La división de las tareas espectaculares conserva la generalidad del orden existente (Guy Debord, La sociedad del espectáculo).
Juan José Gómez: “En todas las revoluciones anteriores” -escribía Rosa Luxemburgo en la Rote Fahne del 21 de diciembre de 1918- “los combatientes se enfrentaban a cara descubierta: clase contra clase, programa contra programa. En la revolución presente las tropas de protección del antiguo régimen no intervienen bajo el estandarte de las clases dirigentes, sino bajo la bandera de un partido social-demócrata. Si la cuestión central de la revolución fuera planteada abierta y honradamente: capitalismo o socialismo, ninguna duda, ninguna vacilación serian hoy posibles en la gran masa del proletariado.”
Así, días antes de su asesinato, Luxemburgo descubría el secreto de las nuevas condiciones creadas a partir de la proclamación de la república parlamentaria alemana: la organización espectacular de la defensa del orden existente, el reino social de las apariencias donde ninguna cuestión central puede ser ya planteada abierta y honradamente. Los partidos democráticos, de los cuales la socialdemocracia alemana puede considerarse origen y modelo organizativo, habían terminado por convertirse a la vez en actor principal y resultado central de una descomunal falsificación política.
Comienza la precampaña de las elecciones municipales y se engrasan las maquinarias de los partidos, se proclaman candidatos y se multiplican las notas de prensa, las vallas publicitarias, los folletos en los buzones, carteles, pegatinas, camisetas, bolis, globos y gorritas, señoras y señores trajeados estrechando manos por plazas y mercados, actores de moda pidiendo el voto…, y leemos y escuchamos que es necesario movilizarse, que el momento lo requiere, que la crisis exige acudir a las urnas masivamente y, lo que es más, es tiempo de alternativas: Izquierda Unida y su refundación; ICV y Espacio Plural; el PP y la alternancia de Arenas al alcance de la mano; el PSOE y su segunda modernización; la irrupción institucional de UPyD… Y en medio de todo esto los sindicatos y su huelga general “sin ánimo de molestar”. Llama la atención el continuo intercambio de papeles, la circulación de un espectro cada vez más limitado de conceptos y la forma en que los políticos presentan esos conceptos inmediata y naturalmente identificados con sus siglas y sus aparatos. Y en el fondo el discurso se reduce a cuál de los partidos mayoritarios va a gobernar y con qué bisagras.
¿Quién podría sorprenderse, entonces, de la indiferencia popular? ¿A dónde conduce esa indiferencia? Un reciente manifiesto de profesores universitarios contra la crisis señalaba que se había acotado el debate público de tal manera que era imposible discutir del asunto en sus justos términos, evitando así tratar cuestiones centrales como, por ejemplo, el de la propiedad del capital. A mí, por otra parte, esa afirmación me hace pensar en el modo en el que se acota el debate político general, lo cual conduce a la esencial identificación de los partidos, y me lleva a reflexionar sobre los mecanismos de administración del poder político en un sistema de partitocracia burocrática.
¿En qué sentido podemos interpretar la máxima popular de que todos los políticos son iguales? En primer lugar, con referencia a la identificación absoluta de las organizaciones políticas con el aparato del Estado. En los partidos existe una creencia derivada de su propia práctica que afirma que toda la política debe ser institucional, y ello parece demostrar el hecho del control democrático efectivo de los asuntos públicos: ningún partido plantea un programa más allá de las instituciones cuya forma aparentemente neutra, por otra parte, es la que fija los términos de su actividad y acota los discursos políticos de un modo que termina por equipararlos todos. Cualquier partido que pretenda acceder a la representación institucional debe respetar las reglas del juego o desaparecer, porque su propia supervivencia como organización, desde la perspectiva financiera y de visibilidad social, depende esencialmente de contar con representación institucional y, en suma, fundirse con el aparato del Estado. No son organizaciones sustentadas en la sociedad civil sino en su no existencia. Su dinámica parece similar, en un movimiento inverso como el del reflejo de un espejo, a la antigua nomenclatura soviética, que de la noche a la mañana se convirtió en dirigente de los diferentes partidos parlamentarios rusos con una facilidad mucho más sorprendente que el propio colapso aparente del sistema.
Es imposible saber cuántos cargos de confianza o libre designación existen en las administraciones públicas y mucho menos en la trama de agencias, empresas públicas, entes y organismos autónomos y similares, por no hablar de las empresas pesebreras relacionadas con los partidos que operan a la sombra de la opacidad administrativa y la descomposición de la justicia. Lo evidente es que se trata de prácticas y recursos que todos, sin excepción, emplean por igual y el número de colocados, sumado al personal de los partidos mismos y a los aspirantes a tal condición, corresponde a la mayoría absoluta de su militancia conjunta o, al menos, a la totalidad de sus cuadros.
Evidentemente la cuestión va mucho más allá de una llamada a la austeridad presupuestaria. Por supuesto, todo esquematismo es falso y la división aparente en la clase política muestra de por sí contradicciones reales e intereses relativamente opuestos de grupos o clases o subclases que no obstante aceptan las reglas del juego y buscan negociar su propia participación en el poder. Pero en conjunto se trata de un sistema esencialmente estanco: ningún partido hace política en la sociedad civil y todos se encuentran (o lo pretenden) fundidos con el Estado mientras mantienen su independencia aparente. La democracia representativa regulada de hoy consiste en una actividad de casta, electoral para todos y plebiscitaria para cada partido, cuya dinámica nunca ha sido perturbada ni mucho menos quebrada en España ni por arriba (los intelectuales) ni por abajo (las masas), a pesar de mitologías populares como la II República, el antifranquismo, la Transición o cualquier otra, y toda organización que históricamente haya reclamado para sí la representatividad de esos grupos aparece ahora como su mecanismo de gestión administrativa (del mismo modo que los sindicatos, por ejemplo, aparecen como representantes de la mano de obra cuando en realidad actúan y son reconocidos como sus dueños por los dueños del capital físico y financiero).
Es en ese sentido en el que me llaman la atención los términos “clase política” y “pluripartidismo”, que edifica su unidad sobre sus contraposiciones mientras esas contraposiciones son contradichas por su carácter unitario esencial. Si se quiere, por sus temas de conversación y sus formas jerárquicas de organización hasta convertir la democracia representativa en espectáculo: “la división mostrada es unitaria, mientras que la unidad mostrada está dividida”, dice Debord en La sociedad del espectáculo, de modo que ahora se trata de examinar de qué modo se despliega esa contradicción espectacular que, de hecho, corresponde a una unidad real: los partidos políticos como fracciones o corrientes del partido único de los políticos. Las alternativas aspirantes a obtener representación institucional no pretenden otra cosa que el ingreso en este club, y de ahí que todos se presenten ante el electorado apelando al voto útil, es decir, a la gobernabilidad o a cómo se puede influir sobre ella desde la condición de bisagra: el Gobierno y la Oposición puramente espectacular terminan por formar una misma cosa, en ningún caso la multiplicidad de programas políticos cuestiona la forma jerárquica y burocrática en la que se administra el poder.
Así reproduce la política la forma de la economía en las sociedades de consumo en una suerte de “parecido de familia” wittgensteiniano: la variedad de mercancías y posibilidades aparentes de elección corresponde a la variedad de opciones políticas, mientras que la dinámica de la división entre productor y consumidor y el propio sistema permanece invariable en todos los casos: igual que no existen productores-consumidores, tampoco existen electores-políticos y, en lo interno, la división entre bases y dirigentes reproduce la división entre trabajo y capital.
Todo elector de a pie que milita en un partido, tipo social cada vez más escaso y desprestigiado, no parece a sus pares hoy en día otra cosa que un iluso o un mitómano y, en cualquier caso, milita sólo por una identificación genérica y pasiva con las ideologías, pasiones o sentimientos que administra el partido, pero no participa de facto desde su organización en la gestión institucional ni del propio partido, que queda siempre a cargo de las “cúpulas”. Su rol político es sustancialmente diferente al de los dirigentes y de hecho la diferencia entre uno y otro es, digamos, esencial: a las direcciones de los partidos no se accede hoy en día por elección, porque para ello es necesario manejar una información de la cual las bases no disponen y, además, contar con un aparato y un circuito mediático de presentación de la propia candidatura (liberados, acceso a la prensa, etc.) que pertenece de por sí a la dirección y sobre la que los militantes de a pie no tienen control ni información alguna. De modo que todo acceso a la dirección es co-optación y la elección no es más que la forma ceremonial que toma el acontecimiento.
Por eso me parece que, en estos momentos, cualquier evolución lógica del sistema sólo puede ir en dirección golpista. Si hemos de buscar paralelismos históricos entre el hoy y el ayer, la situación es similar a la de Italia y Alemania en los años 20, donde la esencial relación entre parlamentarismo burocrático y fascismo quedó demostrada por el contraste entre la determinación con la que se reprimió la revolución y la tibieza complaciente con la que el propio sistema se hizo el hara-kiri tras algunos movimientos de salón por parte de los nazis y los fascistas, para renacer en forma de Estado corporativo donde las verdaderas relaciones de poder permanecían intactas. El proceso no mostró otra cosa que la culminación de la lógica partitocrática: gestión eficaz y rigor presupuestario.
Claro, Rafa (Rodríguez), sin duda. Ahora cuéntale eso mismo – particularmente el punto e) – al 30% de estudiantes que abandonan la enseñanza obligatoria o al energúmeno que le dio el navajazo al granadino que llevaba la camiseta de la selección en los San Fermines o a los empresarios que contratan ilegales o al sr. Botín o al 39% de la población masculina española que, por lo visto, paga para tener sexo o a los 9 millones de españoles que viven en situación de pobreza. Y, ya puestos, estaría bien que me explicases a mí qué es eso de una «sociedad de transición». Es que, así a bote pronto, se me ocurre preguntarte: ¿por qué me voy a tener que cambiar de sociedad, si la que me gusta es ésta? Ni de coña, a no ser que sea a base de jarabe de palo, que es, si lo entiendo bien, el aviso del autor del texto. ¿Y quién va a contar con mi opinión si soy pobre, analfabeto o estoy en la cárcel (España tiene proporcionalmente la mayor población presidiaria de Europa)? Nadie, por supuesto, ni los del palo ni los de la zanahoria. En fin, que estamos listos. A seguir bien.
Aunque me parecen válidas algunas de las consideraciones hechas por Rafa, sobre la exposición y considero otras soluciones menos violentas que las que atisbo en el artículo, comparto casi al ciento por ciento la evaluación de los problemas del sistema político (establishment) actual, sólo me ha extrañado, el que no haya expuesto la enorme contradicción de quienes propugnan la república democrática para todos menos para su subsistema de elección interno, que es una oligarquía nobiliaria y la ferocidad con la que defienden la disgregación, en un mal entendido «divide y vencerás», que les asegura un suelo de votos que por la ley D´hom no les reporta los réditos lógicos, pero que a su vez les decapita con un techo inalcanzable a la par que escaso, cuando deberían buscar el pancomunismo o el socialismo o modificar su ideario fundacional.
En cuanto a los sistemas de lucha, propongo la vuelta al trueque, el voto en blanco (no se si mejor boto), el asociacionismo (federado) y la moneda social.
El primer paso, debilita el poder del capital y consecuentemente de la banca, se que genera unos problemas, pero su implantación como evolución natural y no como revolución y la aplicación simultanea de otros métodos de lucha y cambio, los resuelven.
El voto en blanco, niega la autoridad moral de los electos y la dejadez del pueblo, más bien pone en foco la realidad de una sociedad que viaja a gran velocidad hacia un nepotismo desilustrado.
El tercer punto, es la forma más ecuánime y moral de implicar a toda la sociedad y suavizar el gradiente piramidal de las jerarquías (en cierto grado necesarias hasta alcanzar un nivel de formación que permita la autoregulación en el comportamiento individual).
Por último la creación de monedas sociales dentro de las asociaciones e incluso en el ámbito federativo, destruye el sistema hereditario y los derechos de familia, que son la base del diferencial socio-económico actual y sobre todo, rompe las bases a cualquier sistema especulativo.
Con este trabajo y las dos entregas de Movilizacion y huelga,se comprueba que el pesimismo irredento anida y de manera profunda. Es de Preocuparse la confusion entre hacer politica y gestionar los asuntos publicos y lo mismo que la acotacion del discurso politico cuando es mas vivo que nunca.Es cierto «las muchas apariencias «los defectos de los partidos y sindicatos,corporativismo,cooptacion,el fenomeno de la corrupcion etc,(las muchas apariencias) y la aparicion de fenomenos nuevos en nuestras sociedades y en las nuevas generaciones:nuevos modelos de produccion,nuevos modelos laborales y sociales,la manifestacion libre de las libertades individuales y sexuales.No podemos extrapolarlas a la sociedad de los años 20. Estoy con rafa rodrigues la politica de partidos es fruto de la conquista de la democracia,aunque se cuestione por muchos como devaluada.Los nuevos retos requieren plataformas democraticas nuevas que introduzcan cambios estructurales en el modelo economico y financiero actual y en las formas de produccion, hay que contruir el discurso de la nueva izquierda.
La democracia no es un mercado ni los hombres y mujeres una mercancia ,aunque los polos politicos extremos se empeñen en hacernoslo crer.
Aunque la reflexión me parece interesante y prometo destilarla un poco más, me voy a permitir hacerte una acotación:
Rosa Luxemburgo también escribió -hablo de memoria- que lo verdaderamente revolucionario era relacionar los objetivos inmediatos con los objetivos mas profundos. Así por ejemplo, reivindicar frente al paro el comunismo libertario sería como reivindicar aquí en la tierra el reino de los cielos, es decir, pura teología, sin ninguna operatividad social práctica, salvo la pura satisfación individual o la de un colectivo más o menos minoritario.
No se si he comprendido bien los razonamientos lógicos del artículo. Serían:
a) Hay una cuestión esencial es que la lucha de clase contra clase (luxemburgo)
b) Los partidos democráticos encabezados por la socialdemocracia se han convertido en los actores principales del ocultamiento político de lo esencial mediante la organización espectacular (Debord)
c) Todos los partidos son esencialmente iguales (máxima popular) sobre todo porque se identifican con el estado y niegan la sociedad civil y porque no son democráticos.
d) La democracia de las apariencias conlleva al golpismo.
Si esto es así, permíteme que te haga algunas observaciones:
a) Las complejas sociedades actuales de un mundo globalizado producen muchas mas contradicciones multidireccionales que el reduccionismo clase contra clase (¿qué clase?)
b) Más que la política del espetáculo habría que hablar de la sociedad del espectáculo de la cual la política es un subsistema y no una excepción.
c) La democracia y los partidos democráticos son una conquista social de la libertad que tienen valor por si mismo independientemente de sus limitaciones en la sociedad de la desigualdad.
d) El que haya causas que expliquen en última instancia muchas de los problemas actuales no implica que el debate político se centre en los fenómenos a no ser que se reduzca a las discusiones filosóficas de los sabios platónicos.
e) Creo que de lo que se trata sobre todo es de plantear alternativas democráticas para que la mayoría de la población avance conciente y voluntariamente hacia una sociedad de transición en el contexto de las contradicciones entre la sociedad del consumo y la insostenibilidad del sistema.