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Democracia y justa indignación

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Adela Cortina.El País. 24/07/2011.En un reciente artículo publicado en este mismo diario, Antoni Doménech y Daniel Raventós proponían alternativas viables para ayudar a salir de este caos económico y político, que perjudica a todos, pero especialmente a los más débiles. No puedo estar más de acuerdo, y quisiera insistir en que hay alternativas a lo que sucede, alternativas que pasan por construir democracias auténticas y por dar cuerpo con nuevas fórmulas al Estado Social de Justicia, la gran aportación de Europa. En ello y en el diseño de una gobernanza global creo que nos jugamos el futuro. En lo que hace a la democracia, sería el momento de instaurar una bien entendida democracia deliberativa.

La democracia deliberativa es representativa, sabe que el mejor modelo consiste en la participación del pueblo en los asuntos públicos a través de representantes elegidos, a los que pueden exigirse competencia y responsabilidades. Pero exige llevar a cabo al menos cuatro reformas: perfeccionar los mecanismos de representación para que sea auténtica, dar mayor protagonismo a los ciudadanos, tratar de asegurar a todos al menos unos mínimos económicos, sociales y políticos, y propiciar el desarrollo de una ciudadanía activa, dispuesta a asumir con responsabilidad su protagonismo.

En lo que hace a la primera tarea, conseguir una mejor representación no es fácil, pero cabría ir proponiendo sugerencias como asegurar la transparencia en la financiación de los partidos para evitar la corrupción; confeccionar listas abiertas, que permiten a los ciudadanos no votar a quienes no desean y quitan fuerza a los aparatos, evitando en cada partido el monopolio del pensamiento único; eliminar los argumentarios, esos nuevos dogmas a los que se acogen militantes y medios de comunicación afines, impidiendo que las gentes piensen por sí mismas; prohibir el mal marketing partidario, que consiste en intentar vender el propio producto desacreditando al competidor, olvidando que el buen marketing convence con la bondad de la propia oferta; penalizar a los partidos que, al acceder al poder, no cumplen con lo prometido ni dan razón de por qué no lo hacen; acabar con la partidización de la vida pública, con la fractura de la sociedad en bandos en cualquiera de los temas que le afectan; propiciar la votación por circunscripciones, favoreciendo el contacto directo con los electores.

Estas serían algunas propuestas para mejorar la representación, pero la buena representación, con ser esencial, no es el único camino para que los ciudadanos expresen su voluntad.

Es necesario multiplicar las instancias de deliberación pública, en comisiones, comités y otros lugares cualificados de la sociedad civil, impulsar las «conferencias de ciudadanos», y abrir espacios para que las gentes puedan expresar sus puntos de vista. Este es el espacio de la opinión pública -no solo publicada-, indispensable en sociedades pluralistas, que hoy se amplía en el ciberespacio, pero sigue reclamando lugares físicos de encuentro, de debate cara a cara, porque nada sustituye la fuerza de la comunicación interpersonal.

Un paso más consistiría en delimitar, como mínimo, una parte del presupuesto público, y dejarla en manos de los ciudadanos para que decidan en qué debe invertirse, mediante deliberación bien institucionalizada y controlada, aprendiendo de experiencias como las de Porto Alegre, Villa del Rosario, Kerala y una infinidad de lugares no tan emblemáticos a lo largo y ancho de la geografía. Y someter a referéndum cuestiones vitales para la marcha del país, siempre que hubiera amplios debates sobre los temas en discusión, con la inclusión de conferencias de ciudadanos.

Todo esto tiene sentido, claro está, asegurando a todos al menos unos mínimos cívicos, económicos y políticos, que es a lo que se compromete el Estado Social de Derecho, que es el nombre político del país en el que vivimos, y propiciando que exista una ciudadanía activa, consciente de sus derechos y también de sus responsabilidades.

La meta consiste, como es obvio, en ir consiguiendo que los destinatarios de las leyes, los ciudadanos, sean también sus autores, a través de la representación auténtica y la participación de los afectados.

Algo así es lo que promete el término «democracia», que usamos para el mejor sistema de gobierno experimentado hasta la fecha. Pero cuando las promesas no se cumplen, cuando hay un abismo entre las expectativas legítimas y las realizaciones porque el paro es escandaloso, aumenta la pobreza, las hipotecas no se pueden pagar, se deteriora la sanidad pública, crece la corrupción, se destruye la separación de poderes, se «fugan» a Alemania o Estados Unidos los mejor preparados y Bildu ocupa puestos de responsabilidad pública, surge la indignación en muy diversos sectores, y no cabe decir que las gentes se desinteresan de la política: se desinteresan de un modo de funcionar la política al que no le importan sus problemas.

Sin capacidad de indignación -decía Nancy Sherman- podemos no percibir las injusticias. Pero una vez percibidas, con sentido de la justicia, se hace necesario buscar los caminos para acabar con ellas y tal vez la democracia deliberativa sea un buen mecanismo para ello.

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