Anotnio Muñoz Molina.
Tony Judt probablemente no volverá a tomar nunca un tren pero escribe apasionadamente sobre ellos. Para ser exactos, no escribe, dicta. Tony Judt, que ha escrito algunos de los mejores libros de historia y de pensamiento político de los últimos años, padece la enfermedad de Lou Gehring, que va degradando poco a poco su sistema nervioso, y aunque todavía puede hablar y mantiene intactas sus facultades intelectuales sólo mueve débilmente los dedos de una mano. Dentro de poco también habrá perdido esa capacidad. En una confesión que apareció primero en la New York Review of Books y tradujo este periódico Tony Judt cuenta el proceso gradual de su enfermedad y la sensación de haberse convertido en una conciencia lúcida e insomne aprisionada en un cuerpo inerte. Pero en lugar de rendirse a la fatalidad se ha vuelto más ansioso de aprovechar el tiempo que le queda. Continúa dictando episodios fragmentarios de unas memorias que tienen un tono de impudor confesional matizado por la ironía, y acaba de publicar un libro que es un valeroso manifiesto: una declaración de principios progresistas, una vindicación de la legitimidad de lo público y de lo universal como valores de la izquierda en una época en la que sólo lo privado y lo particular parece respetable, o peor aún, eficiente y moderno. Tony Judt defiende lo que hasta hace nada se había vuelto indefendible: los espacios públicos, los servicios públicos, las causas comunes, todo lo que los expertos en economía de la derecha y los expertos en identidades irreductibles de la presunta izquierda llevan proscribiendo más de treinta años.
A Tony Judt, que no volverá a disfrutar de ellos, los trenes le parecen el símbolo más hermoso de lo que sólo puede existir gracias al esfuerzo de todos y está al servicio de cada uno; la clase de servicio que sólo puede ofrecer el Estado, y que cuando se privatiza cae en la ruina y en la ineficacia; lo que se ha mantenido prometedor y moderno durante casi dos siglos, gracias a la acumulación de esfuerzo y experiencia de generaciones sucesivas. Quién no ha disfrutado y disfruta todavía el romanticismo urgente de las grandes estaciones de ferrocarril, las que albergaron las locomotoras de vapor que incitaban la imaginación visual de Turner y Monet y ahora acogen los trenes de alta velocidad. Quién, en Europa, en América del Norte, no ha visto mejorada su vida gracias a ese otro empeño colectivo que sólo una armadura pública puede sostener, el Estado de Bienestar.
El libro se titula Ill Fares the Land y tiene poco más de doscientas páginas. Es el arrebato de un hombre al que no le queda mucho tiempo. Tony Judt, historiador de la Europa que surgió de las ruinas de 1945 y duró dividida hasta 1989, examina el panorama del mundo después de casi treinta años de desprestigio de lo público y obscena rendición a los poderes del dinero. Desde los tiempos del New Deal en Estados Unidos y de la llegada al Gobierno de las socialdemocracias europeas, y en especial después de 1945, las más graves diferencias sociales habían empezado a mitigarse, y el control del Estado hizo imposible que se repitiera una catástrofe como la de 1929. Si uno deja a un lado los vapores de las ideologías, se impone una constatación práctica: «En muchos aspectos, el consenso socialdemócrata significa el progreso más grande que se ha visto hasta ahora en la Historia. Nunca antes tuvo tanta gente tantas oportunidades en la vida».
Todos, sin excepción, en Europa y en Estados Unidos, somos beneficiarios en algún grado de la revolución socialdemócrata, que supo favorecer la igualdad y la justicia fortaleciendo y no sólo conservando las libertades individuales: cuando vamos al médico, cuando asistimos a la escuela o mandamos a nuestros hijos a la universidad, cuando tomamos el tren o el metro, incluso cuando conducimos nuestro coche privado por una autopista que no habría podido construirse sin enormes inversiones públicas. Y sin embargo, desde los tiempos de Margaret Thatcher y Ronald Reagan, el descrédito de lo público se ha extendido como una gangrena, en la derecha y también en la izquierda, que cuando llega al poder muchas veces adopta un lenguaje entre tecnocrático y cínico. Lo público es ineficiente. Cualquier servicio lo puede prestar mucho mejor una empresa privada, que se rige por la racionalidad del beneficio y no por la rutina o la corrupción de la burocracia. Hay una manera de que las profecías se cumplan: a los servicios públicos se les quitan los medios y se descuida su gestión y así se demuestra que no funcionan y que necesitan ser privatizados. Y para atraer inversores se les tienta con subsidios, con precios tan bajos que son un saqueo de lo que pertenece a todos, y que contribuyen directamente al beneficio de los accionistas. Tony Judt, británico de origen, cuenta con ira el expolio de los ferrocarriles de su país, vendidos de saldo a compañías que los han hecho mucho peores y además los han arruinado, de modo que el Estado ha tenido que intervenir para rescatarlos.
Los expertos en economía aseguraban que una vez desmontados los controles públicos sobre el mercado, la riqueza se multiplicaría ilimitadamente en beneficio de todos. Cuanto más ricos fueran los ricos y más de ellos hubiera la catarata de su prosperidad contribuiría al bienestar de los pobres mucho más eficazmente que las toscas políticas sociales de los gobiernos. Tony Judt aporta algunos datos: en 1968, el director ejecutivo de General Motors ganaba sesenta y seis veces más que la media de sus empleados. En 2005 la diferencia de ingresos entre un empleado medio de WalMart y su máximo directivo estaba en una escala de uno a novecientos. Y la familia propietaria de WalMart posee una fortuna estimada en 90.000 millones de dólares, que equivale a los ingresos conjuntos del 40% más pobre de la población americana: 120 millones de personas.
Mientras esto sucedía, la izquierda ha estado entretenida en otras cosas, sobre todo en defender causas singulares que en muchos casos eran justas, pero que descuidaban lo más valioso del patrimonio del pasado, el impulso de un proyecto universal de justicia. Las diferencias identitarias se volvieron más importantes que las diferencias de clase. El narcisismo individualista de los años sesenta se alió fácilmente con los halagos comerciales para imposibilitar cualquier empeño de rebeldía política colectiva. En nombre de diversidades reales o inventadas, justas o caprichosas, la izquierda se ha condenado a sí misma a la parálisis justo en una época en la que hace más falta que nunca restablecer la fortaleza de lo público, que es la única defensa de la inmensa mayoría contra los abusos de los saqueadores y de los corruptos. Los que llevaban treinta años denostando al Estado han tenido que recurrir a él para que los salve de la ruina que ellos mismos provocaron con su codicia. Deberíamos estar mucho más furiosos, dice valerosamente Tony Judt desde su cama de inválido; y deberíamos reunir de una vez nuestras causas diversas en una gramática común de la emancipación.
Publicado El País. 03-04-2010
Le recomendaría a Muñoz Molina (buen escritor pero pésimo ensayista político) que viera precisamente «el escritor» una enorme película de Polanski que acaba de estrenarse y que es un verdadero manifiesto sobre la realidad de la socialdemocracia, encarnada en la figura de Tony Blair. Porque ¿qué es lo que dice Muñoz Molina? ¿revolución socialdemócrata? ¿lucha de clases? ¿que la culpa la tiene que la izquierda se haya obsecado con las diferencias identitarias?. Mas bien lo que está ocurriendo es que las consecuencias del pacto de la socialdemocracia con la derecha después de la II guerra mundial para defender el capitalismo está llegando al final de su recorrido. La obsecación antiandaluza de muchos intelectuales andaluces tiene su justo castigo en que solo tengan sentido sus palabras en la ficción porque cuando hablan de la realidad social son más que vulgares.