Concha Caballero / Tenía un amigo que fue detenido por un presunto delito de abusar de un niño con discapacidad mental. El testimonio de este, inconexo y poco articulado; el informe de una especialista con poca experiencia y una serie de desgraciadas coincidencias motivaron su denuncia y detención. Algunos meses después, que para él fueron siglos de dolor y de humillación, se demostró, sin la menor sombra de duda, que todo era falso. Recuperó su trabajo, pero su mundo se había desmoronado. Lo que él creía sólido tenía la consistencia de un delicado cristal. Una pedrada fortuita del destino lo hizo añicos. Mientras duró el proceso los amigos, casi sin excepción, lo abandonaron. Las calles de su pueblo que él amaba, se habían vuelto hostiles. Incluso después de ser declarado completamente inocente de ese crimen imaginario, la mayor parte de la población lo miraba con desconfianza. La inocencia no fue capaz de restaurar el espejo roto de su vida. No sé qué fue de él. Alguien me dijo que había pedido traslado a un lugar lejano.
Desde entonces pienso que la presunción de inocencia no puede ser solo una obligación legal sino un principio que impregne a toda la sociedad, especialmente en los delitos en que los testimonios, que no las pruebas, sean determinantes. A fin de cuentas, una cosa es que te demuestren que tienes una cuenta en Suiza con millones de euros injustificados y otra, muy distinta, que te acusen de un delito en el que la única prueba acusatoria es el testimonio de una persona.
El caso de la violación de una joven en Málaga nos debe hacer reflexionar. La indignación que muchos ciudadanos, especialmente las mujeres, sentimos ante el encubrimiento de estos delitos contra nuestra libertad; la experiencia acumulada de casos en los que la víctima ha sido humillada en los tribunales; el malestar que sentimos ante la burla, la comprensión o la justificación que todavía una parte ínfima de la sociedad siente ante los delitos, no nos puede llevar a contradecirnos con nuestros principios. En primer lugar, porque la presunción de inocencia es una conquista democrática a la que, en ningún caso, podemos renunciar. En segundo lugar, porque sin querer contribuimos a la campaña soterrada de ciertos sectores que sostienen que los delitos contra las mujeres son inventados. En tercer lugar, porque simbólicamente cimentamos ideas de discriminación contra el género femenino. Desde tiempo inmemorial las mujeres hemos sido reducidas a dos estereotipos, que en el fondo no son contradictorios: somos ángeles o demonios; putas o santas. Precisamente fue el movimiento feminista quien acabó teóricamente con esta dicotomía: las mujeres somos de mil formas diferentes, plurales y diversas.
Claro que hay denuncias falsas. Claro que hay mujeres que mienten, por mil motivos diferentes. No somos un colectivo uniforme, cerrado, con una etiqueta en la frente. Pero el hecho de que existan algunas denuncias falsas no invalida la existencia de los numerosos delitos contra las mujeres, al igual que las falsas denuncias por robo no invalidan ni justifican los miles de delitos contra la propiedad.
Los datos reales hablan por sí mismos. En el caso de violencia de género sólo el 0,01% de las denuncias son falsas. En cuanto a los abusos sexuales, el verdadero problema es que en el 60% de los casos, el delito no se denuncia por miedo al calvario que sufre la víctima y, también, por la frecuente proximidad del violador. Si, tal como parece, la chica de Málaga mintió en su denuncia, merece toda nuestra reprobación y el castigo legal correspondiente. No solo ha acusado falsamente a un grupo de jóvenes, sino que su caso será utilizado para justificar los miles de crímenes que se cometen contra las mujeres. Tomemos nota.