La guerra, el martirio, la crueldad, la depravación, la desolación, el desamor, la inhumanidad, el terror, la codicia, la infamia, y otras muchas categorías dolorosas o despreciables, siempre han encontrado formas artísticas para su insurgencia, para su salida a escena, para su revelación. Desde que el arte en Europa se libera de las Escrituras, cuya verdad es indiscutible y totalizadora, comienza a vivir en permanente agitación, siempre cuestionado por sus actores y sus espectadores. Los tiempos de convulsión artística que vivimos no son ninguna novedad. Lo diferente ahora es que la marea humana, certificando la visionaria observación de Ortega y Gasset, se ha apoderado del espacio museístico como una envolvente posesiva. Por eso, hoy el arte cuando escandaliza lo hace en voz muy alta. Estupor produce en algunas conciencias la visión de obras de provocadora intencionalidad ética y cuya factura choca con los usos morales dominantes. Recuerdo la polémica que produjo una obra expuesta a la entrada del Monasterio de la Cartuja de Santa María de las Cuevas, incluida en la 1ª Bienal Internacional de Arte Contemporáneo de Sevilla. El bello horror de unos niños ahorcados, soportados por un mástil de bandera. Nadie cometió el infanticidio, no hay torsión ni tensión. No es Jesucristo crucificado en el Gólgota, rodeado de una vociferante multitud, lacerado y exhausto. No reconocemos nuestra cotidianidad en la realidad de la imagen, la cual no responde a nuestra idea de la injusticia, no utiliza la simbología cristiana del martirio, no hay culpables designados por la obra, no adivinamos quién o quiénes son los autores de la ejecución. El espacio hiperrealista es la nada, sin afectación en el entorno, sin barroquismo, sin dolor carnal; nadie siente en la escena escultórica. Pero fuera…, fuera nos repugna y nos asusta.
La escultura provocó una estrepitosa reacción de rechazo abanderada por la Directora General de Infancia y Familia de la Junta de Andalucía, quién solicitó la retirada de la obra arguyendo la impresión dañina que la imagen podía causar en los niños que visitaran la exposición. Como siempre, nuestra arrogancia de adultos nos impulsa a opinar por ellos sin preguntarles que piensan. Niños que están acostumbrados a nuestros fatídicos telediarios de asesinatos sin nombre, de guerras sin muerte, de miseria sin hambre. Niños que adocenamos con la cochambre servida en las horas de máxima audiencia, con la ensalada de zapping en la que se mezclan la amarga impudicia con la avinagrada indecencia. Por eso, califico de hipocresía el ocultamiento, intencionado o no, del conocimiento con fines de dominación, de coerción, de encapsulamiento de la libertad, de abono de la ignorancia, y recuerdo que en Granada se le retiró la ayuda pública al Salón Internacional del Cómic por finalizar con un espectáculo tachado de inmoral por la moral dominadora. La excusa también fueron los niños, entonces la guerra era en Afganistán, donde el símbolo de la depravación era, y es, el trato vejatorio de las mujeres con Burka. Los mecenas públicos de aquel evento se apuntaron al coro vocinglero de la hipocresía y no quisieron ver la moral laica que inspiraba aquella dura performance. Ética laica más libre y diversa, más polémica y contradictoria, nada simple, menos hipócrita. Servida para pensar.
Por lo demás, no debemos obviar que toda la imaginería católica está colmada de cruda violencia, en las iglesias, en los museos, en las casas, y en la calle. Y nadie en este país piensa en evitar que asistan los niños a las procesiones de la Semana Santa, o a los museos diocesanos, en los que el demonio y la sangre conviven en ejemplar comunión. Nuestros ojos se han acostumbrado a mirar las llagas, las pústulas, la piel abierta de vírgenes, cristos y santos. Ellos sufrieron por nosotros y al contemplarlos en las obras de arte nos sentimos culpables de nuestra indiferente humanidad frente a la muerte del Dios hecho hombre. A este arte de inspiración católica, en este país que es Europa, le cuesta la convivencia con la moral laica, con la ética. Y me gustaría creer que en Andalucía, que también es Europa, las manifestaciones artísticas de simbolismo laico caben sin perturbar nuestra racionalidad, pues han sido y son fuerzas civilizadoras. ¿Acaso el niño ahorcado de Mauricio Cattelan no son todos los niños del mundo?, los de Beslán, los iraquíes, ¿no es Jokin?, el niño acosado por el matonismo de sus compañeros, los que mueren de hambruna, ¿no somos todos nosotros autodestruyéndonos sin esperanza ni conmiseración?
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