La república no puede alzarse sobre los restos averiados de la travesía monárquica. En fin, como poder, puede. Mejor sería decir, pues, que no debería.
No correspondería obrar en este sentido a no ser que entendamos la república como una desnuda concreción institucional, una modalidad administrativa alternativa –en lo formal- del Estado-nación. Si la ciudadanía delega en las élites del momento (las políticas, las sociales, las económicas e incluso las culturales) la responsabilidad ante un hipotético colapso de las legitimidades que aguantan el entramado constitucional vigente puede que éstas se limiten, llegado el caso, a un cambio de decorado. ¿Es eso lo que se ha demandado históricamente de la república? ¿Es eso todo lo que cabe esperar de un mañana republicano?
En la izquierda, la respuesta debería ser otra. Una respuesta que contemplase el advenimiento de la república como un proceso. Un pleito consistente en oponer una eficaz barrera de contención a los retrocesos en materia de derechos económicos, sociales y de ciudadanía. Un combate agónico contra los procesos de recentralización, tanto como opuesto a la mendaz confusión entre Estado y nación que algunos, que no todos, los nacionalismos sub-estatales alimentan. Una dinámica que no renuncie a pensar en horizontes alternativos al desorden económico inherente al capitalismo financiarizado y a las lógicas de extorsión medioambiental.
La república no puede, o no debe, llegar de la mano de los procesos judiciales o de las notas desoladas de la prensa del corazón. La república ha de llegar de la mano de un proceso deliberativo que implique a toda la ciudadanía. De un hacer compartido que haga partícipes a mujeres y a hombres de todas las edades, y de todos de los lugares, de la definición de lo que entendemos, en 2013, por bien común. En Andalucía, en España, en Europa. Por no ir más allá. De momento.
¿Utopía? Acaso. Siempre mejor, no obstante, que algo tan poco republicano como el ir a remolque de los avatares de una familia.