Pablo Simon Desde que comenzó la crisis económica y política en España ha sido común escuchar a líderes de opinión, políticos e «intelectuales» de todo pelaje hablar de que estamos en una dictadura, en un Estado policial, que vivimos oprimidos por los mercados (que ponen y quitan gobiernos), por Angela Merkel o incluso por un Ejecutivo golpista. También tenemos quienes hablan de soviets urbanos en Madrid, de ciudadanos ignorantes votando a partidos populistas o de ilegítimos «pactos de perdedores». Puede que el sentido de la barbaridad se haya reorientado pues tenemos cuatro partidos —gracias a d´Hondt—, pero no parece que retrocedan estas ideas y talantes, quizá más extremos en las redes. En este tiempo de dificultades se ha vuelto a poner de moda el conspiracionismo. El recurso del utopismo arrogante, en el que es inevitable que quien opina diferente sea o bien un tonto o bien un malvado.
Una frase que me dijo un amigo una vez es que nuestro país había tenido demasiados Antonios Machados y ningún Max Weber, y creo que resumió muy bien una idea interesante. Quizá sea una opinión personal, pero es difícil no tener la sensación de que en España hemos tenido una larga trayectoria de idealización de nuestros males y virtudes pero hemos carecido de análisis que se centren en los conceptos, en las causas y consecuencias, en las motivaciones, en el estudio concienzudo de los fenómenos humanos. En lugar de hablar de cuestiones concretas, gustamos de despejar la pelota por elevación para ir al campo de los principios, uno en el que todo el mundo se siente más cómodo desde su respectiva trinchera. El neonoventaichismo, tan dado a manifiestos regeneradores aderezados con citas de Ortega y Gasset, no hace más que demostrar lo que cuesta muchas veces levantar la vista para ver qué ocurre más allá de La Junquera.
Nuestro país ha sido un terreno yermo de científicos sociales, en parte por la coincidencia del franquismo con el momento en el que estas disciplinas comenzaron a florecer en Europa. Es probable que eso lo estemos pagando hoy, explicando el campo del «debate de las ideas» y el tipo de intelectualidad predominante.
La prenda más habitual de la que están envueltos aquellos que se mueven en esta intelligentsia, que Sanchez-Cuenca describe aquí como «desfachatez intelectual», es la actitud crítica, rotunda y con un aire pesimista imposible de contentar, pues para ellos cuanto hacen el resto no son sino victorias pírricas. Este es el tipo de intelectualidad que opera en el campo de lo normativo (de los valores) y que se encarga insistentemente de recordarnos que existe un orden social superior, una sociedad mejor de aquella en la que estamos cómodamente instalados. Son los que nos recuerdan cómo Pokemon Go y el fútbol nos narcotiza frente a una verdad revelada ahí fuera. Este perfil de intelectual es justamente del tipo que salta de manera habilidosa entre la dicotomía del ser y del deber ser. Es decir, el que subraya lo incompleto e imperfecto de la sociedad presente y que sabe presentar de manera precisa cual es el óptimo estado en el cual el mundo debería encontrarse.
Sin embargo no deja de ser llamativo que este tipo de personas consideren —en su mayoría— que tienen una total exención en las responsabilidades que se derivan de llevar sus ideas a la práctica. Dado que bucean dentro de un mundo en el cual no existen restricciones, el prístino mundo de los valores morales, de las ideas, de las opiniones, parece desprenderse que sus buenas intenciones y juicios son excusa para todo. Fiat justitia et pereat mundus.
Se puede ver fácilmente el contraste si miramos a esta reciente cruzada contra «los expertos». Sean lo que sean los expertos, pues el concepto es bastante elástico según el usuario. En todo caso, baste recordar el épico fracaso de Nate Silver cuando dijo que Donald Trump jamás lograría la nominación. O cómo el exministro de Educación de Reino Unido, hecho sintomático, dijo que su país ya había tenido bastante de expertos. El mito persistente también, aquí repetido, del fracaso de las encuestas en su referéndum de la UE —pues quienes fallaron fueron las casas de apuestas y opinión publicada, los expertos en comportamiento electoral dudaron toda la campaña—. O el fracaso, este sí indudable, de los sondeos preelectorales en España y que ha llevado a algunos a hablar de la mayor sabiduría del hombre de la calle sobre el sociólogo pertrechado de iPads.
Digo que se vea el contraste porque, afortunadamente, ya sea en pronóstico o en hechos, a estos supuestos expertos sí se le puede pedir que rindan cuentas. Dicho de otro modo, que hay unos hechos objetivos que permiten contrastar la validez del análisis. Creo que esta es una ventaja fundamental para mejorar la discusión pública. Cuando en El juicio político de los expertos, de Philip E. Tetlock, se aborda su estudio de doscientos ochenta y cuatro expertos en política entre 1984 y 2003, se apunta que justamente aquellos expertos que más acertaban —y también quienes menos figuran en los debates— son aquellos menos taxativos e ideologizados, los que elaboraban más los argumentos, los más abiertos a la incertidumbre. Los zorros en términos de Isaiah Berlin. Y ojo, porque no todos los científicos sociales cuando intervienen en el debate lo hacen como tales, pero sí podemos levantar, gracias a esta inevitable caducidad de cualquier pronóstico, un dique contra lo rotundo.
Sin embargo, cuando se critica a los «expertos» y se dice que se vayan todos, parece que hay quien propone un modelo en el que la doxa sea la base, en el que las opiniones —que parece que son libres— no deban ser fiscalizadas. El eterno retorno a la inflación normativa. Opinar es gratuito y nadie pide cuentas sobre la consistencia interna y externa de cuanto se dice.
Sin embargo, cada vez tenemos un cuerpo más vigoroso de ciencias sociales que estrecha el margen para que estos enfoques salgan indemnes. Un tema no menor, por cierto. Ahora podemos traer evidencia e intentar estimar con más o menos certeza cuáles son las consecuencias planeadas (y las que no) de tomar determinadas decisiones acorde con esos principios. Ya no existen excusas por las que la operatividad del deber ser no pueda ponerse a prueba y es posible llevar sus valores hasta sus consecuencias prácticas. Supongo que esto resulta terrible para quienes han tenido bastante de expertos, pero harán bien los gobiernos en llamar a sociólogos para implementar la renta básica o a economistas para intentar estimar lo que crecerá el PIB el año que viene. Esta «técnica» no puede reemplazar la política como elegir en un pluralismo de valores, pero su aplicación sí se puede contrastar porque tenemos saber acumulado de lo que pasa en otras situaciones, en otros contextos.
Entiendo que más allá del argumento de fondo existe la pugna por unas sillas limitadas. Decía Upton Sinclair que es difícil conseguir que una persona entienda algo cuando su salario depende de que no lo entienda. Sin embargo, sigo pensando que para un buen debate público es fundamental ligar el mundo del deber ser con el del ser y, particularmente, el valor añadido que suponen las ciencias sociales en este punto. Por supuesto, cuando se hace bien, pues no pocas veces caemos en los peores vicios, ejerciendo más de opinólogos que otra cosa. La crítica probablemente más merecida y que menos se ha apuntado. Aun así, los intelectuales en un sentido amplio —los líderes de opinión si se quiere— tienen una importante responsabilidad que asumir, del mismo modo que la ciudadanía tiene la obligación de demandársela. Es lícito operar en el mundo de ideas y valores pero que en un ánimo de contribuir a la mejora de la sociedad es obligado pensar en las implicaciones que tiene ponerlas en práctica. No creo que sobre nadie en este empeño.
*Publicado en jet Down