Ha muerto el granadino Francisco Ayala, hoy, este es mi homenaje.
A un señor de 100 años debe resultarle chocante que alguien lo encuentre una novedad. Pero es que yo soy de ciencias y cuando me iniciaba en el placentero hábito de la lectura, tras el capitán Trueno y el Javato, eran Juan Rulfo, Julio Cortázar, Vázquez Montalbán, los de la novela negra y otros mágicos escritores, creadores de fantasmas, los que poblaban tardes y sueños–entonces no existía industria editorial dedicada al consumo de masas–. Esto fue así gracias a la suerte de tener amigos de letras, y al mérito de un profesor anónimo que leía los cuentos de El llano en llamas a chavales de quince años prisioneros entre las paredes caldeadas de un aula esquinada al sol poniente. Alejado del texto oficial, el buen y joven maestro recreaba, con su sola voz y el libro en sus manos, escenas prodigiosas que serán siempre en mi memoria la “Literatura”.
Más tarde descubrí a Borges, a Valle Inclán, a Poe y a Lovecraft, a Stevenson y Konrad, a Pessoa y a Kavafis y a algunos más sin olvidar a Machado y parte del 27. Lo que no puede considerarse torpeza en alguien de ciencias, nacido en el Albayzín, criado en el Zaidín, crecido en Jerez de la Forntera y titulado en Granada; la inquietud trae la incertidumbre, y el método contiene el ensayo y el error.
Hace algunos años que en este mismo periódico comencé a oír hablar de Francisco Ayala, después leí un par de cuentecitos publicados en Alianza Cien: San Juan de Díos y El Hechizado, y cualquier artículo de prensa suyo que pasaba ante mis ojos; pero fue este último verano, en Cataluña, contemplando el Baix Empordá segado de cereales y salpicado de cilíndricas balas de paja, donde leí Muertes de Perro. La novela desprendía tradición literaria, en el estilo conciso y claro del escritor, resonaban los ecos de Tirano Banderas y reconocí, mira por donde, porque debía haber sido al revés, a García Márquez. Mi experiencia y limitada formación literaria me lleva a no decir mas para no cometer pecado de atrevimiento. Un par de meses antes, era por mayo, vi fugazmente a Ayala contemplando a Durero en el Museo del Prado. La luz rebotaba en las obras y, tenue, iluminaba al anciano que resultaba una aparición. El otro día compré Historia de Macacos, un conjunto de cuentos breves -el que da título es el mayor-, que bebí a escondidas de seis tragos, uno por relato. Fina ironía, sarcasmo, desencanto y un último relato titulado El colega desconocido en el que se revela la distancia entre la popularidad de un escritor mediocre y el mundo reservado de quienes son candidatos a convertirse en clásicos “por el acuerdo de los mejores a lo largo del tiempo”.
Este conjunto de casualidades, tal vez inconexas, y el sabor que me produce la lectura de quien considero ya, en mi particular parnaso, uno de los grandes, me ha llevado a la determinación de leer todo lo que ha escrito. Ahora me toca La cabeza del cordero.
Lo que no comprendo es por qué no estaba en los planes de estudio de mi bachillerato; por qué ha sido, y no solo popularmente, un desconocido. Por qué es necesario llegar a los cien años para que su ciudad le ofrende el reconocimiento que merece desde antiguo. Leer a Francisco Ayala es aprender idioma, ni mas ni menos. Toda su lucidez estuvo y está al servicio de la lengua. Con su lectura seguiremos comprendiendo la importancia de la democracia, de la libertad, del laicismo, y de todos los principios ilustrados.
En diario IDEAL de Granada, año 2006