“Ojalá pudiera mirar por una mirilla qué hace mi niño/a en la clase”. Si eres mamá o papá, seguro que en algún momento has pensado esto mismo.
El colegio, y más concretamente el aula -ese habitáculo de lindes cuadradas; cuadriculantes a mi entender- en la que ocurren cosas misteriosas para el resto de la sociedad, es un organismo vivo, latente, convulso en muchas ocasiones, y apasionante sin duda para quienes tenemos la dicha de cohabitar entre ideas, riñas, abrazos, aprendizajes, desaprendizajes, retos, obstáculos, éxitos, fracasos y, por qué no decirlo, ¡también mocos!
Soy maestra por la gracia de mí misma, por mi esfuerzo y voluntad, pero también sé que hay algo de suerte en ello; tener el privilegio de estar detrás de la inexpugnable mirilla me coloca en una posición de fortuna personal pero también de deuda política y social. Sí, política, no nos engañemos. Lo que ocurre en este “rejodido mundo” (palabras de Galeano) y lo que ocurre en la escuela están íntimamente relacionados. Cualquier movimiento político, en primer lugar, se apodera del sistema educativo, lo blinda y lo ciega a nuestros ojos. En el aula se replican las herramientas que el régimen político de turno decide utilizar para perpetuarse: disciplina, deberes, horarios, normas…ésas nunca cambian, sólo se ponen al servicio de quienes se sirven de ellas.
Es mi deber, como activista política y social, como maestra de vocación y devoción, y como madre igualmente intrigada, contar parte de lo que ocurre ahí dentro. Entre sirenas insoportables y bullicio escolar, se escuchan las voces de nuestros niños y niñas; son las mujeres y hombres del futuro, pero son también las personas del presente. Escuchemos qué tienen que decirnos desde su “exilio” escolar, quizás aprendamos algo.
EL AULA POR LA MIRILLA I
LA ESPAÑA FEUDAL DEL SIGLO XXI
Aula de 6º de primaria. Clase de “sociales” (ahora desvinculada de “naturales” por la inestimable sabiduría de la LOMCE). Mi compañero Wisma Troncoso, maestro irreverente, explica a su alumnado las características del Feudalismo, utilizando un lenguaje cercano y asequible: “Se trata del sistema político que organizaba la vida de las personas en la Edad Media, entre los siglos IX y XV. Existían tres estamentos o clases sociales muy diferenciadas; la Iglesia, que subsistía gracias al dinero que aportaban los siervos y a la posesión de las tierras de las abadías; la nobleza, que eran los señores que no trabajaban y recibían el impuesto feudal de vasallos y siervos, además de poseer también la tierra; y el campesinado, vasallos y siervos que no tenían nada, trabajaban las tierras del clero y los señores, pagaban los impuestos y debían hacer el servicio militar. Bla, bla, bla, bla, bla….”
Ante la charla, reacciones diversas en la clase: caritas de aburrimiento, de ausentismo (hechizados quizás por el olor a chorizo en la mochila), de relativo interés, de dispersión absoluta…pero levanta la mano N (una preadolescente a doble altura y mirada desconcertante). – “Sí, N, dime”, solicita el maestro. – “pues igual que ahora, ¿no?”
“Igual que ahora…” ¿Quién ha dicho que N no está haciendo, a su edad, la más elevada de las reflexiones políticas?
N, a sus 12 años, encerrada en la mazmorra de 6º de un castillo feudal del siglo XXI, ha sido capaz de abstraerse lo suficiente del sacrosanto libro de texto para elaborar una respuesta que ya la quisieran para sí muchas mentes aplaudidas de la democracia actual.
Tras siglos de luchas y sangre, coincido con N en que poco ha cambiado el asunto. Supuestamente, la Declaración Universal de Derechos Humanos, entre otros textos, y más concretamente nuestra Constitución vertebra todo el entramado social y político que se opone a aquel sistema feudal; ya no existen nobles/señores que se enriquecen con el esfuerzo de los siervos, ni clero adinerado, ni vasallaje sin derechos, ¿o sí?
El lobo ha cambiado el pelaje, pero las corderas seguimos siendo las mismas. El lugar que hace mil años ocupaban marqueses, condes y duques, ahora está concienzudamente habitado por el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional, la Organización Mundial de Comercio, las grandes corporaciones, la Troika, y un larguísimo etcétera de “nobles” que ni siquiera se acercan a la condición de burgueses.
La entonces “encomienda” o relación institucional entre señores y vasallos, era la herramienta política que la nobleza utilizaba para legitimar la subordinación y sumisión del campesinado. Ahora tenemos otras encomiendas. Se me ocurren cientos de ellas, y todas se encuentran bien acomodadas en el sistema democrático actual –el TTIP o el CETA, por ejemplo, intentan hacerse su hueco-; poca gente las cuestiona, porque muy poca gente las conoce, entre otras razones porque la primera encomienda, la más etérea y a la vez más potente, es la que vincula al vasallaje del S XXI con el consumo. Nuestra esclavitud o subordinación de hoy no viene impuesta por ley; ha sido integrada en nuestro ADN durante siglos de esperpéntica liberación social.
Los señores del S XXI lo saben bien, y no van a consentir que nos demos cuenta de ello, por eso también se hacen con el control de los medios de comunicación de masas, de los gobiernos (siervos al fin del mismo señorío) y, por supuesto, de las escuelas, donde se controla dónde hay que estar, a qué hora has de llegar e irte, qué debes saber, a quién debes obedecer y, cómo no, qué has de pensar.
En estos días celebramos vientos nuevos de libertad. Este ilusionante escenario político es una oportunidad que la Historia nos brinda. El corazón activista que durante décadas se ha mantenido latiendo en nuestra tierra, fortalecido por el bypass del 15M – las revueltas del campesinado de entonces- , asiste ahora al deseado momento de darse de alta de la marginalidad. ¿Seremos capaces ahora de destronar a nuestros señores? ¿Haremos el esfuerzo preconizado de legislar desde la gente y para ella? ¿Repensaremos entre todas el feudalismo mutante que nos gobierna?
– “Pues llevas razón, N, toda la razón”, contestó el maestro.
Mar Oliver Mogaburo
Maestra y coportavoz de EQUO Sevilla