Pol Antràs. Nada es Gratis.30/11/2010.
Al final de mi anterior entrada prometí seguir profundizando acerca de las causas de la fortaleza del sector exportador español durante la década de los 2000. Estoy esperando obtener algunos datos a nivel de empresa que me permitan realizar un análisis más detallado que el que ofrecí en octubre. Mientras tanto, hoy me atrevo con una entrada un poco más ligera sobre un tema menos relacionado con mi área de especialización (espero que mis amigos macroeconomistas me perdonen la intromisión).
El objetivo principal de la economía consiste en estudiar y caracterizar el uso eficiente de los recursos escasos de los que disponemos para satisfacer nuestras necesidades. A pesar de que la teoría económica acostumbra a caracterizar la satisfacción de estas necesidades mediante funciones de utilidad que asignan un valor de “felicidad” a las elecciones de los agentes económicos, el particular valor numérico de esa felicidad carece de relevancia a la hora de determinar si una asignación es eficiente o no.
Sin embargo, la rama de la economía del bienestar ha desarrollado técnicas para evaluar el bienestar social asociado con diferentes asignaciones de recursos, lo cual requiere supuestos que permitan comparaciones interpersonales de utilidad o felicidad. Con todas sus limitaciones, estas técnicas abren la apasionante posibilidad de obtener índices de bienestar en diferentes países y diferentes puntos del tiempo.
Bajo ciertos supuestos (sumamente restrictivos), uno puedo mostrar que el bienestar agregado de una economía viene dado por el valor real de su producción y por tanto su bienestar per cápita se puede aproximar mediante su PIB real per cápita. Un ejemplo es el modelo clásico Ricardiano de comercio internacional, donde la utilidad de los agentes económicos depende sólo del consumo de bienes finales, no hay acumulación de capital y todos los agentes económicos tienen la misma dotación de recursos. En el mundo real, no obstante, la felicidad de los agentes económicos viene determinada por multitud de otros factores (esfuerzo laboral frente a ocio, salud, calidad medioambiental, etc.), el consumo no siempre es igual a la producción y existen notables desigualdades en el reparto de recursos entre individuos.
En un reciente artículo, dos de los macroeconomistas empíricos más originales del panorama mundial (Chad Jones y Pete Klenow, de la Universidad de Stanford) proponen un índice de bienestar que intenta ir más allá de simples comparaciones de PIB per cápita entre países y a través del tiempo. El índice tiene serias limitaciones que los autores no dudan en reconocer y que repasaré más abajo. Sin embargo, el artículo es fascinante en el sentido que la metodología desarrollada por los autores intenta aplicar algunos de los avances de la macroeconomía cuantitativa de las últimas décadas para introducir correcciones explícitas por diferencias (entre países y a través del tiempo) en consumo frente a producción, ocio frente a oferta laboral, esperanza de vida y desigualdad en la distribución del consumo entre agentes (en este último punto, los autores invocan al famoso velo de ignorancia de John Rawls para simplificar el problema de agregación en sus cálculos).
¿Qué conclusiones se derivan del estudio? En primer lugar, el índice de bienestar construido por los autores está altamente correlacionado con el PIB per cápita. Para una muestra de 134 países en el año 2000, la correlación entre ambas variables es del 95%. La Figura 1 ilustra dicha correlación.
Sin embargo, la figura enmascara la existencia de notables desviaciones entre ambos índices. Obsérvese la Figura 2, que cambia la variable en el eje de ordenadas del índice de bienestar al ratio de bienestar sobre el PIB.
La Figura 2 muestra claramente que, en términos de bienestar, la situación en muchos países subdesarrollados (en relación a los Estados Unidos) es mucho peor de lo que se infiere de su renta per cápita (a pesar de que el PIB está corregido por su poder adquisitivo). Ello se debe a una combinación de extrema desigualdad y bajas esperanzas de vida en esas economías (en especial las africanas). Por otro lado, la Figura indica que los países europeos tienden a registrar índices de bienestar significativamente superiores (en relación a los Estados Unidos) a los inferidos mediante el PIB per cápita. Ello no es sorprendente si uno tiene en cuenta que los europeos tienden a trabajar menos horas que los americanos, las desigualdades son menores en el viejo continente y la esperanza de vida es también mayor ahí. Lo que sí es un poco más sorprendente es que cuando uno ajusta por estos factores, y a pesar de que el PIB per cápita es significativamente mayor en Estados Unidos que en Europa, el bienestar de varios países europeos es prácticamente idéntico al americano.
Por ejemplo, el PIB per cápita de Francia en el año 2000 era un 70.1% del americano. Sin embargo, la esperanza de vida es un 2.5% mayor en Francia (78.9 años frente a 77 años), el número medio de horas trabajadas per cápita al año es un 26% menor (873 por 1186) y el coeficiente de desigualdad de Gini es un 31% menor también en Francia. Todo ello lleva a que el índice de bienestar francés acabe siendo sólo un 97.4% del americano, a pesar de que el ratio de consumo sobre producción es un 5.4% mayor en Estados Unidos.
El caso español es similar. En términos de PIB per cápita, España sólo alcanzaba el 64.2% del valor americano en el año 2000. El mayor ocio y esperanza de vida y la menor desigualdad españolas reducen ese diferencial al 77%.
En la Tabla 1 reproduzco los resultados para los 30 países con mayor índice de bienestar. Los datos originales están disponibles aquí (¡ojalá todos los investigadores compartiesen sus datos como lo hacen Jones y Klenow!). Me parecen particularmente destacables los casos de Suecia, que reduce el diferencial un 30% y sube en el ranking mundial 14 posiciones por razones similares a los casos francés y español, y el de Singapur, que pasa del 82.9% del PIB per cápita americano al 43.6% del bienestar americano y pierde 24 posiciones debido sobre todo a su bajo consumo en relación a la producción y a su bajo ocio.
Antes de concluir, es importante enfatizar, como humildemente hacen los autores, algunas de las limitaciones de la metodología empleada. En primer lugar, el índice agrega de una forma muy elegante el efecto de las variables discutidas con anterioridad, pero para llegar a esa fórmula uno debe hacer multitud de supuestos (cualitativos y paramétricos), algunos de los cuales son un pelín difíciles de digerir. Segundo, el índice intenta captar el flujo de bienestar en un momento determinado en el tiempo y no el valor presente descontado de futuros flujos de bienestar (que es lo que típicamente se maximiza en macroeconomía dinámica). Si la razón por la cual Singapur consume un porcentaje tan pequeño de su renta es para aumentar su consumo futuro, el índice “estático” subestimará el bienestar medio de un habitante de Singapur (en relación a uno en los EE.UU.) a lo largo de su vida.
En tercer lugar, cualquier intento de medir el bienestar que intente ir más allá del PIB per cápita es criticable por el conjunto de posibles determinantes de bienestar que necesariamente se dejan a un lado. Uno podría argumentar que la calidad de vida en España es más elevada de lo que sugiere el índice de Jones y Klenow porque su medida no tiene en cuenta el clima especialmente placentero de la península ibérica o su alta calidad medioambiental. Son sólo dos ejemplos: estoy seguro que los lectores nos podrán ofrecer varios más. De la misma manera, se podría argumentar que cualquier índice de bienestar que señale a los luxemburgueses como a los individuos más felices del mundo debe tratarse con cautela (a no ser que un día se destapen y ganen un Mundial de fútbol…, o se clasifiquen para uno). Sin embargo, y en defensa de los autores, la ciencia económica aún no ha ofrecido herramientas que permitan cuantificar estos otros factores. A medida que estas herramientas se vayan desarrollando, la medición del bienestar se irá perfeccionando. A la espera de dichos avances, me planteo si un enfoque de preferencia revelada (quizás usando datos de la intención de inmigrar y emigrar a diferentes países, en la medida que éstos existan) no sería más iluminador a la hora de establecer un índice ordinal del bienestar de las naciones.