Tomás Pollán, un mito del pensamiento español actual, imparte un seminario sobre el fin de la excepción humana
Javier Rodriguez Marcos . El País. 22/01/2011.
«Solo discuto con mis compañeros de universidad cuando coincido con ellos en el extranjero». Lo dice Tomás Pollán (Valdespino, León, 1948) en la biblioteca de la Fundación Juan March rodeado de profesores de filosofía: Jesús Moreno, Antonio Valdecantos, Eduardo Álvarez, Carlos Fernández Liria y Tommaso Mengazzi.
Para compensar esa costumbre de la que habla Pollán, la institución que dirige Javier Gomá organiza regularmente seminarios de filosofía en los que un pensador expone sus ideas en una sesión abierta al público y, al día siguiente, discute sus argumentos a puerta cerrada con un grupo de colegas. El jueves, la Fundación Juan March tuvo que abrir sus dos salones de actos para acomodar al público que había acudido a escuchar a Tomás Pollán.
Fuera de sus clases de Antropología y Filosofía de la Universidad Autónoma de Madrid, es más fácil escuchar a Pollán en California o en México que en España. La semana que viene, por ejemplo, hablará en la Biblioteca de Alejandría.
Bajo un título interrogativo –¿Fin de la excepción humana?-, este filósofo que se resiste a publicar lo que escribe recordó las tres grandes «afrentas» que, según Freud, la ciencia ha infligido al «amor propio» de los seres humanos: cuando descubrió que la tierra no es el centro del universo; cuando la teoría de la evolución redujo a la nada el privilegio del hombre como un ser excepcional en la creación y cuando, con su teoría del inconsciente, el psicoanálisis sembró la sospecha de que el yo «ni siquiera es el amo en su propia casa».
Mientras el pensamiento occidental se centraba en dialogar con la física y la matemática, la biología le adelantaba por la izquierda a toda velocidad. Si la filosofía se resiste a asimilar del todo la lección de Darwin es porque, por remoto que parezca, existe un vínculo entre la vieja doctrina de la unicidad de Dios y la de la excepción humana. Esta, dice Pollán, tiene «el estatuto de una trascendencia». Liquidar esa teoría es liquidar el antropocentrismo, el esencialismo y la teleología (la creencia en la existencia de una causa final). A algunos les produce «zozobra» reconocer que el cosmos no emite señales, que es mudo e indiferente, dice Pollán. Lo mismo que admitir que la evolución no supone necesariamente progreso: «No se supera nada con el hombre».
Doce horas después de la conferencia, Javier Gomá recordó que, por esencialista que pudiera ser, la occidental es la única cultura que ha sido capaz de volverse contra sí misma. Lo hizo para animar un debate que él mismo introdujo celebrando la charla de su invitado como «un ejemplo de retorno de la gran teoría», una cosmovisión que atañe a la ciencia, a la sociología, a la psicología… Dicho con unas palabras de Thomas Carlyle que le gusta citar a Pollán: «Los señores hablan de las cosas. Los criados hablan de los señores». No lo dice pensando en sí mismo, pero él, obviamente, habla de «las cosas».
Después de agradecer (y de quitarse amablemente de encima) la «ocurrencia» de hacerle una entrevista, Tomás Pollán aclara en un descanso del debate las consecuencias más prácticas de sus ideas: «Cambia la actitud. Y eso lleva tiempo, no se hace a golpe de decisión. Saber que hay una continuidad entre los seres vivos nos obliga a tener un mayor respeto hacia lo que nos rodea. Causar sufrimiento gratuitamente no se sostiene. Y siempre, claro, está el límite de la sobreviviencia: matar para comer». ¿Tienes derechos los animales? «Los derechos no tienen por qué ser lo más elevado. Tal vez el cuidado y el respecto sean más meritorios. ¿Aceptaríamos que un genio tiene más derechos que una persona normal? Si ahora se presentara aquí un homo erectus, ¿lo llevaríamos al zoo o a la escuela?».
La lección que la biología ha dado a la filosofía no supone, sin embargo, que aquella no tenga límites: «No todo lo que puede hacerse debe hacerse. Aunque desgraciadamente, tiende a hacerse: ahí está la bomba atómica. Existe incluso una autonomía de la técnica». Todo arsenal reclama una guerra. Como dice su amigo Rafael Sánchez Ferlosio -Pollán fue el comisario de la exposición que celebraba su Premio Cervantes-: cuando uno tiene un martillo ve clavos por todas partes.
La sangre de Aristóteles
Tomás Pollán suele acompañar sus críticas al vuelo gallináceo de algunos pensadores con una sonrisa y una frase: «La sangre de Aristóteles no corre por sus venas». Basta, sin embargo, hablar con él para sospechar que corre por las suyas. De joven, y después de pasar por la Universidad de Tubinga, Pollán trabajó dos años en el Collège de France con Claude Lévi-Strauss. Todavía, a los 63 años, se encierra cada verano «a estudiar» en un monasterio alemán. Capaz de analizar la última biografía de Naipaul a la semana de que aparezca, dice que quiere dedicarse a releer «cronológicamente» los libros que un día le gustaron. No hace tanto que andaba aún por Tácito. En latín.
Aunque hay toda una fundamentada leyenda en torno a sus reticencias a publicar, en 1982 la fiscalía pidió para él un año de cárcel por injurias al Ejército. ¿El motivo? Cinco artículos contra un campo de tiro cerca de su pueblo, en la Maragatería. Los publicó El Faro Astorgano. Antes de ser profesor visitante en la London School of Economics, Tomás Pollán lo fue de la mítica Facultad de Zorroaga, fundada en San Sebastián en 1978. Allí creó para él la asignatura de filosofía de las formas simbólicas un claustro de profesores formado, entre otros, por Félix de Azúa, Víctor Gómez Pin, Javier Echeverría o Fernando Savater. Como escribió este último en sus memorias: «Dudo que en ninguna otra parte de España se diese en esos días una concentración de talentos indudables y a menudo heréticos como la que se reunió en nuestras desvencijadas aulas».