Rafa Rodríguez
1. La sociedad capitalista: economía privada y Estados
La sociedad capitalista es un producto histórico, un sistema en el tiempo, que no se deriva de un proceso natural inevitable ni supone el fin de la historia, sino que es un sistema contingente, nacido en unas circunstancias históricas específicas, que ha evolucionado con una velocidad extraordinaria.
Habitualmente suele identificarse al capitalismo con la economía privada. En este artículo utilizamos el concepto más amplio de sociedad capitalista como el resultado de la interrelación entre la economía privada y los Estados, porque históricamente forman parte de una misma realidad social. Son estructuras organizativas diferenciadas, pero con relaciones simbióticas y, al mismo tiempo, conflictivas.
En las formaciones sociales precapitalistas la apropiación del excedente se realizaba mediante formas extraeconómicas utilizando la coacción del poder político, judicial y militar. Unidades productivas y poder político, militar y jurisdiccional estaban integradas en un sistema desconcentrado y jerarquizado. La soberanía solo consistía en señalar al primero en la pirámide jerárquica entre los poderes (Bodín) y era sobre todo soberanía externa: capacidad de firmar tratados, declarar la guerra y hacer la paz. La forma de dominación era en sí misma una forma de producción que condicionaba el escaso desarrollo de las fuerzas productivas y las dificultades en sus mecanismos de distribución. La desigualdad material iba unida a la desigualdad en la situación jurídica de las personas.
El Estado moderno (los poderes públicos), cuyo nacimiento está asociado al nacimiento de la economía privada capitalista, es una institución segregada de la sociedad civil (economía privada e instituciones civiles), que concentra todo el poder que impregnaba el sistema desconcentrado de las relaciones sociales precapitalistas. Así, la sociedad capitalista se caracteriza, frente a las anteriores formaciones sociales, por la separación funcional entre Estado y sociedad civil, aunque interrelacionados en las distintas escalas del territorio político (dentro y fuera de los Estados), conformando un sistema que produce efectos decisivos en las dimensiones económica, política, social y en los ecosistemas biofísicos. Weber ya calificó la conexión entre la economía privada y el Estado moderno, en el nacimiento del capitalismo, como una “alianza memorable”.
El monopolio del poder político en el Estado es condición necesaria para las relaciones sociales capitalistas, en la que los individuos con ciudadanía se relacionan jurídicamente como ciudadanos libres e iguales. El hecho de que el nuevo Estado absorba y concentre todo el poder político, que antes estaba disperso y que se utilizaba de forma compulsiva para extraer el excedente económico, conduce a la igualdad civil de las personas libres, por lo que la formación del Estado moderno tiene en su raíz el principio de igualdad, mientras que la economía privada se organiza bajo el principio de desigualdad.
La gran excepción es la situación de las mujeres y de los esclavos. Las mujeres seguían sometidas al pater familia, en una relación de dominación y dependencia. Incluso con las leyes napoleónicas, la mujer casada siguió siendo parte de la personalidad jurídica del varón y, por lo mismo, posesión de este, sometidas a la “ley de familia”.
Marx, en la polémica contra Proudhon (1847), resaltaba la importancia que la esclavitud había tenido para la conformación de la sociedad capitalista “Lo mismo que las máquinas, el crédito, etc., la esclavitud directa es la base de la industria burguesa. Sin esclavitud no habría algodón, sin algodón no habría industria moderna. La esclavitud ha dado su valor a las colonias, las colonias han creado el comercio universal, el comercio universal es la condición necesaria de la gran industria. Por lo tanto, la esclavitud es una categoría económica de la más alta importancia.”
Los ciudadanos no propietarios, los desposeídos varones, eran formalmente iguales ante la ley, pero desiguales económicamente y obligados a vender su fuerza de trabajo. Ahora la compulsión no es política sino económica.
2. La economía privada
La economía privada, como elemento básico de la sociedad civil y de la sociedad capitalista, es una estructura cuyo como motor es la reproducción del capital en el contexto de “una economía de producción monetaria”. Su motivación primordial es la obtención de beneficios y rentas para los propietarios de activos de capital, y no la creación de utilidades sociales. Está compuesta, básicamente, por el sistema productivo y el sistema financiero.
En el conjunto de la sociedad capitalista, la economía privada genera estructuras de poder en todos los niveles territoriales que pugnan por el control de los Estados, tanto desde el interior de cada uno de ellos, como desde la escala global, en una relación enfrentada y, al mismo tiempo, necesaria.
Ha sido y sigue siendo el motor de las transformaciones por su necesidad de crecimiento continuo ya que la reproducción del capital exige una acumulación exponencial, lo que provoca un aumento constante del consumo de recursos, particularmente de energía, en una contradicción fundamental con la existencia de un planeta finito, un sistema cerrado de recursos que solo recibe del exterior la energía solar. Esta contradicción se ha ido agravando hasta el extremo de que con la globalización definimos a nuestra época como la era del antropoceno.
La desigualdad social intrínseca de la economía privada genera una conflictividad estructural. Esta conflictividad, a su vez, es un motor en la evolución social, cuyas conquistas se han ido incorporando, a través de la legislación de los Estados, al conjunto de la sociedad.
El sistema financiero ha crecido y ganado peso a medida que evolucionaba la sociedad capitalista, como causa y efecto de los excedentes de beneficios que genera el sistema productivo, añadiendo más inestabilidad por su irreductible naturaleza especulativa, lo que provoca crisis cíclicas de origen endógeno al conjunto del sistema, tal como explicó Hyman P. Minsky.
3. El Estado moderno
La evolución de los Estados en la sociedad capitalista ha tenido, en su forma canónica (modelos), dos etapas bien diferenciadas:
En una primera etapa existe el Estado liberal, que se legitimaba por el sufragio censitario, donde sólo una minoría de propietarios, varones, libres, blancos y cristianos, tenían derechos políticos y podían ejercer el derecho al voto. Además, los esclavos y las mujeres ni siquiera tenían derechos civiles.
Por solo citar algunos datos, en Francia la abolición definitiva de la esclavitud tuvo lugar en 1948. En EE.UU. se abolió la esclavitud a través de la 13ª Enmienda a la Constitución, que entró en vigor en 1865 tras finalizar la guerra de secesión. La 15ª Enmienda (1870) prohibía cualquier tipo de discriminación al voto basándose en la raza o en el color, pero no fue hasta la Ley de Derecho al Voto de 1965 (Voting Rights Act of 1965) cuando se prohibieron las prácticas discriminatorias en el derecho al voto a los afroamericanos, tales como exigir pruebas de alfabetización o el pago de algún impuesto. En España se prohibió la esclavitud en 1837, con las excepciones de Puerto Rico (hasta 1873) y Cuba (1886), y en Portugal en 1869. Sin embargo, de facto siguen existiendo personas en situación de esclavitud en determinadas áreas del planeta, sobre todo mujeres y niños, sometidas a trabajos y matrimonios forzosos, explotación sexual o trata, en contextos de fragilidad del Estado.
Las mujeres tuvieron que luchar contra una triple desigualdad: la civil, la política y la laboral. En el siglo XIX la demanda principal, aunque no exclusiva, fue la consecución del voto, por el movimiento sufragista. En 1893, Nueva Zelanda se convirtió en el primer país del mundo en conceder el derecho al voto a las mujeres y Australia lo aprobó en 1902. Hasta 1971 no se consigue el derecho al voto en Suiza y en 1984 en Liechtenstein, el último país europeo en reconocerlo. En 1979 se aprobó la Convención sobre la eliminación de todas las formas de discriminación contra la mujer, instrumento clave de NN.UU. en la protección de los derechos de las mujeres y en 2011 el Convenio de Estambul contra todas las formas de violencia hacia las mujeres en Europa. A pesar de ello, cada día, las mujeres de todos los países del mundo sufren desigualdad y discriminación. Se enfrentan a situaciones de violencia, abusos y un trato desigual tanto en su hogar, como en su entorno de trabajo y en sus comunidades solo por el hecho de ser mujer, negándoles incluso las oportunidades para aprender, obtener ingresos y hacer oír su voz. La mayor parte de las personas que viven en situación de pobreza también son mujeres. En comparación con los hombres, tienen un menor acceso a recursos, poder e influencia, y pueden experimentar más desigualdad debido a su clase, etnia o edad, así como por vivir en entornos donde predominan las creencias religiosas fundamentalistas. La actual situación de las mujeres en países como Afganistán son un trágico exponente de cómo su situación se agrava en Estados teocráticos incompatibles con la democracia.
En una segunda etapa, nace el Estado democrático. La movilización de los sectores excluidos, sometidos a situaciones de desigualdad o injusticia, logró impulsar con éxito en muchos Estados, durante los siglos XIX, XX y lo que llevamos de siglo XXI, procesos democratizadores, conquistando derechos a través de su plasmación en la legislación, tanto constitucional como ordinaria.
Si la construcción del Estado soberano implicaba la igualdad civil, ¿por qué no la igualdad política, la liquidación del sufragio censitario y la universalización del derecho de voto? La raíz igualitaria del Estado moderno favorecía las reivindicaciones de participación e igualdad política, unidas a las reivindicaciones de igualdad social, ya que aquellas, además de un fin en sí misma, eran el instrumento que proporcionaba poder para la conquista de las reivindicaciones sociales y laborales por lo que, tal como describe Antoni Doménech “a finales de los sesenta del siglo XIX, no solo el socialismo político se presentaba doctrinalmente como heredero del republicanismo democrático, sino que la tradición republicana, más o menos conscientemente asumida, era el suelo compartido, el denominador común de las más diversas tendencias del movimiento obrero real en Europa y en América” ( El eclipse de la fraternidad. p. 160. 2019).
El resultado ha sido el Estado democrático, en el que se ha logrado la universalización del sufragio electoral. Tras la II Guerra Mundial, sobre todo durante los “treinta gloriosos”, un periodo que acaba con el inicio de la globalización, el Estado ha fortalecido sus estructuras y su capacidad de intervención en la sociedad de su ámbito, adquiriendo la forma de Estado social, en la que los Estados asumen una posición activa en la creación y gestión de los servicios públicos y en la actividad económica con el fin de promover la igualdad de oportunidades y la seguridad en las condiciones básicas de vida.
El derecho al voto, el derecho que crea derechos, significó la plena ciudadanía por la generalización de la libertad civil y la igualdad política pero no el fin de las relaciones sociales de dependencia, incluidas las patriarcales.
El Estado democrático, frente a lo que fue el Estado liberal, es un Estado representativo de los intereses generales, un espacio político autónomo, aunque limitado a su jurisdicción, liderado por los sectores sociales que consiguen representar transitoriamente esos intereses generales. Es el marco para encauzar la conflictividad que producen todas contradicciones por las distintas posiciones de desigualdad estructural de los grupos sociales en la sociedad civil, mediante la acción política, de forma que se convierte en el garante de la vida social, de la convivencia pacífica y la estabilidad, al proporcionar reglas de juego para la ocupación temporal del poder, a través de los gobiernos.
4. Interrelaciones y ámbitos entre economía privada y Estados. La contradicción entre la globalización de la economía privada y Estados más fuertes
La relación entre economía privada y Estados tenía como como ámbito básico el ámbito estatal, pero la globalización ha cambiado radicalmente este marco.
a) La economía privada
Le economía privada se ha ido internacionalizando impulsada por la globalización del sistema financiero, las nuevas tecnologías y la articulación de las cadenas de producción en las que la fabricación de los componentes del producto o servicio, el montaje y la comercialización, están repartidas por todo el mundo.
La globalización de la economía ha colonizado ya la totalidad del planeta. Por vez primera, no hay un “exterior” al sistema capitalista por lo que para continuar su crecimiento exponencial necesita una expansión ya no solo cuantitativa, sino cualitativa en ámbitos que hasta ahora estaban al margen del mercado, ya sean los recursos biofísicos ya sean bienes civiles, facilitado por internet que ha intensificado las relaciones horizontales, otorgando mayor poder a las empresas del sector digital y debilitando el control de los poderes públicos.
La innovación ha adquirido una aceleración continua sobre la base de la digitalización que está transformando toda la tecnología, exigiendo la renovación continua de los activos de capital en cualquier empresa u organismo. La innovación incide sobre tres elementos básicos, el sistema de comunicación y transporte, las fuentes de energía y el sistema de producción, financiación y nuevos materiales, cada uno de los cuales interactúa con los demás y transforman la actividad económica, la vida social y la gobernanza, incrementando la producción de bienes y servicios de una forma sin precedentes.
Desde el último cuarto de siglo XX ha habido mejoras para numerosos sectores de la población, sobre todo en China, y muchos aspectos de nuestra vida también han mejorado por los avances tecnológicos y la productividad y por la lucha de millones de personas que han conquistado libertades, derechos y condiciones para hacer la vida más humana.
Sin embargo, también la desigualdad ha aumentado prácticamente en todas las regiones del mundo, aunque a distintas velocidades. La desregulación y precarización del mercado de trabajo o que la renta derivada de actividades no productivas se haya convertido en la herramienta principal para la captación de la plusvalía social, están incrementando la desigualdad aunque en niveles diferentes, incluso entre países con niveles similares de desarrollo, mostrando la importancia de las políticas e instituciones públicas para influir en la evolución de la desigualdad.
b) Los Estados
Los Estados, en general, han ido ganando tamaño hasta situar el peso de su actividad económica, en los países de la OCDE, entre el 30% y el 50% del PIB, a medida que iban incorporando derechos sociales a sus marcos constitucionales o legales y capacidad de intervención económica, a pesar de la ola neoliberalizadora de las últimas décadas impulsada por la globalización y el hundimiento del bloque soviético. Las crisis de la globalización de 2008, y ahora la pandemia, han vuelto a poner en primer plano la importancia de los Estados para asegurar la salud y las condiciones de vida de las personas, así como su decisivo papel económico, financiero y monetario.
La cooperación entre los Estados en el ámbito global se caracteriza por su debilidad con la excepción de la Unión Europea, un mega Estado en construcción que combina características de organización en base a tratados internacionales, estructuras confederales e incluso federales, como disponer, la mayoría de sus países, del euro como moneda común, de instituciones como el BCE y de la prevalencia del derecho comunitario sobre el derecho de los Estados que la componen. El organismo público internacional más importante, las NN.UU. es ineficaz para hacer frente a los problemas globales actuales, a pesar de avances como la creación de la Convención marco sobre el cambio climático, adoptada en 1992, que ha sido ratificada actualmente por 197 países.
En este tiempo, la pandemia, la crisis ecológica, la inflación y el aumento de la desigualdad ponen en riesgo, sobre todo, a las personas que viven en Estados con debilidades estructurales frente a quienes viven en Estados que ofrecen mayor protección y tienen más capacidad de impulsar dinámicas de adaptación a la crisis ecológica, protección frente al virus y fortaleza económica y monetaria, por lo que es probable que las crisis migratorias se incrementen incluso con mayor intensidad que hasta ahora.
Pese a que la democracia representa el modelo canónico del Estado en el siglo XXI, solo el 50% de la población (49,4%) vive en algún tipo de democracia, y un escaso 8,5% lo hace en una democracia plena, destacando Asia y África como los continentes con más Estados autoritarios, según la decimotercera edición del índice de Democracia correspondiente al año 2020.
c) Un nuevo ámbito de relaciones
La mayor parte de la actividad económica, aunque sigue teniendo una dimensión estatal o local, su núcleo, el que marca los ritmos y orientaciones de la gran inversión y tiene capacidad para influir sobre los mercados, ha adquirido una dimensión global, lo que implica que funciona como una unidad en un ámbito que abarca todo el planeta, a través de los nuevos sistemas de información, financiación y redes de producción y transporte.
Hoy, la crisis ecológica, la pandemia, la desigualdad o los problemas derivados de la crisis de la globalización como la desarticulación de muchas cadenas internacionales de valor, son problemas globales.
La democracia, el marco para amortiguar la desigualdad y ofrecer reglas de juego para hacer frente a los problemas desde la convivencia pacífica, está constreñida al interior de las fronteras de aquellos Estados que se pueden calificar como tales. El encapsulamiento de la democracia en el interior de los Estados y las dificultades de los Estados para hacer frente a los grandes problemas, representan un escenario lleno de amenazas porque las grandes contradicciones actuales superan los marcos estatales.
Los distintos ámbitos de intervención de la economía privada y de los Estados determinan posiciones de poder asimétricas. La capacidad de las multinacionales para presionar a los gobiernos, la elusión fiscal y la existencia de paraísos fiscales son ejemplos de su poder para debilitar a los Estados, a pesar de que muchos de ellos han adquirido mayor potencia.
Al mismo tiempo, la pandemia y la crisis ecológica, con sus consecuencias sanitarias, económicas y sociales, incrementan la desigualdad entre Estados sólidos y Estados frágiles que, con una parte importante de la población en la economía informal y sin apenas servicios públicos, no pueden hacerles frente ni proteger a sus ciudadanos.
5. Conclusiones
La sociedad capitalista es una sociedad arraigada que, después de más de dos siglos de existencia, y tras los fracasos de proyectos alternativos como el liderado por la URSS, se ha consolidado en todo el planeta. Pero también es una sociedad en crisis que se enfrenta a problemas globales que están poniendo en riesgo incluso a la propia humanidad.
Es una sociedad que evoluciona a gran velocidad. Por una parte, genera las precondiciones de una radical prosperidad humana pero, a su vez, impide una distribución equitativa de la riqueza. Su dinámica está destruyendo la vida en el planeta y la democracia sigue siendo minoritaria y reducida al ámbito del interior de los Estados que pueden considerarse democráticos.
Una visión tradicional en parte de la izquierda ha sido establecer una relación simplista y mecánica entre el poder económico y político, obviando sus contradicciones y eludiendo la importancia de sus interrelaciones que, en gran parte, han determinado la evolución de la sociedad capitalista. Si bien la consideración del Estado como “estado mayor de la burguesía” podía ser lógica para el Estado liberal, la negación de la autonomía política del Estado para el Estado democrático es un error tan importante que cierra cualquier posibilidad real de transformación.
La pandemia ha demostrado en la práctica que la fortaleza del Estado ha sido clave para garantizar la cobertura médica y sanitaria pero también para pagar salarios a los trabajadores que han visto interrumpida su actividad laboral por las medidas para combatirla y facilitar vacunas gratuitas en función del riesgo y no en función de la capacidad de compra.
La hegemonía cultural del neoliberalismo, que ha definido los límites de lo políticamente posible en las últimas décadas, está muy debilitada. Hay una nueva confianza en lo público para que lidere, a través de la planificación, la intervención en la economía o la gestión de los servicios, una perspectiva de transición, aunque tiene un doble desafío interconectado. Por un lado, desbordar los límites territoriales de los Estados actuales en donde están encapsulado el poder político y, por otro, proyectar los principios de igualdad, libertad, autonomía y sostenibilidad en todas sus estructuras, mediante la profundización en los derechos civiles, los derechos económicos, los derechos políticos y los derechos medioambientales.
La desigualdad territorial, que provocan las diferentes condiciones materiales en función de la pertenecía a unos Estados sólidos o frágiles, es un factor que, al mismo tiempo, consolida la desigualdad en el interior de los Estados, de tal forma que la fragmentación del poder público es determinante para la hegemonía del poder privado global, con lo que cada vez adquiere más sentido la idea de Weber (citada por Ingham. Capitalismo, p. 45) de que “mientras el Estado nacional no deje espacio a un sistema mundial, el capitalismo seguirá existiendo”.
La doble dinámica de extensión de la democracia hacia fuera y hacia dentro de los Estados, implica una reconfiguración de las relaciones entre los poderes públicos y privados, superadora de la asimetría actual que está a favor de los poderes económicos globales, reforzados por las grandes tecnológicas multinacionales.
Una doble dinámica con el contenido en común de un nuevo contrato social para la era del antropoceno que sitúe la alternativa a la crisis ecológica como el objetivo central y al empleo y a las condiciones dignas de trabajo como centro de ese contrato, para proporcionar una expectativa de futuro y más seguridad a nuestra vida cotidiana, desde la reivindicación simultánea e inseparable de la igualdad y la libertad.
En este entorno actual de inseguridad e incertidumbre, la disputa es entre el pesimismo que deriva en un sálvese quien pueda o un horizonte de expectativas que ofrezca un camino claro y posible para avanzar en la solución de los problemas, a través de la política democrática, sabiendo que hay un duro conflicto para determinar qué sectores sociales van dirigir, y hacia donde, la transición ecológica, económica y social, quienes van a soportar sus costes y, por lo tanto, cuál va a ser la nueva correlación de poder.
(*) La imagen es una obra de René Magritte «Esto sí es una idea»