Esta cuestión de la vida buena tiene una historia muy larga detrás. Los griegos hablaban de la eudaimonía y se referían a eso, a vida lograda, a vida buena: está en Sócrates, en Platón, en Aristóteles, en Epicuro, en el pensamiento griego en general.
Luego, en la tradición filosófica moderna, que podemos sintetizar en Kant si hubiera que referirse a un solo autor, se relega esa cuestión de la vida buena y se pone en primer plano la cuestión de cómo he comportarme, y en definitiva cuál es el vínculo con las otras personas.
Esas son las dos grandes preguntas en la historia de la reflexión ético-política, de toda la filosofía práctica. En primer lugar, ¿cómo he de vivir? ¿Cuál es la vida buena para un ser como yo?; y en segundo lugar, ¿cómo me vinculo con los otros seres? En el siglo XX, y con la crisis ecológico-social que es un fenómeno epocal –por emplear un adjetivo quizá demasiado rimbombante–, aparece como tercera gran pregunta, también en ese ámbito de la filosofía práctica, otra que radicaliza las dos anteriores: ¿cómo habitar la Tierra? No hacía falta plantearse esto radicalmente en tiempos de Aristóteles o Kant, pero ahora no podemos dejar de preguntárnoslo. Esa tercera pregunta radicaliza y matiza las dos anteriores.
Pensando en la primera pregunta, la aristotélica, nos preguntamos: ¿en qué consiste la vida buena para un ser finito y mortal como el ser humano, bajo constricciones ecológicas? ¿Qué significa vivir bien la era de la tecnociencia y la crisis ecológica global? Y también, pensando en la segunda pregunta, la kantiana, podemos reformular: ¿qué significa deber y obligación, qué tipo de deberes y obligaciones tenemos en la época de la crisis ecológica global?
Ahí está por tanto esa pregunta por la vida buena que no se puede desligar del planteamiento de los servicios de los ecosistemas, tal y como está definido en el marco conceptual que estamos empleando. La manera como se busca concretarlo es a través del bienestar humano.
¿Cómo se concreta en el EME el bienestar humano y qué implicaciones tiene?
Tanto en el EME como en el Millenium Assessment internacional, el bienestar humano se define en términos de libertad (de elección y de acción) y de necesidades básicas, como salud, seguridad, las bases materiales para una buena calidad de vida o buenas relaciones sociales.
Ahora bien, frente a ese esbozo de lo que constituye el bienestar humano en términos de libertad y de necesidades básicas, ojo: lo que estamos tomando como si fuera una pareja de conceptos poco conflictiva, libertad y necesidades humanas, en realidad encierra un potencial de conflicto grande. Enseguida puede aparecer alguien, de hecho seguro que ha aparecido en estadios previos de estas discusiones, que levante la mano y pregunte: ¿y si resulta que para mí los seres humanos, precisamente en cuanto radicalmente libres, no tienen ninguna “naturaleza humana” –pueden serlo potencialmente todo— y por tanto no tiene sentido hablar de sus necesidades básicas?
¿Qué sucede si prestamos atención, dentro de las corrientes culturales de nuestra época, a las concepciones del ser humano que subrayan la constante auto-transformación del mismo, la capacidad de auto-creación del ser humano desbordando todos los límites? Siguiendo a Nietzsche por ejemplo, como referencia de estas corrientes, hacia lo superhumano. ¿Qué concepción del bienestar se sigue ahí?
Si radicalizamos la libertad en ese sentido, y somos libres para intentar ser cualquier cosa que deseemos ser, ¿qué hacemos con eso? Por ejemplo, el gran poeta Blas de Otero quería escribir “la poesía en los siglos futuros con el pan en medio de la mesa y un avión a Marte todos los miércoles”. Si pensamos que el bienestar humano consiste, al menos parcialmente, en un avión a Marte todos los miércoles, vemos con claridad esa tensión que hay entre los dos componentes: libertad potenciada por la tecnociencia y necesidades básicas.
De hecho, claro está, uno le podría contestar a Blas de Otero que el esfuerzo por inaugurar la línea aérea a Marte todos los miércoles probablemente sea una de las causas que impiden que haya pan encima de cada mesa: a él le parecía un asunto poco conflictivo, embargado de un optimismo “sesentista” y de una confianza excesiva en la tecnología. Por otra parte, sabes que yo he escrito un libro titulado Gente que no quiere viajar a Marte…
Lo que quiero indicar señalando esta contradicción interna es que no hay forma de evitar un contenido normativo en la idea de bienestar humano, n en la idea de condición humana (o naturaleza humana) que tenemos por debajo de la misma. No hay un “bienestar humano libre de valores” que nos sirva para apuntalar la conservación de los ecosistemas, y no sé si eso se ha tenido suficientemente en cuenta trabajando en el EME. Si podemos evitar una toma de posición normativa, entonces quizá habría que explicitar más cuáles pueden ser los valores, los presupuestos normativos, desde los cuales trabajamos. Yo particularmente sugeriría –sintentizándolo mucho— tres elementos: (A) un humanismo de la auto-contención, (B) una idea de eco-justicia igualitaria (de alcance mundial), y también, desbordando el planteamiento del EME, (C) la atención no sólo al bienestar humano –no comparto el enfoque marcadamente antropocéntrico que está en la base del Millenium Assessment–, sino el bienestar de todas las criaturas sintientes.
Otro asunto que nos puede hacer pensar un poco en esta clase de conflictividad no evitable, en los términos de conflicto que estamos empleando, es que si atendemos a lo que la sociedad española parece pensar en relación a la noción de bienestar –sin hacer un estudio exhaustivo, sino simplemente atendiendo a las impresiones que uno recibe hablando con sus conciudadanos–, parece haber ahí un equívoco generalizado. Por ejemplo, mucha gente, quizá la mayoría de la población española, entiende de una curiosa manera una expresión tan básica para nuestro pensamiento político y moral como la de “Estado de bienestar” (que traduce el término inglés welfare, no well-being; y quizá sería más correcto traducir Welfare State no por “Estado de bienestar” sino por “Estado asistencial” y nos evitaríamos algunos equívocos).
Me temo que buena parte de la sociedad española entiende “Estado de bienestar” como la posibilidad de tener cada persona un chalé en la playa… Pero claro, el Estado asistencial o Estado de bienestar en realidad lo que significa es la organización desde arriba de la solidaridad social, la protección colectiva frente a las contingencias de la vida, y no la idea de un chalé en la playa para cada español y cada española. Pero eso es lo que tiene mucha gente en la cabeza, el tipo de representación que se suscita con la idea de Estado de bienestar. No creo, por eso, que podamos contar con una definición consensual y no conflictiva de “bienestar” para trabajar en la EME.
Gracias, Jorge, por estas críticas constructivas y pertinentes al marco teórico del Milenio, que pueden hacer más factible el proyecto en su aplicación.
.www.ecomilenio.es
Plantearé alguna observación al marco conceptual con el que está trabajando el EME, y algunas preguntas en torno a la parte que me toca trabajar a mí (el papel de los fenómenos culturales como impulsores indirectos de insostenibilidad). Señalaba Carlos Montes, en uno de los varios artículos que ha escrito sobre este asunto, que la definición de servicios de los ecosistemas que prefería era una que provenía de Díaz y otros autores en 2006, que los explica como “los beneficios que suministran los ecosistemas, que hacen que la vida de los seres humanos sea posible y merezca la pena”.
Esta definición separa los materiales necesarios para el mantenimiento de la vida humana de los servicios relacionados con las libertades y las opciones para progresar individual y socialmente.
Vemos cómo aparecen ahí ,en esa definición, dos dimensiones diferentes: la dimensión de supervivencia y la que podemos llamar de vida buena, empleando una terminología que tiene mucha historia detrás. Nos situamos así en el terreno de la reflexión normativa, ética y política: ese “bueno” de “vida buena” ¿cómo se puede entender?
Si pensamos en la clase de seres que somos los seres humanos, una consideración relevante es la infradeterminación radical de nuestra vida y nuestra conducta por el componente pulsional-instintivo que determina en buena medida la vida de los otros animales, de los animales no humanos. Si tenemos eso claro, y por otro lado, si no nos sirven o no damos por buenas sin más las imágenes de vida buena que proporcionan las tradiciones religiosas y culturales, estamos entonces en plena pregunta socrática: ¿cómo he de vivir? Éste es uno de los arranques básicos de la filosofía occidental.
Animales como nosotras y nosotros, animales que perseguimos propósitos deliberadamente y para orientarnos hemos de deliberar, no pueden dejar de plantearse esa pregunta. Sólo cabe hacerlo a costa de cierto falseamiento de nuestra existencia, cuando simplemente aceptamos acríticamente las respuestas que nos vienen dadas.
Antes decías que la cuestión de la vida buena tenía mucha historia detrás, ¿puedes explicarnos más a qué te refieres?
Muy interesante. Un par de comentarios:
1. La posición de biocentrismo moderado de Jorge, crítica del antropocentrismo fuerte, me parece totalmente apoyable.
2. Celebro que Jorge recupere el término «humanismo», a pesar de las razonables dudas sobre su vaguedad y ambigüedad que expersara en su libro Un mundo vulnerable. Hay que disputarle el término a la secta siloista, que acá en América Latina abusivamente se lo apropió para denominar su brazo político-partidario.
3. Jorge llama sucesivamente socrática y aristotélica a la pregunta «¿cómo he de vivir?». Me parece que en ambas oportunidades quiso decir…aristotélica.
saludos rojiverdes,
José Antonio
Puerto Montt, Chile