Antonio Manuel
Publicado en El Día de Córdoba 8/03/2009
La palabra es un acuerdo colectivo sobre el nombre de una cosa que ya existía antes de la palabra. En consecuencia, una perfecta comunicación exige que los usuarios de un idioma suscriban el mismo convenio marco. Si alguien me pide agua y yo le lleno un vaso del grifo que él termina bebiendo, será porque ambos dimos por bueno el mismo concepto de agua. Pero si la rechaza y me la pide embotellada, será porque el otro se somete a un convenio semántico diferente al mío. Para evitar estos conflictos con palabras mayores como economía o democracia, los empresarios del lenguaje derogan de hecho los diccionarios con el colaboracionismo de los usuarios. Repiten y repiten el significado incierto hasta hacernos creer que sólo existe el agua embotellada y que el agua del grifo no es agua.
Economía significa administración prudente de los bienes escasos. Por eso en los economatos se ofertaba tan poca comida para los muchos hambrientos que hacían cola. Pero los consumidores del primer mundo disfrutan y no cuestionan su monopolio planetario del bienestar, porque llaman economía a justamente lo contrario: la ciencia esotérica que proporciona una fe ciega en la existencia inagotable de recursos. Aquí y ahora lo tengo todo, porque aquí y ahora lo es todo. Esta maquiavélica ecuación convierte la crisis en una insuficiencia pasajera. En otra mentira.
Algo parecido ocurre con la palabra democracia. A todos nos enseñaron que significa poder del pueblo. Quizá en teoría, pero no en la práctica. Poder y pueblo son hoy palabras fósiles. Como dice José Antonio Marina, “poder es un infinitivo que ha olvidado su dinamismo originario al convertirse en sustantivo. Se ha cosificado.” Como un sillón. Y son precisamente los políticos que los ocupan quienes nos han hecho olvidar que el poder auténtico reside en cada uno de nosotros en la medida que queramos ejercerlo. En la moderna y eufemística “sociedad civil”. Término empleado premeditadamente como antónimo de las sociedades con poder: religiosas, militares y mercantiles. Dicen que esta “sociedad civil” no existe, que está desvertebrada. De nuevo mienten. Lo hacen para negar la existencia del pueblo. Una palabra en desuso, anticuada. Como una cinta de video. Pero el pueblo no tiene que demostrar su existencia. Es. Porque no estamos en democracia: la democracia está en nosotros.
¿Y qué democracia? ¿La que han secuestrado los partidos políticos? ¿Las multinacionales? ¿Los bancos? No. Esta democracia no es la democracia. Es sólo una parte de ella (representativa) que ha fagocitado a la otra (directa), igual que clinex hizo con los pañuelos de papel. Y ni siquiera eso. La democracia representativa no es democracia en sí misma, sino una mera herramienta de delegación y ejercicio del poder popular. Los parlamentos deber ser fiel espejo del pueblo soberano al que representan. Y no lo son. Como tampoco las palabras son espejo de lo que verdaderamente significan. Decía Céline que nunca se desconfía bastante de las palabras. Mi utopía política consiste en confiar al menos en la palabra democracia.