Antonio Muñoz Molina.El País.08/01/2011.
En España los debates de la Ilustración no acaban nunca de pertenecer al pasado. En el siglo de Internet y de Google nos rejuvenece la necesidad de seguir vindicando principios que ya eran de sentido común en la época de las pelucas empolvadas. La sombra siniestra de Fernando VII se siguió prolongando sobre nosotros hasta bastante después de la agonía del general Franco. Y ya éramos adultos los que todavía andamos por el medio siglo cuando se establecieron con alguna firmeza en nuestro país algunas de las libertades de la revolución francesa o la revolución americana. Que en España haya corridas de toros y alegres fiestas patronales en las que con subsidio y bendición oficial son martirizados animales indefensos es una anomalía tan escandalosa como que los centros educativos de la Iglesia católica sean sostenidos por el dinero público o como que en las solemnidades religiosas de dicha confesión participen con regularidad e incluso con fervor representantes políticos de un Estado legalmente aconfesional. En el siglo XVIII monarcas ilustrados prohibieron la fiesta de los toros: en el siglo XXI su descendiente directo asiste jovialmente a las corridas y las preside a veces con la adecuada pompa, siguiendo el ejemplo del más torvo de sus antepasados, su majestad Fernando VII, que al mismo tiempo que suprimía por decreto las universidades restablecía la Santa Inquisición y las corridas de toros. Jovellanos reflexionaba hace más de dos siglos sobre la necesidad de aliviar la barbarie y la ignorancia españolas suprimiendo las diversiones públicas más brutales y más sanguinarias: en 1992 un Gobierno socialista promulgó un nuevo reglamento taurino en el que se autorizaban las llamadas banderillas de castigo y en el que se suspendía la prohibición a los menores de catorce años de asistir a las corridas. Todo un vicepresidente del Gobierno, Alfonso Guerra, daba ejemplo llevando a su hijo pequeño a los toros. A Jovellanos, y a los ilustrados de casi todas las generaciones posteriores, los obsesionaba la escasez de medios que podían dedicarse a la enseñanza, y la necesidad de elevar el nivel educativo de las clases populares como camino imprescindible hacia la justicia: el año pasado, en una época de graves recortes sociales, la llamada fiesta nacional recibió subvenciones por valor de seiscientos millones de euros, y la Junta de Andalucía siguió dedicando una parte de sus recursos y sus esfuerzos educativos a promover el conocimiento del mundo taurino entre los alumnos de los institutos, dado que se venía observando un alarmante declive en la afición a esa seña de identidad tan andaluza entre las nuevas generaciones: en 2009, más de 1.600 alumnos de 29 institutos de secundaria visitaron ganaderías y asistieron a novilladas.
Con frecuencia la etimología de las palabras ilumina su significado más profundo. Crueldad, explica Mosterín, proviene del término latino cruor, que significa «sangre derramada». El espectáculo de la sangre derramada en público y por diversión es una antigua tradición europea que viene al menos de las peleas de gladiadores y las matanzas de animales salvajes en los circos de Roma. El regocijo ante la crueldad fue siempre un rasgo de las multitudes ignorantes convertidas en chusma dócil bajo el arbitrio de los déspotas. Como los brutales alcaldes españoles del siglo XXI que gastan el dinero público en el tormento de vaquillas acosadas por hordas de borrachos, los poderosos de Roma distraían a la plebe con el jolgorio de la sangre derramada. Mosterín hace una enumeración desoladora de los espectáculos de crueldad que amenizaron las ciudades europeas hasta la última ejecución pública de un condenado a muerte, que tuvo lugar en París en 1939: los ahorcamientos, las decapitaciones, las quemas de herejes y de brujas, y al mismo tiempo el suplicio de los animales, en los que hasta principios del siglo XIX España no fue una excepción: las peleas sanguinarias de perros contra osos o toros en Inglaterra, la quema a fuego lento de gatos sospechosos de brujería, la quema o desollamiento de las plantas de los pies de los osos para hacer que pareciera que bailaban. En Madrid, en el siglo XVII, un entretenimiento de la realeza era lidiar a caballo a un toro y luego dejarlo que se despeñara en los barrancos del Alcázar que daban al Campo del Moro.
Un sofisma bastante rancio que esgrimen quienes hacen burla de la sensibilidad hacia el sufrimiento de los animales asegura que éstos no pueden tener derechos, ya que no tienen deberes. Quienes lo usan andan más cerca de la escolástica medieval que de los avances de la neurociencia, por no hablar de las intuiciones milenarias sobre el parentesco profundo entre los seres vivos, confirmadas ahora por el desciframiento de los genomas. Entre las muchas cosas que he aprendido en el libro de Mosterín está la falacia misma del nombre del toro bravo: los toros, como todos los mamíferos herbívoros, han desarrollado como estrategia evolutiva de supervivencia no la agresión, sino la huida. Embisten no por instinto, sino por aturdimiento y por pánico, y por el dolor terrible que les produce el hierro de la vara de picar y de las banderillas. La cuestión no es si esos animales con los que compartimos la capacidad de temer y de sufrir tienen derechos o no: es en qué medida nuestra humanidad consiente que se les someta a tortura por diversión. La misma oleada civilizadora que trajo consigo la vindicación de los derechos humanos, la igualdad de las mujeres, el final de la esclavitud, llevó al descrédito y a la abolición de la mayor parte de espectáculos sanguinarios. La Royal Society for the Prevention of Cruelty to Animals se fundó en Inglaterra casi al mismo tiempo que llegaban a Londres los primeros exiliados liberales españoles y que Fernando VII restablecía las corridas de toros y la Inquisición.
Uno se acuerda de la mirada de abatimiento de Jovellanos cuando lee el relato de la manera atroz en que se martiriza en Tordesillas o en Coria a las vaquillas como parte de fiestas oficiales, o el cinismo oficial de las autoridades catalanas protegiendo la brutalidad de los toros embolados en los pueblos del bajo Ebro, o imaginando el catálogo de crueldades que se cometerán cada año en los tres mil festejos con suelta de toros que se celebran tan solo en la Comunidad Valenciana. Quizás la Ilustración habría avanzado más en nuestro país si quienes gobiernan no se pusieran tantas veces de parte del oscurantismo.
antoniomuñozmolina.es A favor de los toros. Jesús Mosterín. Laetoli. Pamplona, 2010. 128 páginas. 12,50 euros