Andalucía ha cambiado extraordinariamente durante los últimos treinta años. Ha pasado del subdesarrollo a ser un territorio de la zona euro, de ser un país de emigrantes a uno de inmigrantes, de una sociedad agraria a una sociedad urbana, de carecer de instituciones propias a tener parlamento y gobierno. El andalucismo y la izquierda en general impulsaron esta transición hacia la democracia, hacia la autonomía y hacia Europa donde la idea de Andalucía como sujeto político proporcionó una hegemonía, es decir un proyecto y un sentimiento común, habitada por contenidos reivindicativos igualitarios y democráticos.
Asumiendo la importancia de esta transformación histórica, la crisis también ha desvelado las limitaciones del modelo concreto que se ha ensayado como proyecto político durantes estas tres décadas. Ha sido un modelo desarrollista y dependiente basado en la instauración de un gobierno con un bajísimo perfil político propio (basta recordar la generalización de las convocatorias electorales conjunta con las del estado), el consumo salvaje de territorio a través del impulso del sector de la construcción residencial y el consumo interior gracias al endeudamiento privado por el flujo de un crédito fácil y barato a partir de nuestra entrada en la Unión Europea. Esta indiferenciación política unida al desarrollismo económico ha provocado una cierta desestructuración de la sociedad andaluza que se manifiesta en una preocupante despolización.
Este modelo de desarrollo ha transformado profundamente Andalucía pero también ha demostrado que carecía de cimientos sólidos. Por eso, cuando estalla la crisis el modelo se derrumba con una radicalidad asombrosa. Pasamos de tener buenos indicadores a tener los peores indicadores de Europa en paro, pobreza, disminución de la renta per cápita, etc. que no han remontado durante tres años, al contrario, cada vez son peores, hasta alcanzar hoy la cifra del 30% de paro.
Sin embargo no podemos caer en el derrotismo y el primer paso para rebelarnos contra este estado de cosas es disponer de un modelo explicativo de la dinámica social en la que estamos insertos, caracterizada por su complejidad. La globalización y su crisis ha mutado el significado y la función de todas las certezas sobre la que se ha construido la política en la segunda mitad del siglo XX.
Esta crisis tiene una característica singular. Su epicentro está en el núcleo del sistema, allí donde se conecta la FED (el banco central de EE.UU) como centro de la soberanía efectiva pública, con Wall Street, como centro, a su vez, de la soberanía efectiva privada. Desde allí se trasmite a todo el sistema como sucedió con las subprime o con la quiebra de Lermann Brothers. Y esto es así porque estamos viviendo una crisis sistémica. Cuanto más dependientes y más desestructurados sean los territorios más vulnerables son a la entropía exportada.
Brevemente enumeramos algunos de los canales de dependencia:
a) La falta de institucionalización política.
b) El endeudamiento público y privado.
c) La especialización económica.
d) La carencia de materias primas.
e) La dependencia tecnológica.
f) La ausencia de centros efectivos de poder.
g) La debilidad de la moneda.
Andalucía se encuentra dentro de una estructura político – administrativa compleja pero donde sin embargo puede encontrar los asideros suficientes para levantar una salida a la actual situación de hundimiento, siempre que logre construir un proyecto político en el que se pueda compatibilizar la complejidad de la alternativa con la simplicidad que requiere un apoyo masivo a la misma. A ese proyecto lo hemos llamado ecoandalucismo.
El andalucismo, desde sus orígenes, no ha sido soberanista (estatalista) gracias a la intuición de modernidad de Blas Infante que lo inoculó de univerersalidad. El nacionalismo soberanista dominante en el País Vasco, Cataluña y España es una simplificación política y una manipulación emocional. Hoy es patente que la defensa de esa soberanía es en realidad la defensa de la soberanía formal (inexistente en la práctica) ya que el ejercicio efectivo de la misma está determinada por el proceso de globalización
Este proceso ha “desacoplado” la soberanía pública de la privada mediante la alteración de la jerarquía tradicional entre las mismas. La capacidad de decisión de los mercados y empresas transnacionales alcanza la cima global mientras que los poderes públicos están encorsetados en sus marcos estatales excepto EE.UU y la moderna construcción supraestatal de la Unión Europea.
Por otro lado, el nacionalismo soberanista reivindica unos derechos colectivos de imposible encaje con la titularidad individual de los derechos tal como se deriva de la concepción normativa de la democracia. La concepción etnicista del nacionalismo soberanista solo tiene como finalidad proporcionar la conexión entre proyecto político y emocionalidad colectiva aún a costa de contaminar de incoherencia a los valores democráticos del propio proyecto.
Los andalucistas defendemos como motor de nuestro proyecto alcanzar la máxima autonomía efectiva para nuestro país y esto significa una propuesta política que al menos combine tres planos:
a) Un proyecto propositivo democrático, ecológico y social para Andalucía
b) Una concepción funcional de los distintos niveles institucionales en los que estamos insertos.
c) Un proyecto axiológico y emocional para unir a la mayoría del pueblo andaluz.
No es el momento de definir el proyecto propositivo pero valga como ejemplo la propuesta de priorizar como punto central la autonomía energética sobre la base de energías renovables 100%.
Algunas de las causas de nuestra dependencia son:
a) El déficit nuestra balanza comercial en el que la partida energética tiene un enorme peso.
b) La ausencia de recursos naturales energéticos fósiles.
c) El bajo nivel tecnológico de nuestro sistema productivo especializado en sectores de baja o media capacidad tecnológica.
Pues bien, tener claro la prioridad de concentrar nuestra capacidad de inversión y tecnológica en renovables, gracias además a nuestras ventajas comparativas en horas solares y longitud costera, significa no sólo combatir la dependencia en todos los frentes, sino también prepararnos para la transición hacia el fin de la era del petróleo y un futuro donde la sociedad y el medio ambiente se den la mano.
El segundo plano, la división funcional, implica defender la máxima autonomía de nuestras propias instituciones dotándonos de centros de poder de decisión reales e incidiendo en la participación democrática, la capacidad de ordenar la oferta económica en el territorio, la igualdad social y los vínculos culturales.
En el estado defendemos sobre todo su función cohesionadora. Aunque formalmente es el titular de la soberanía en la práctica se está vaciando de contenido tanto hacia arriba como hacia abajo. La crisis de la globalización está acentuando aún más la impotencia de desarrollar sus funciones tradicionales creando una tensión sin precedentes que debe resolverse con sentido de la realidad y no mediante la “teología política” de la unidad indisoluble de la soberanía.
La unión europea (la zona euro, en realidad) es el baluarte más importante frente a los riesgos sísmicos de la crisis tanto de carácter monetario, fiscal y comercial como ambientales. Por ello defendemos el fortalecimiento institucional de la zona euro tanto desde el punto de vista democrático como económico frente a la crisis latente del dólar, cuya inviabilidad como única moneda reserva está detrás de los ataques especulativos al euro como en su día influyó en la invasión de Irak, el único estado que nominaba sus exportaciones de petróleo en euro.
Por último, defendemos la necesidad de acuerdos entre los actores públicos globales para hacer realidad la creación de un régimen racional de relaciones internacionales que retorne al equilibrio entre poder públicos y privados sobre la base del reconocimiento de la ciudadanía universal como capacidad jurídica inherente a la condición humana.
Pero todo esto sería pura prepolítica si no tuviésemos un proyecto axiológico y emocional para impulsar el consenso social sobre una “intuición” colectiva, surgida de la memoria histórica que nos sirve para conectarnos y darle sentido material al ejercicio de nuestros derechos, a la cooperación, a la solidaridad y a la alegría de vivir. Además, el gran logro de los últimos treinta años ha sido aflorar la comunidad “por si” (el 4 de diciembre de 1977); como comunidad política (el 28 de febrero de 1980) y como sujeto político (el 20 de noviembre de 1981).
Para ello es necesario articular un nuevo discurso adaptado a la compleja nueva realidad de Andalucía y a nuestra nuevas necesidades que se simboliza por ejemplo en nuestra bandera. Es muy difícil que una causa tenga una bandera reconocida universalmente porque eso tiene un enorme valor como metáfora de la unidad compartida. Además la nuestra es de las pocas que no está manchada por sangre o represión. Es un palinsesto de valores democráticos, igualitarios, universalistas y de amor a la tierra. Ya lo decía Carlos Cano con una sabiduría secreta a la vista de todo el mundo: “Mi esperanza es mi bandera, blanca y verde, blanca y verde”.
Aquí hay ideas de gente a la que admiro: antonio manuel, manolo gonzalez de molina, paco garrido o jose luis serrano pero de la arquirectura del artículo yo soy el único responsable
gracias max, las siglas no son importantes, hablemos de contenidos (que no es fácil) y luego de instrumentos. Hay compañeros para los que las siglas PA son su vida y para otros son su infierno pero comparten las mismas ideas y lo que es mas importante incluso, los mismos sentimientos. superar esta contradiccion lleva su tiempo. yo soy PA a muerte pero sobre todo soy andalucista y aún más, ecoandalucista.
Todo es dependencia, dependencia económica, energética, política, tener un proyecto específico para nuestra tierra y un gobierno efectívamente autónomo, no como hasta ahora, es la clave para el despegue de nuestra tierra.
Estoy de acuerdo, afortunadamente no ha usado usted ninguna sigla. Ese andalucismo que describe tan bien lo comparto. Si usa usted siglas todo se va al garete. es una cuestión también de memoria histórico política.