Raúl Solís | Todos los casos de corrupción son miserables, repugnantes y socavan las instituciones democráticas. Todos, sin excepción, son un robo a la ciudadanía que es la que pone el dinero que el corrupto usa en beneficio propio. Sin embargo, hay un caso que supera todas las expectativas sobre la miseria humana y que no ha ocupado las portadas que merece.
Ocurrió en el País Valenciano. A manos del ex consejero de Solidaridad que, tras su imputación, sigue siendo diputado del PP en las Cortes Valencianas. Rafael Blasco creó una trama corrupta que compró coches y pisos de lujo en Valencia con los 6 millones de euros destinados a paliar la desnutrición infantil y lucha contra la malaria y el Sida en Nicaragua, el segundo país más empobrecido de América Latina.
La trama llegó a crear una ONG con el nombre de otra entidad honorable y reputada en el campo de la cooperación al desarrollo. Utilizó toda la infraestructura de la Comunidad Valenciana para enriquecerse a costa de la gente pobre. Una desvergüenza liderada por un hombre sin escrúpulos: militante de la extrema izquierda en la dictadura, formó parte de los gobiernos socialistas valencianos y más tarde, con la llegada de Eduardo Zaplana a la presidencia de la Generalitat Valenciana, siguió ocupando puestos de relevancia en la administración autonómica del País Valenciano.
Rafael Blasco es uno de esos artistas políticos que se han ido adaptando a los tiempos sin ningún escrúpulo ideológico ni humano. Ya en la época de los gobiernos socialistas fue expulsado del gabinete valenciano, tras ser acusado de otro caso de corrupción que quedó sin sentencia al anularse las pruebas que lo inculpaban. La suerte de los mafiosos.
Afortunadamente, a Blasco parece que le ha llegado su hora. La Fiscalía le pide 14 años por el caso de corrupción más miserable de todos cuantos se han producido en la España del pelotazo urbanístico. Más que la trama de financiación ilegal del PP y que los ERE fraudulentos de la Junta de Andalucía.
Rafael Blasco ha robado a los pobres de solemnidad, habitantes de un país donde un niño no puede ir a la escuela porque a los 10 años ya está cuidando “chanchos” para sostener la economía familiar. Donde el 45% de las mujeres son víctimas de malos tratos, el sida y la malaria acribillan a su población y un parto se lleva la vida de la madre en demasiadas ocasiones.
Niños de tres años, hijos de una madre viuda con seis hijos a su cargo y habitantes de una comunidad campesina sin colegio, sin centro de salud, con un pozo a 15 kilómetros y una casa de adobe, quizás no cumplan los cinco años. Padecen la enfermedad infantil más común en los países empobrecidos: raquitismo.
El vientre hinchado y un cuerpo esquelético son los síntomas que marcan la infancia de los niños y niñas de países pobres de solemnidad. La alimentación está exclusivamente compuesta de frijoles: para desayunar, para almorzar y para cenar. Alguna vez comen “chancho” y pocas veces pollo. Rara vez los niños estudian la secundaria y está escrito en su cuna que a los 18 o 20 años abandonen a sus mujeres e hijos para emigrar hacia Costa Rica o Estados Unidos.
Nunca jamás regresan al segundo país más pobre de América Latina. Desheredados de la tierra sin nombres y sin apellidos que han sido utilizados para tejer una red corrupta, miserable, ignominiosa, vergonzante y canallesca. Robar a los pobres para comprar pisos y coches de lujo en Valencia supera cualquier parámetro que sea capaz de medir tal cantidad de miseria humana.