por Mario Ortega / El botijo es un instrumento técnico casi perfecto. Data su invención de épocas remotas, épocas neolíticas, donde el genio creativo humano ya estaba conformado como en la actualidad.
Usado en toda la geografía mediterránea durante milenios, el botijo, también llamado pipo, pipote, piporro, búcaro, barrila, piche –y a saber con qué denominaciones más se nombra en nuestra vasta geografía–, es además un objeto bello. Su belleza procede de su arquitectura oblonda, forma que, por su parecido a la esfera, tiene el carácter simbólico de la perfección. Esta característica geométrica le confiere la mayor capacidad de volumen contenida en la mínima superficie externa. Por otro lado, la redondez aerodinámica de su cerámica porosa es lo que hace posible la magia de su artificio.
Tenía, y tiene, el botijo la función de refrescar agua hasta un punto de temperatura agradable al paladar y la garganta, aproximadamente a quince grados centígrados. Curiosamente su poder refrigerante es mayor cuanto más calor hace en el ambiente en el que se encuentra.
Consiste el mecanismo del botijo en que el aire lo acaricie llevándose la humedad que lo envuelve. El barro poroso que lo constituye permite la reposición del robo amablemente, y el agua lamina el cuerpo del pipo para que la brisa continúe su despaciosa tarea. Se dice que el barro suda. Refrigeración evaporativa le llaman a esto las gentes de ciencia porque por cada gramo de agua evaporada, se retiran del agua contenida quinientas calorías. El proceso ocurre sin que se note, basta con colocar la vasija en lugar oreado y a la sombra.
Por el contrario, el frigorífico moderno, al lado del búcaro, es un instrumento imperfecto e ineficiente. El agua, que no es insípida, como decían los libros de mi colegio, no sabe igual a cinco grados que a quince. El helor no es frescor, la garganta se duele con la travesía del líquido elemento. Lo que el botijo hace gratis, la compañía eléctrica lo cobra al inyectar kilowatios en el compresor que zumba en nuestras casas. Además, los kilovatios que consumimos en la actualidad no son inocuos, pues provienen, en su mayoría, de centrales térmicas contaminantes.
Beber agua en un búcaro de barro supone un acto simbólico, una apuesta por la calidad, una demostración de que hay ingenios humanos que no han sido superados por ninguna tecnología actual ni en la sencillez de su belleza, ni en la eficiencia con la que cumplen su función, ni en la calidad del producto que suministran. Beber agua refrescada en barro nos transporta a un universo sin sofisticación, más natural y humano, menos apresurado.
Muchos actos sencillos suman a favor de cambiar nuestro modo de vida. Frente al agua obligada en el plástico de su botella, instalemos este verano un pipo en casa. Muchos Kwh innecesarios dejarán de consumirse, no es por lo que valen, no es porque no podamos pagarlos, no es porque supongan una elevada contribución a paliar el cambio climático, que también. Es porque la suma de pequeñas conductas y voluntades nos irá afirmando en un modo distinto de relacionarnos con nuestro entorno.
Por cierto, el patio andaluz, elemento de refrigeración interior procedente de culturas mesopotámicas, utiliza, para su función climática, el mecanismo del botijo.
Bellísmo el artículo, Mario. Un placer leerlo y también recordarlo cada vez que levantemos el botijo como un homenaje a lo mejor del ser humano: el sentido común.
dame el búcaro que me muero de sed