Nale Ontiveros.
No, no es el día de la marmota. Ni siquiera es el año de la marmota. Ni el siglo de la marmota…
Ha vuelto a suceder.
Otro hombre ha matado a su ex pareja. Esta vez ha sido Yolanda. Con sólo 50 años, una hija de 17 y toda una vida por delante. Periodista. Y, como tal, hacía solo un año que escribió este artículo en el que alertaba sobre los malos tratos, sobre la responsabilidad compartida por toda la sociedad ante las violencias machistas. Releyéndolo ahora, pareciera una crónica sobre una muerte anunciada: la suya propia.
Otro hombre ha matado a su ex pareja. Ha vuelto a hacerlo delante de nuestros ojos, en el garaje de nuestra casa. La ha esperado, oculto en la oscuridad, junto a su plaza de aparcamiento, se le ha acercado al salir del coche tras aparcarlo y le ha interceptado. No sé si le habrá explicado, o si le habrá preguntado. No sé si ella lo supo, nada más verle, o no se dio cuenta de que él iba a matarla. Sólo sabemos que hubo muchas puñaladas, que su sangre se fue con su aliento, y que murió asesinada.
Y la prensa ha vuelto a hacerlo. Hemos vuelto a saber de la víctima, pero apenas del verdugo.
No había denunciado, pero sus compañeros comentan, tímidamente, que había sufrido malos tratos psicológicos. Y entonces, volvemos a configurar la imagen de un lunático, de un desequilibrado. De alguien roto que le dice a los policías que esa mujer le había arruinado la vida. Y esa frase conforma a algunos y confirma a otros lo que ya se supone ante la violencia machista: que son ellas, las víctimas, las que provocan y obligan a los hombres a cometer esas locuras.
Como feminista me pregunto qué estamos haciendo tan, tan mal, que estos asesinatos se siguen sucediendo, en una lista que causa un vértigo nauseabundo. Nombres de mujeres que se entrelazan formando una cadena de dolor inmisericorde, dejando en su recorrido un reguero de sangre inocente y siempre femenina. Rostros llenos de vida que se apagan abruptamente. Hijos e hijas amputados de sus madres… Y todo porque esta sociedad sigue invisibilizando a los verdugos.
Seguimos creyendo que esas cosas no nos van a pasar a nosotras, aunque sabemos que puede pasarnos. Que cuando se nos grita, empuja o insulta, estamos más cerca de lo que pensamos de volver a repetir el titular tantas veces repetido. Tenemos miedo por nuestra hermana, prima, sobrina o cuñada. Pero no tenemos miedo de nuestro hijo, hermano, primo o sobrino.
¡Tenemos que encontrar alguna forma de parar esta sangría!
No podemos invisibilizar a los verdugos. Tenemos que hablar de ellos. Tenemos que destapar esta venda social que nos impide reconocer en nuestros hombres queridos conductas, no solo deleznables, sino peligrosas. Deberíamos fijarnos en esos pequeños detalles que trascienden en las pocas relaciones sociales que les quedan a estas víctimas. Deberíamos estar alerta de lo que vemos pero no queremos mirar. De lo que sabemos y no queremos aceptar. Los agresores son nuestros amigos, vecinos, parientes. Están entre nosotros, haciendo infelices a sus parejas, violentándolas de muchas maneras.
La respuesta nunca puede estar en la víctima. Dejarla sola ante la pesada carga de enfrentarse al violento es lo peor que podríamos hacer, porque, sencillamente, no pueden. La respuesta debe estar en el entorno del violento. Aquellos que ríen esas bromas hirientes dedicadas a las mujeres. Aquellos que piensan que serían incapaces de “ir más allá” del insulto. ¡Hay que dejar de excusar estas conductas! Porque, bien sabemos que en muchísimos casos, lo que vemos es tan sólo la punta del iceberg de las violencias machistas.
Mientras, nos levantaremos cada día con el nudo en el estómago, conteniendo la respiración al abrir los diarios, por si volvemos a encontrarnos con la foto de otra mujer que, sin hablar, nos pedía ayuda. Esa mirada perdida, opaca. Ese rictus en la boca. Esa mente alejada. Y volverá la sensación angustiosa de no haber podido salvarla. La sensación de que las mujeres no importamos. Que la sociedad mira para otro lado. Cada día, como si no pasara el tiempo, como si avanzáramos a ninguna parte. Y, aunque pase la página, su mirada seguirá ahí mismo, en mi pecho, unos segundos, unos minutos o unas horas.