Luis García Montero.Público.01/11/2013.
Hay cuestiones sobre las que no resulta agradable opinar y sobre las que no es honrado guardar silencio. El debate sobre el derecho de los catalanes a la autodeterminación es para mí una de ellas. Me provoca contradicciones, miedo a equivocarme, a ser injusto, a caer en la irritación. Pero si se escribe regularmente en público, tampoco puede uno permanecer callado sin aportar al debate al menos una honrada impotencia.
Es muy propia de una trilera como Rosa Díez la ratonería parlamentaria de someter a votación el derecho de todos los españoles a decidir en el asunto de la soberanía catalana. Después de haber puesto todas las trabas posibles en el proceso de pacificación del País Vasco, parece que su oportunismo quiere ahora aprovecharse también de las tensiones catalanas para empeorar definitivamente la situación. A mí me ha provocado con su estrategia la necesidad de declarar que, como español y como ciudadano, me parece que no me considero con derecho a decidir sobre la posible soberanía catalana.
Escribo “me parece” porque en todo este asunto sólo tengo una certeza: más tarde o más temprano, la independencia de Cataluña es ya inevitable. Con los sentimientos no se puede jugar. No creo que tengamos ninguna posibilidad de éxito democrático aquellos que desearíamos otro tipo de solución. Posturas truculentas como la de Rosa Díez, la irresponsabilidad política de los gobernantes y razones históricas objetivas han extendido un movimiento independentista cada vez más generalizado. Nos engañaríamos al interpretar la fractura de los socialistas como un asunto interno. Es el mejor exponente de la situación. Ni por simple estrategia electoral, ni por sentimiento, puede hoy una fuerza progresista catalana negarse a pedir una consulta sobre el derecho a la soberanía. La realidad social pasaría por encima de ella.
Cuando hablo de irresponsabilidades políticas, me refiero a actuaciones de diversa índole. La debilidad de nuestra burguesía liberal para articular un Estado sólido en los siglos XVIII y XIX dejó abiertas muchas fisuras que las debilidades de la Transición española no lograron solventar con eficacia. Ha sido una irresponsabilidad grave someter durante años la organización territorial y el traspaso de competencias a los penosos procesos de compra y venta abiertos por los partidos mayoritarios cada vez que necesitaban para gobernar el voto de las minorías nacionalistas. Y ha sido mayúscula la irresponsabilidad del PP al utilizar cuestiones como el Estatuto de Cataluña para guerrear en el escenario bipartidista contra el PSOE.
La derecha catalana ha sido también muy irresponsable al enmascarar en el lamento nacionalista las facturas antisociales de su política neoliberal y al intentar forzar un nuevo pacto de financiación con el lema mentiroso de que España roba a Cataluña. Esta acusación no la resiste ningún análisis económico objetivo. El caso es que se ha metido así en un callejón sin salida. Un simple cambio de financiación no contentaría ya al sentimiento independentista de sus ciudadanos. Pero, por otra parte, el capitalismo catalán al que representa Convergència y Unió no quiere una independencia llena de incertidumbre para sus negocios. Prefiere seguir acabando con el Estado del bienestar en Barcelona, en Madrid y en Granada (mi ciudad natal). Porque España no está robando a Cataluña. Son las élites económicas catalanas y españolas las que nos están descuartizando a todos.
Decir que debajo del independentismo catalán hay intereses económicos no supone ningún tipo de afirmación peyorativa. Creo en el origen económico de las ideologías. No conozco ningún proceso religioso, poético o nacional en la historia que no haya tenido una raíz económica. El dinero se convierte en sentimiento y establece sus fronteras. Cada cual elige luego su posición y surgen las contradicciones de la realidad. Antes se solucionaban con las armas. Ahora contamos por fortuna con los procedimientos democráticos.
Creo que la autodeterminación es un derecho democrático. Una sociedad madura puede decidir sobre su destino. Creo también que hay otro tipo de identidades más allá de las nacionales. Mi identidad cívica, por ejemplo, tiene que ver con el socialismo. Vivo la justicia económica, la memoria política y el Estado social como una identidad. Respeto el derecho democrático de los catalanes a su independencia. Pero sería incapaz de aprobar un pacto fiscal en el que las mentiras del capitalismo catalán provocasen una forma más injusta de articulación de España. Y temo que los grandes hombres de Estado, esos hombres que tienden siempre a confundir el porvenir con las situaciones más cómodas para el dinero, van a caminar ahora hacia ese tipo de solución.
De una manera o de otra, antes o después, opino que la independencia de Cataluña es ya inevitable. Conviene no ponerse muy trágicos y encontrar entre todos una forma ordenada para el proceso. A mí me gustaría más, claro está, que nos reunificara la identidad de un Estado federal, socialista y republicano. Pero eso forma parte de mi deseo más que de mi realidad.