, también se especula con naciones enteras, con Gobiernos y derechos. Y la construcción de organizaciones supranacionales está ofreciendo el marco para que dicha integración especulativa se convierta en ley.
A este paso, la puesta en cuestión del orden económico puede terminar suponiendo la puesta en cuestión del orden político y legal. Es decir, la puesta en cuestión de todo el sistema. Por eso no es extraño el recurso a la desobediencia civil. Es el instrumento lógico para romper la lógica de un sistema.
Que se haya optado por la «no violencia» refuerza la sensación de estar ante una indignación con conocimiento de la propia historia de las protestas sociales, que ha sacado lecciones de las dañinas consecuencias de emprender vías violentas. Pero la violencia es compañera frecuente de la desesperación y si el 15-M ya ha empezado a tomar nota de eso, sería bueno que la clase política española la tomara también, porque una sociedad a la que no se ofrece más salida que la aceptación del sufrimiento y cuyas reivindicaciones no son atendidas está condenada a hundirse en el desespero. Pedir democracia real es un grito de alerta y un gesto de responsable participación en la vida política, un ejemplo de esa responsabilidad ciudadana que, desde la transición, es el gran tesoro de la maltrecha democracia española.
José Manuel Fajardo, escritor, es autor de la novela El converso.