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El cisne negro nuclear

nuclear no gracias

 

Marcel Coderch- El País. 13/04/2011.

Hasta bien entrado el siglo XVII, en Europa se utilizaba la expresión «cisne negro» cuando alguien quería referirse a una imposibilidad lógica o física, basándose en la creencia generalizada de que todos los cisnes eran blancos. En 1697, sin embargo, un explorador holandés descubrió que en Australia había cisnes negros y esta expresión, recientemente popularizada por el filósofo y financiero de origen libanés Nassim Nicholas Taleb, pasó a utilizarse para calificar cualquier idea o acontecimiento que durante mucho tiempo había sido tenido poco menos que por imposible pero que de repente un día se materializa. La teoría del cisne negro de Taleb se aplica pues a acontecimientos inesperados, que quedan fuera de las expectativas normales, ya sea en el ámbito científico, histórico, financiero o tecnológico, y que tienen un enorme impacto porque trastocan ideas básicas del tan admirado como discutible sentido común.

La tesis del libro de Taleb (El cisne negro: el impacto de lo altamente improbable, Paidós, 2008) es que las consecuencias de estos acontecimientos muy poco probables son enormes; que por lo general están infravaloradas; y que, en realidad, no son tan improbables como pensamos, ya que al tratarse de acontecimientos poco comunes no disponemos de suficientes observaciones para estimar su probabilidad con cierta precisión. También nos explica Taleb que los humanos hemos desarrollado mecanismos psicológicos de defensa frente a la incertidumbre que sesgan nuestro raciocinio, haciendo que evitemos imaginar y prever aquello que no deseamos que ocurra. Todo ello nos aleja de la racionalidad a la hora de entender, prever y actuar en relación a estos fenómenos. Sería difícil encontrar un ejemplo actual más apropiado de lo que es un cisne negro que el del desastre nuclear de Fukushima.

De siempre hemos sabido que la tecnología nuclear es intrínsecamente peligrosa porque supone la generación de enormes cantidades de elementos radiactivos que la naturaleza se había encargado de ir desintegrando a lo largo de centenares de millones de años. Cuando surgió la especie humana ya solo quedaban en el planeta unos pocos elementos radiactivos de larga vida, como el uranio 235, que siguen calentando el subsuelo y cuyas radiaciones llegan a la superficie en forma de una pequeña radiactividad ambiental inevitable. Con el desarrollo de la energía nuclear, sin embargo, lo que hacemos es concentrar en un reactor este remanente de radiactividad de forma que, además de energía, generamos todo tipo de elementos altamente radiactivos que ya no existían en la naturaleza y que se mantendrán radiotóxicos durante decenas de miles de años. Si todo va bien, son lo que denominamos «residuos nucleares», a los que todavía no hemos encontrado acomodo; y si las cosas se tuercen, como ocurrió en Chernóbil y ahora en Fukushima, los desperdigamos por la atmósfera, el mar, la tierra y las aguas subterráneas, incrementando de esta forma y hasta niveles muy peligrosos la radiactividad ambiental.

Fue precisamente uno de los padres de la energía nuclear, el físico italiano Enrico Fermi, quien primero expresó sus dudas al dejar dicho que «al producir energía con la fisión nuclear estamos creando radiactividad a una escala sin precedentes y de la que no tenemos experiencia alguna, por lo que veremos si la sociedad aceptará una tecnología que produce tanta radiactividad». Durante mucho tiempo, los partidarios de esta tecnología han intentado convencernos de que debemos aceptarla en virtud de lo que Alvin Weinberg, otro de sus padres, llamó «el pacto fáustico nuclear»: la promesa de un futuro con energía barata y abundante a cambio de un riesgo radiactivo asumible. Y para que aceptáramos el pacto, nos aseguraron que construirían las centrales nucleares de forma que no sufriríamos las peores consecuencias de su radiactividad. Incluso se atrevieron a cuantificar esta seguridad, afirmando que la probabilidad de un accidente grave, con fusión del núcleo y liberación radiactiva al exterior, como en Fukushima, sería de un accidente cada 100.000 años-reactor; o lo que es lo mismo, uno cada 200 años para un parque mundial de reactores similar al actual, o cada 100 años si lo dobláramos. Cuando los accidentes fueron sucediéndose con una frecuencia muy superior, las explicaciones eran cada vez más sofisticadas pero la conclusión siempre era la misma: hemos aprendido la lección y no volverá a suceder. Un claro ejemplo de lo que Taleb llama la falacia narrativa, una interpretación retrospectiva del cisne negro vivido que supuestamente reduce incertidumbres futuras. De hecho, hasta hace bien poco nos aseguraban que «otro Chernóbil es imposible» porque, decían, aquello fue consecuencia de una tecnología anticuada y de un sistema político y económico fallido. Y sin embargo está ocurriendo, a cámara lenta, en Japón, hasta hace poco la segunda economía mundial, y con tecnología norteamericana. Aquello que no podía ocurrir ha ocurrido, violando una vez más el pacto fáustico nuclear.

Pero es que, además, tampoco se ha cumplido la segunda parte de este pacto: la energía nuclear ni es abundante ni es barata, y menos va a serlo después de Fukushima. Hoy se concentra en cinco o seis países que representan más del 75% de una producción nuclear mundial que cubre menos del 3% de la energía final que consume la humanidad, y no parece que la situación vaya a cambiar mucho en las próximas décadas. Y en el aspecto económico, las recientes construcciones de Olkiluoto en Finlandia y de Flamanville en Francia no hacen sino repetir la experiencia del primer ciclo de construcciones nucleares: la incapacidad de la industria nuclear de cumplir con sus plazos y presupuestos. Por si fuera poco, las nuevas exigencias que se derivarán de lo ocurrido en Japón incrementarán de nuevo los costes, y muy probablemente pongan en cuestión el alargamiento de la vida de muchas centrales actuales; una prolongación por otra parte imprescindible si se quiere evitar el declive precipitado e irreversible de la energía nuclear.

La Unión Europea ha anunciado que va a recomendar la realización de pruebas de resistencia en todas las centrales europeas para determinar cuáles de ellas podrían resistir una agresión como la sufrida por los reactores de Fukushima, y clausurar las que no satisfagan los nuevos requisitos de seguridad. Está por ver cuáles serán estos nuevos requisitos, pero la propuesta francesa de excluir de estas pruebas las amenazas derivadas de actos terroristas y ataques aéreos a lo 11-S no parece razonable, ya que de lo que se trata es de que las centrales puedan sobrevivir a cualquier incidente que las prive de suministro eléctrico externo, puesto que esa ha sido la circunstancia que ha desencadenado el grave accidente de Fukushima. Claro está que el llamado station blackout no forma parte de los sucesos contemplados en el diseño base de ninguna de las centrales actualmente en funcionamiento, y que prepararlas para tal eventualidad puede suponer inversiones muy importantes, algo que al parecer los franceses quieren evitar por la cuenta que les trae.

Las promesas de energía nuclear abundante, barata y segura quedan hoy más lejanas que nunca, al tiempo que vamos conociendo la realidad de las consecuencias personales, económicas y medioambientales de un accidente grave en un país industrializado, todo lo cual invalida ambas contrapartidas del pacto fáustico que nos propuso Alvin Weinberg. De hecho, los hay que nunca creyeron las promesas de la industria nuclear y, entre ellos, en lugar prominente, están quienes precisamente son especialistas en valorar riesgos: las compañías de seguros. Siempre se han negado a cubrir la responsabilidad civil de una central nuclear, con lo que nos hemos visto obligados a promulgar leyes que eximen a las eléctricas de esta responsabilidad, más allá de cantidades que, como podremos comprobar en Japón, son simbólicas. A las compañías de seguros no les gustan las nucleares y es fácil comprobarlo leyendo cualquier póliza que tengan a mano. Verán que la letra pequeña dice: «Excluidos los riesgos por accidentes nucleares». Las consecuencias de los cisnes negros nucleares las tendremos pues que pagar de nuestros bolsillos o, lo que es peor, con nuestra salud, y por ello ha llegado el momento de hacerle caso al comisario europeo de la Energía, Günther Ottinger, y plantearnos cómo Europa podría cubrir sus necesidades energéticas futuras sin contar con la energía nuclear. No ya solo porque así lo prefiramos muchos, sino porque probablemente no tengamos más remedio.

Marcel Coderch, ingeniero, es autor con Núria Almirón de El espejismo nuclear. Los libros del lince, 2008.

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