El bipartidismo es un sistema político que se corresponde con el modelo democrático de peor calidad. Toda la pluralidad social se reconduce a sólo dos posiciones. Así, la distancia entre la opinión pública y la representatividad política se lleva hasta el límite. Ya nos es posible estirarla más. Este modelo va en contra de toda la tradición política europea caracterizada históricamente por su gran dinamismo y consiguiente pluralidad.
Sin embargo, la época del desarrollismo, sobre todo en su última etapa, la de la globalización, ha propiciado este desenlace por la propia marginación real de la política que ha sido una consecuencia lógica de sus presupuestos, aunque tal vez hay que buscar su semilla en la propia estructura del liberalismo seminal.
El liberalismo en sus orígenes parte de una enorme desconfianza hacia la política (lo que es muy saludable) y la somete a múltiples controles “preventivos” ya que teme, de forma muy realista, a que la concentración del poder político degenere en dictadura. Por eso construye un sofisticado sistema institucional que va desde la división de poderes hasta el límite temporal de los mandatos. Sin embargo, dado que no asocia riqueza con poder (es Marx quien pone el énfasis en esta realidad), tiene una concepción optimista sobre la concentración de la riqueza privada y no le pone ningún freno, antes al contrario, la estimula y defiende.
El resultado ha sido una creciente asimetría entre ambos poderes, el poder económico privado y el poder político público, que ha llegado a la máxima expresión en la globalización porque a la asimetría en si misma ha añadido una asimetría “jurisdiccional”, es decir, para la riqueza, para el poder privado, su ámbito jurisdiccional es el planeta mientras que para el poder público su ámbito jurisdiccional está, en la mayoría de los casos, circunscrita al Estado (que además tiene la vocación innata de construirse como Estado – Nación), salvo excepciones como la UE, que tiene nace con la pretensión de alcanzar una jurisdicción continental.
La gran baza para que el poder económico privado alcanzara esta hegemonía sin resistencia ha sido el crecimiento económico, cuyo único talón de Aquiles es que no puede ser infinito. El crecimiento, el desarrollismo como aparente fin en si mismo (su verdadero fin es la reproducción del capital en un entorno cada vez con mayores restricciones), aunque ha aumentado de forma exponencial las desigualdades, ha permitido el incremento de los niveles de consumo entre los ciudadanos de los Estados del llamado primer mundo; ha arrinconado la política a una lucha por el poder simbólico; ha sofisticado los mecanismos de dominación a través de la persuasión de la publicidad y los medios de comunicación y sobre todo ha convertido a los ciudadanos en pasivos consumidores, en individuos solitarios que ven a los demás con desconfianza y que intuyen la política que ha perdido su capacidad operativa sobre sus condiciones reales de vida.
En efecto, hay una clara relación entre desarrollismo y desapoderamiento de la política, como ocurre en España. Aquí, al igual que la crisis lo ha sido en su virulencia, la política ha sido extrema en el sentido de su teatralización, de su abandono de los intereses generales, de su motivación exclusivamente electoralista, de su olvido del largo plazo y sobre todo de su abandono e ignorancia sobre los resortes de poder económicos, dejado en manos no ya del mercado, sino del verdadero poder, del poder económico internacional: grandes aparatos de partido en conexión con los grupos mediáticos y económicos, han aletargado a la ciudadanía, han destruido gran parte de las redes de autonomía social y han sembrado de prejuicios y adscripciones emocionales a la opinión pública para que legitimizara un poder circunscrito a la gestión pero realmente vetado para cualquier alteración sustancial del modelo.
Sin embargo, esta gran crisis económica de la globalización se ha convertido en crisis política porque el sistema político, sustraído de su poder real, no ha sido capaz de liderar a la sociedad justamente cuando más lo necesitaba. Ha seguido desempeñando un rol que sólo era posible con el desarrollismo y no con la crisis. El bipartidismo es consustancial al enfrentamiento electoralista y a la generación de pasividad social. El consenso político y la activación social provocan una mayor pluralidad y por lo tanto una democracia de mayor calidad. Los ciudadanos señalan a la clase política como una lacra porque no les resuelven sus verdaderos problemas, siguen con enfrentamientos artificiales e incluso se ha incrementado la corrupción.