Texto Fina Birulés.
Judith Butler, ensayista, pensadora y profesora del Departamento de Retórica de la Universidad de Berkeley (California), es conocida por sus estudios sobre género y sexualidad, en los que aborda la cuestión de qué significa deshacer, resignificar, los restrictivos conceptos normativos de la vida sexual y del género.
¿Puede establecerse alguna relación entre las transformaciones políticas, derivadas de los acontecimientos del 11 de septiembre de 2001 -el declinar de las soberanías estatales y la centralidad de las políticas de seguridad- y las transformaciones de la subjetividad política y del género? En sus últimos textos, la filósofa Judith Butler esboza en esta dirección una «ontología de la vulnerabilidad»1.
Su obra Gender Trouble.Feminism and the Subversion of Identity (1990), además de ser una de las más difundidas del feminismo mundial, ha sido considerada uno de los textos inaugurales de la Queer Theory, una corriente dentro de los estudios gays y lésbicos que trata de huir de las imposiciones teóricas y de las formas culturales y sociales de la diferencia de los sexos.
Poco inclinada a hablar de «posfeminismo», Butler parte de los recursos conceptuales y políticos presentes en la tradición feminista para pensar la categoría de género más allá de la diferencia entre masculino y femenino y para volver a formular la pregunta acerca de «lo humano». La filósofa pone el acento en la necesidad de resistir a la tentación de resolver las discrepancias en una unidad, pues, en su opinión, lo que mantiene vivo el pensamiento y las luchas políticas son precisamente las disensiones.
Esta entrevista se realizó en febrero de 2008 con motivo de una conferencia impartida por Judith Butler en el Centre de Cultura Contemporània de Barcelona (CCCB).
¿Podría hablarnos de su propia concepción de la crítica y de su relación con las conocidas palabras de Foucault:»No sé si hoy en día hace falta decir que el trabajo crítico implica aún la fe en la Ilustración; considero que siempre necesita el trabajo sobre nuestros límites, es decir, una labor paciente que dé forma a la impaciencia de la libertad»? Uno de sus últimos escritos se refiere a ello y quizás podría relacionar la tarea de la crítica y su vinculación con el feminismo.
La tarea crítica exige una preocupación por los límites, y Foucault se interesa particularmente en el problema de cómo este campo delimitado forma al sujeto. Si estamos formados como sujetos obedientes, si el Estado o alguna otra forma regulada de poder se nos impone y la aceptamos, devenimos sujetos de obediencia. Pero en cuanto nos preguntamos acerca de la legitimidad de este poder nos volvemos críticos, adoptamos un punto de vista que no está completamente formado por el Estado y nos interrogamos acerca de los límites que se nos pueden exigir.
Y si yo no estoy enteramente formada por este poder del Estado, ¿cómo estoy o podría estar formada? Formularse esta cuestión ya es empezar a formarse de otro modo, fuera de esta relación con el Estado, pues la crítica me distancia hasta cierto punto. Cuando alguien dice «no» al poder, dice «no» a una particular formación por el poder. Dice: no voy a ser sujetado de este modo y por los medios con que el Estado establece su legitimidad. La posición crítica implica un cierto decir «no», decir «no» como un «yo», y esto es ya una formación del «yo». Muchos se preguntan sobre qué base Foucault establece la resistencia al poder. Lo que nos está diciendo es que en la práctica de la crítica nos formamos como sujetos, a través de la resistencia y el cuestionamiento. Foucault no presupone un sujeto preexistente que pueda decir «no» y criticar a la autoridad. El propio sujeto se forma a través de la práctica de la crítica. Y efectivamente, desde mi punto de vista, ciertas formas de crítica suponen un cuestionamiento de la inteligibilidad de las normas que nos constituyen como personas. Si yo soy interpelada por las autoridades existentes como ciudadana o como no ciudadana, como un género o a través de una categorización racial, debo luchar contra esta determinación social. Las normas establecen mi inteligibilidad social, las categorías a través de las cuales entiendo a la gente y a mí misma. Si desde un inicio se me atribuye un género, si se me llama «chica», soy activamente una chica; el «yo» que emerge a través de este género es inteligible, en parte, como ser social: el género garantiza mi inteligibilidad y mi legibilidad como persona, y si cuestiono este género, me arriesgo a cierta ininteligibilidad, a perder mi lugar y mi legibilidad social como persona particular. Sin embargo, el «yo» podría decir «no» o podría preguntar «¿por qué?», ¿con qué medios, con qué fin he sido generada, con qué derecho este establishment médico me ha atribuido un género, o con que derecho la ley me ha atribuido un género? El «yo» toma distancia de estas normas de género, incluso si tales normas son las condiciones de su formación; esto es, no las abandona, no las destruye, sino que forcejea con ellas. ¿Puede rehacerse el género?, ¿puede entenderse como una práctica de la libertad?, ¿puede ser entendido como un modo de llegar a ser? Y si es así, ¿qué otras formaciones son posibles? En mi opinión, el feminismo implica un pensar acerca de las prácticas de libertad: cuando hacemos objeción a las prácticas discriminadoras en el empleo, a la reclusión en la esfera privada, cuando protestamos por la violencia contra las mujeres…, no es sólo porque queremos que las mujeres consigan la igualdad, que sean tratadas con justicia. Igualdad y justicia son normas muy importantes, pero hay más: queremos ciertas libertades para las mujeres para que no estén totalmente limitadas a las ideas establecidas de feminidad o incluso de masculinidad. Queremos que sean capaces de innovar y crear nuevas posiciones. En la medida en que el feminismo ha sido, al menos en parte, un tipo de filosofía, es crucial para él hacer nuevos modos de género. Si el feminismo sugiere que no podemos cuestionar nuestras posiciones sexuales o afirma no necesitar la categoría de género, entonces me estaría diciendo que, en cierto sentido, debo conformarme a determinada posicionalidad o a una determinada estructura -restrictiva para mí y para otros – y que no soy libre para hacer y rehacer la forma o los términos en que he sido hecha. Y es cierto que no puedo cambiar radicalmente estos términos, y aunque decida resistir a la categoría de mujer, tendré que lidiar con esta categoría a lo largo de toda mi vida. De este modo, siempre que cuestionamos nuestro género corremos el riesgo de perder nuestra inteligibilidad, de ser llamadas «monstruos». Mi lucha con el género, sería precisamente esto, una lucha, y ello tiene algo que ver con la labor paciente de dar forma a nuestra impaciencia por la libertad. Así, se puede entender la performatividad de género: la lenta y difícil práctica de producir nuevas posibilidades de experiencias de género a la luz de una historia y en el contexto de normas muy poderosas que restringen nuestra inteligibilidad como humanos. Se trata de luchas complejas, políticas, pues insisten en nuevas formas de reconocimiento. De hecho, en mi experiencia del feminismo estas luchas políticas han venido desarrollándose como mínimo durante el último siglo. Yo sólo ofrezco un lenguaje radical para estas luchas.
Al hablar de performatividad y de la posibilidad de nuevas formas de ser, emerge la pregunta acerca de cómo valorar los diversos modos innovadores de agencia, pues no toda novedad tiene por qué ser «buena». En su Deshacer el género habla algo de ello, pero ¿hay algún criterio que nos permita distinguir? ¿Es pertinente hablar aquí de universalidad?
Si nos referimos a los diversos modos en que el género es entendido como forma o interpretación cultural del cuerpo, creo que no es apropiado hablar de géneros buenos y malos: el género es extramoral. Quienes quieren establecer géneros normales y géneros patológicos o persiguen regular el género están absoluta y universalmente errados.Hay operaciones ilegítimas de poder que tratan de restringir nuestra idea de lo que el género puede ser, por ejemplo en el área de la medicina, del derecho, de la psiquiatría, de la política social, en las políticas de inmigración, en las políticas anti violencia. Mi compromiso supone una oposición a toda medida restrictiva y violenta usada para regular y restringir la vida de género.Hay ciertos tipos de libertades y de prácticas que son muy importantes para el florecimiento humano. La restricción excesiva del género mina, socava, la capacidad humana para florecer. Y, es más, añado que el florecimiento humano es un bien. Sé que hay una actitud moral también en ello, pero que nada tiene que ver con decir «este tipo de género es bueno y este es malo«. Esto último constituye un uso peligroso de la moralidad, en cambio yo trato de desplazar la estructura moral hacia otro marco en el que podemos interrogarnos: ¿cómo sobrevive un cuerpo?, ¿qué es un cuerpo floreciente?, ¿qué necesita para florecer en el mundo? Y necesita varias cosas: ser nutrido, ser tocado, estar en ámbitos sociales de interdependencia, tener ciertas capacidades expresivas y creativas, ser protegido de la violencia, que su vida sea sostenida por medios materiales.
Hoy hay muchas personas con modalidades de género que son consideradas inaceptables -las minorías sexuales o de género- y que son discriminadas, consideradas anormales, por los discursos psiquiátricos o psicológicos, o que son objeto de violencia física. A esta gente no se le da la oportunidad de que sus vidas sean reconocidas como dignas de ser protegidas o ayudadas, ni siquiera como vidas que sean merecedoras de duelo. Cuestionamos las normas de género que nos impiden reconocer ciertas vidas como dignas de ser vividas y que nos evitan proveer de condiciones materiales a través de las cuales estas vidas puedan florecer. Que se nos reconozca en público significa también ser entendidos como vidas cuya desaparición sería sentida como una pérdida.
Lo mismo se da también en la guerra: ciertas vidas se estiman dignas de ser protegidas, y otras se consideran extinguibles, radicalmente prescindibles. Se podría decir que todo mi trabajo gira alrededor de esta cuestión: ¿qué es lo que cuenta como una vida? y ¿de qué manera ciertas normas de género restrictivas deciden por nosotros?, ¿qué tipo de vida merece la pena ser protegida y que tipo de vida no?
En las últimas décadas se han producido importantes cambios en muchos aspectos de la vida de gays, lesbianas e incluso transexuales. Por ejemplo, en nuestro país se han aprobado los matrimonios entre personas del mismo sexo. A la luz de sus reflexiones acerca de cómo un contexto más amplio de inteligibilidad tiene consecuencias ontológicas, parece que convendría reflexionar también acerca de hasta qué punto este reconocimiento puede llegar a generar nuevas formas de restricción, otras formas de normalidad.
Si hay matrimonio, debe haberlo también homosexual; el matrimonio debe extenderse a cualquier pareja con independencia de su orientación sexual, si la orientación sexual es un impedimento, entonces, el matrimonio es discriminatorio. Por mi parte, no entiendo por qué hay que limitarse sólo a dos personas, parece arbitrario y podría ser potencialmente discriminatorio; pero sé que este punto de vista no es muy popular. Sin embargo, hay formas de organización sexual que no implican monogamia y formas de relación que no implican matrimonio o el deseo de reconocimiento por la ley -aunque sí por la cultura. Hay también comunidades integradas por amantes, ex amantes, amistades que cuidan de los hijos, que constituyen complejas redes de parentesco que no cabe describir como conyugales.
Estoy de acuerdo en que el derecho al matrimonio homosexual corre el riesgo de tener un efecto conservador, producir el matrimonio como normalizador y presentar como no normales e incluso patologizar otros modos muy importantes de intimidad, de parentesco existentes. Pero la cuestión es: ¿qué hacemos políticamente con esto? Yo diría que toda lucha por el matrimonio homosexual debería ser también por las familias alternativas, los parentescos y los modos alternativos de asociación personal. Necesitamos un movimiento que no logre los derechos de alguna gente a expensas de los de otra. Y pensar este movimiento no es fácil.
La exigencia de reconocimiento por parte del Estado debe ir acompañada de una crítica: ¿para qué necesitamos el Estado? A pesar de que a veces lo necesitamos para algunos tipos de protección (inmigración, propiedad, hijos), ¿debemos dejar que defina nuestras relaciones? Hay formas de relación que valoramos y que no pueden ser reconocidas por el Estado, para las que bastan las formas de reconocimiento de la sociedad civil o de la comunidad. Necesitamos un movimiento que se conserve crítico, que se formule estas cuestiones y las mantenga abiertas.
Me gustaría traer a colación a una pensadora de la que me he ocupado en los últimos años, Hannah Arendt. Me consta que hay aspectos de su pensamiento que le interesan. ¿Qué lugar ocuparían en su obra la distinción arendtiana entre liberación y libertad? Asimismo, ¿cómo pensar la responsabilidad en el contexto de reflexiones como las suyas acerca de la importancia de la performatividad y la resignificación como prácticas políticas?
Es cierto que, en general, no pienso en la libertad en términos de liberación. Sigo muy fuertemente influida por la Historia de la sexualidad de Foucault, quien nos previene de imaginar una liberación del poder. Nunca puede haber una liberación total del poder, especialmente en relación con la política de la sexualidad. Foucault dice dos cosas al mismo tiempo: nunca podemos liberarnos totalmente del poder (no hay margen desde el que poder decir «no» al poder) y, por otra parte, no estamos nunca completamente determinados por el poder. Así que, a pesar de la imposibilidad de trascender el poder, se abre un espacio de libertad y quedan refutados tanto el determinismo como el voluntarismo radical. ¿Cuál es el espacio de libertad que se abre una vez hemos entendido esto? Aquí la libertad es un tipo de práctica, de lucha, un proceso continuo sin un principio ni un fin. Cuando esta práctica se ve sistemáticamente minada no podemos funcionar como sujetos políticos, nuestras capacidades políticas han sido socavadas.
Al referirme a la libertad, no aludo a un sujeto individual, en soledad, puesto que un sujeto es libre en la medida en que está condicionado por convenciones, normas y posibilidades culturales que hacen posible la libertad, aunque no la determinen: son las condiciones de posibilidad de la libertad. Quiénes somos como sujetos de libertad depende de modos no voluntarios de conexión con los otros; no sólo he nacido en un conjunto de reglas o de convenciones que me forman, sino también en un conjunto de relaciones de las que dependo para sobrevivir y que me constituyen como criatura interdependiente en este mundo. Las cuestiones de responsabilidad emergen en el contexto de esta socialidad.
Sobre la responsabilidad me interesan las productivas formulaciones de Levinas. Para Levinas no soy responsable de mis acciones -aunque, de hecho, también lo soy-, sino responsable del Otro, de la demanda del Otro. Y cualquier demanda del Otro es anterior a cualquier posibilidad de contrato social: sea cual sea la demanda que me plantea el Otro, me afecta, me implica en una relación de responsabilidad.
Los contratos legales no pueden describir adecuadamente esta situación de responsabilidad primaria. Ello significa que soy responsable incluso de quienes no están en una relación de contrato conmigo o no forman parte de mi comunidad, o de mi nación o no están ligados por el mismo marco legal. Esto ayuda a entender, por ejemplo, cómo podría ser responsable de aquellos que viven a distancia de mí, en otra organización política o de los sin Estado. En el marco levinasiano, incluso aquellos que no frecuentamos, cuyos rostros y nombres desconocemos, nos presentan una demanda. Se trata, pues, de aceptar la interdependencia global e incluso una obligación de proteger las vidas de quienes no conocemos. En Levinas esta obligación primaria se expresa con lo que comúnmente se denomina mandamiento, «No matarás»: un requerimiento a preservar la vida. Esto no significa que yo pueda o deba preservar la vida de cada individuo, sino que debo pensar qué tipo de estructuras políticas necesitamos para sostener la vida y minimizar aquellas violencias que la extinguen. Puedo luchar por un mundo que maximice la posibilidad de preservar y sostener la vida y minimice la posibilidad de aquellas formas de violencia que, de modo ilegítimo, quitan la vida o reducen las condiciones de que sea posible. Esto es parte de lo que estoy pensando hoy. Y no es fácil situar a Arendt en este contexto.
Pese a que el propio Levinas no era un pacifista, a partir de su pensamiento se puede desarrollar una filosofía de la no violencia e incluso una concepción de una comunidad política transnacional que tenga estos valores como fundamentales. Hay que tomar el marco levinasiano y desarrollar un tipo de ética transnacional sobre la base de la no violencia, así como hay que estar en desacuerdo con él respecto a la diferencia entre ética y política, al pacifismo, a Israel.
Ciertamente, no sólo somos responsables de lo que hemos hecho, la responsabilidad apunta al entrecruzamiento de autonomía y límite. En la medida en que siempre vivimos y sobrevivimos a través de una suerte de consentimiento que difícilmente se puede considerar voluntario, la responsabilidad política tiene que ver también con aquello de que nos hacemos cargo, aquello que deseamos que perdure, que queremos innovar y conservar. A menos que nuestra actitud hacia el mundo sea de indiferencia, podemos hablar de una responsabilidad política en el mantenimiento de estructuras y de hábitos o valores que impiden que en muchos ámbitos sea posible la libertad femenina.
Empezaré con una crítica que Derrida hace a Levinas: si hay que responder a todas las demandas, ello supone una infinidad de demandas y ¿cómo decidir a qué conjunto de demandas responder? Acaso la responsabilidad sólo es posible al circunscribir un conjunto de demandas, esto es, llegando a ser irresponsable en relación con todas las demás. En un modo que le es característico, Derrida afirma que la responsabilidad, en sentido levinasiano, conduce a una necesaria irresponsabilidad. Pero esto es todavía malentender la singularidad de la demanda que se nos presenta. No basta con atender caso por caso. Pensemos, por ejemplo, en la violencia contra las mujeres: ciertamente a un violador o un agresor podemos considerarlo responsable ante la ley; en un marco legal, tiene que rendir cuentas después de que se hayan aportado pruebas. Necesitamos una institución legal punitiva, pero la cuestión es si la responsabilidad legal agota la idea de responsabilidad. No es un modelo adecuado para pensar todo el campo de las responsabilidades que tenemos, porque existe una cuestión fundamental: las violaciones, la violencia doméstica, continúan; ¿por qué estas prácticas sociales se reproducen una y otra vez en una cultura? Me parece necesaria una intervención más amplia, un tipo de llamada de atención sobre la violencia contra las mujeres, y contra las minorías sexuales; creo que es muy importante relacionarlas: violencia contra los transexuales, por ejemplo, contra las trabajadoras sexuales, contra los inmigrantes ilegales que no pueden recurrir a la ley, y violencia contra muchos grupos desposeídos de todo derecho. Necesitamos una política fuerte que vincule estas formas de violencia, y también la producción, a través de los medios de comunicación, de la educación, de un ethos que les haga de contrapeso. Mirando caso por caso se pierde el horizonte: estas formas de violencia forman parte de una práctica social -incluso socialmente aceptable entre ciertos tipos de hombre-, de un modelo social. Pero ¿cómo intervenir en el nivel de las prácticas sociales? Ciertamente con la ley, pero no sólo a través de ella, dado que tenemos una responsabilidad de rehacer el mundo, de instituir ciertas pautas de no violencia más generalmente. La responsabilidad política debe acompañar a la responsabilidad legal.
En sus últimos libros trata el tema del lugar que ocupan pasiones y emociones como el duelo y la vulnerabilidad en política. Señala, asimismo, la urgencia de preguntarse de nuevo «¿qué es lo humano?». ¿No es sorprendente que todo ello lo escriba una autora que parece ubicarse en la tradición antihumanista, en la tradición de lo que en EE.UU. se conoce como French Theory?
Hay que tener cuidado al hablar de «humanismo». Basta dirigir la mirada a sus legados para ver que no hay un solo humanismo: las formas que emergen en Italia son muy distintas de las de Francia. Hay también un humanismo en la filosofía política liberal clásica no asimilable al literario. En cualquier caso, si estamos de acuerdo en que la antropología filosófica es una forma de humanismo que supone que hay una sola idea de lo humano y que es posible atribuir rasgos definitorios a este sujeto humano, entonces estamos tomando lo humano como algo dado, ya existente.
Lo que quiero sugerir es lo siguiente: que lo humano devenga posible -en momentos y lugares concretos – depende de ciertos tipos de normas sociales que están implicadas en el ejercicio de producir y de «de-producir» lo humano. En otras palabras, para que lo humano sea humano, debe relacionarse con lo inhumano o lo no humano, y esto es una operación diferencial del poder. Lo humano es producido y sostenido en una forma y es «de-producido» y no sostenido en otras formas: el ser humano es un efecto diferenciador del poder.
En EE.UU., por ejemplo, hay un discurso muy poderoso que trata de establecer lo humano como si emergiera de la tradición judeocristiana. Tenemos asimismo algunas políticas morfológicas que definen lo humano en términos de ciertas ideas de lo que debería ser un cuerpo humano. Y ello produce una población de individuos discapacitados cuyos cuerpos no se adecuan a la idea de morfología. El ideal regulativo de lo humano produce siempre un cierto «afuera», y crea un problema: ¿cómo nos referimos a estos otros seres? Basta pensar en la historia de la esclavitud, cosa que pervive en EE.UU., donde todavía no está claro si todos los hombres negros que se encarcela son humanos.
Lo humano no es algo dado, es un efecto diferenciador del poder, pero necesitamos el término porque sin él no podemos entender lo que ocurre. Me preocupan aquellas posturas que dicen: «lo humano pertenece al humanismo, ya no podemos hablar nunca más de lo humano»; «la elección, pertenece al voluntarismo, tenemos que dejar de hablar de elección»; «la Ilustración pertenece a lo que hemos desmantelado, ya no podemos hablar más de Ilustración». Pero no se preguntan «¿qué es Ilustración?», «¿por qué retorna lo ya sido?», «¿por qué volvemos a lo humano?» Pues porque estos conceptos no nos han dejado, siguen formándonos. Y hay una nueva manera de entenderlos que parte de que éstos no tienen una única forma y que, de hecho, la regulación de la misma opera políticamente para producir exclusiones que hay que desafiar. Que alguien diga que una persona considerada no humana es humana supone una resignificación de lo humano y poner énfasis en que lo humano puede funcionar de otra forma. En ocasiones es importante usar el término precisamente de este modo como hace a veces el discurso de los Derechos Humanos: tomar a alguien a quien no se le atribuyen las características definitorias de lo humano y afirmar que es humano es un acto preformativo que redefine lo humano a la luz de una liberación, en el contexto de una emancipación. No se trata de buscar lo que ya estaba allí, se trata de hacer que acaezca.
En sus reflexiones recientes, cuando habla de «lo humano» lo vincula a la pregunta de qué vidas merecen ser reconocidas como dignas de ser protegidas o ayudadas ¿Cuando habla de «vida», parte de la distinción entre bios y zoe?
La cuestión de la vida es difícil; tengo dudas acerca del modo en que la distinción que Arendt establece en la Condición humana ha sido popularizada por Giorgio Agamben. A pesar de que bios y zoe son analíticamente distinguibles, siempre están implicadas una en la otra. Tengo problemas cuando Arendt afirma que la finalidad de la vida no puede ser la vida misma. Para ella es una idea terrible, ya que sólo entiende la vida vinculada a valores y principios muy importantes. Arendt quería distinguir entre la vida que vale la pena vivir y la vida misma, y en esto seguía a Sócrates: una vida no examinada no merece ser vivida. De ahí que, para ella, fueran tan importantes el pensar, el juzgar y la responsabilidad, porque entiende que estas actividades humanas hacen la vida digna de ser vivida y si éstas no son posibles, entonces la vida tampoco. Pero no nos ayuda a entender por qué hay que preservar y cuidar la vida de los seres sensibles, incluida la de los seres humanos.
Arendt distingue entre esfera pública y esfera privada. La esfera pública es donde nosotros pensamos, juzgamos y actuamos; la esfera privada indica que alguien se ocupa del hogar, la comida, la reproducción de las condiciones materiales de la vida. Nos conviene recordar que hay una política de esta esfera. Las cuestiones de parentesco, de la familia, de la labor, son cuestiones políticas.
Me gustaría retroceder y preguntar por las condiciones de supervivencia: ¿qué hace falta para sobrevivir? Dependemos del entorno y de la alimentación; los alimentos deben ser bien distribuidos y la alimentación sana. Dependemos de la justicia y de la distribución económica. Creo que puede haber una política que nos permita ver que la vida nunca es sólo vida desnuda, que siempre está saturada políticamente. De ahí mi desacuerdo con la caracterización de Agamben de la nuda vida, por ejemplo cuando se refiere a los palestinos de Gaza, expoliados de sus derechos, expuestos a la brutalidad sin defensa, como reducidos a mera vida; no se trata de mera vida: hay una lucha para cruzar la frontera, para buscar alimentos, para reconstruir las casas destruidas o conseguir medicinas. Todas estas acciones son luchas, incluso diría prácticas de libertad. Las prácticas de supervivencia son extremadamente importantes; si decimos simplemente que son mera vida orgánica, no podemos reconocerlas como luchas políticas.
En sus últimos libros ésta tratando de pensar la comunidad en términos de relacionabilidad, perspectiva muy interesante que permite establecer un nexo entre las violencias mal denominadas «domésticas» y la bélica. ¿Cree que nos permitiría repensar la política internacional, global?
Cuando EE.UU. fue atacado en septiembre de 2001, el Gobierno procuró construir rápidamente una idea del país como soberano, impermeable, invulnerable porque era inaceptable que sus fronteras hubieran sido cruzadas. El sistema fue crear imágenes muy poderosas, normalmente de hombres: hombres en el Gobierno, hombres luchando por salvar a gente del World Trade Center. Tuvimos una suerte de resurgimiento de la idea del hombre fuerte, eficaz y militarizado. Un hombre cuyo cuerpo no será nunca destruido ni afectado por nadie, que será pura acción y pura agresión. Se produjo una cierta idea de sujeto: ¿quién es el sujeto americano? ¿quién es América? Se ofreció una afirmación muy agresiva de la soberanía masculina -una cierta idea de la subjetividad masculina, que constituye también una autocomprensión nacional -, y luego aniquilaron la soberanía de Irak, de Afganistán, recurrieron a Guantánamo porque no está bajo la soberanía de Cuba y también está fuera de sus fronteras soberanas, de modo que podían hacer lo que quisieran. Se juega a la soberanía, se toma un cierto tipo de soberanía como prerrogativa, pero no se respeta la soberanía como principio.
Otra posibilidad hubiera sido decir: hemos sido atacados, aceptemos el hecho de que pertenecemos a una comunidad global, nuestras fronteras son porosas, la gente puede cruzarlas, tenemos que decidir cómo queremos vivir esto. Lo que necesitamos son nuevos acuerdos internacionales y también mostrar a EE.UU. vinculado a la ley internacional, porque recordemos que desde 2001, e incluso antes, Bush rechazó firmar casi cualquier tratado internacional. Puede que la cooperación internacional sea un ethos: somos dependientes de un mundo global, todos somos vulnerables, puede haber acusaciones y acuerdos. Pero son las naciones-estado quienes establecen acuerdos entre sí y la verdadera cuestión es la gente sin Estado: población insurgente, gente que vive en organizaciones no susceptibles de participar en los acuerdos internacionales. ¿Qué tipo de conexión se puede establecer aquí? Esto implica una política global, que no se restrinja a las naciones-estado. Me refiero a otros modos de pensar nuestra vulnerabilidad como naciones, nuestros límites como naciones y que vinculan la concepción del sujeto como fundamentalmente dependiente o social, así como las formas de organización política que buscan estructurar la política global en aras de un reconocimiento de la interdependencia.
Bien, para ir terminando me gustaría formularle algunas de las preguntas que el pensamiento de la diferencia sexual le ha planteado: ¿cómo explica, desde su concepción del género, la histórica asimetría entre los sexos? ¿Cómo explica la falta de reconocimiento de nuestro primer origen, el haber nacido de una mujer?
Siempre me sorprende que, en Europa, se den estas grandes divisiones entre Irigaray y las pensadoras de la diferencia sexual, por un lado, y Butler, por otro, porque en EE.UU. trabajamos en las dos líneas. Para mí no existe tal contraste, en mis clases enseño Irigaray. Cuando estudiamos qué significados se han conferido a la reproducción sexual y cómo ha sido organizada, encontramos importantes convergencias entre la obra de Irigaray y la mía, porque la cuestión es: ¿cómo la escena de la reproducción llega a ser el momento definitorio de la diferencia sexual? y ¿qué hacer con ello? Y, a este respecto, podemos encontrarnos con diversos puntos de vista: el del psicoanálisis, que subraya la dependencia masculina de la madre y al mismo tiempo su rechazo; el que enfatiza la importancia de lo maternal como un valor femenino, como la base de la crítica feminista; y podemos encontrar también otra perspectiva que trata de abordar preguntas tales como: ¿por qué la sexualidad ha sido pensada de forma restrictiva en el marco de la reproducción sexual?, ¿qué significa que la diferencia sexual decida acerca de la reproducción?, ¿qué significa pensar la sexualidad no reproductiva en relación a esta gravosa escena simbólica de la reproducción? Cada estado-nación, cada unidad nacional religiosa, quiere controlar la reproducción, todo el mundo está muy inquieto con la reproducción: los conservadores españoles dicen «no» al aborto, ¿por qué? Porque es a través del control del cuerpo de las mujeres como se logra la reproducción de la población y se hace posible reproducir la nación, la raza, la masculinidad.
Todas nosotras estamos intentando cambiar estos valores y trabajar en ellos, tratando de encontrar otros espacios y posibilidades para lo femenino, para lo masculino, para lo que no es femenino ni masculino. Tenemos concepciones distintas sobre cómo pensar esta diferencia, pero, sin duda, todas tenemos interés en seguir la pista de esta diferencia. Dado que no podemos asumir una división tajante entre estas posturas, pienso que puede haber un diálogo entre ellas: ninguna de nosotras quiere aceptar la concepción de la reproducción sexual que transforma a las mujeres en un no ser que hace posible el ser del hombre. Todas partimos de ahí, aunque tengamos estrategias diferentes acerca de cómo salir de ahí.
Nota
1 Muchas de sus obras han sido traducidas al castellano y al catalán, entre otras: El género en disputa (México, Paidós, 2001), Mecanismos psíquicos del poder: teorías sobre la sujeción (Madrid, Cátedra, 2001), El grito de Antígona (Barcelona, El Roure, 2001), Cuerpos que importan (Barcelona, Paidós, 2003), Lenguaje, poder e identidad (Madrid, Síntesis, 2004), Deshacer el género (Barcelona, Paidós 2006), Vida precaria (Poder del duelo y la violencia) (Buenos Aires, Paidós, 2006). Por lo que se refiere a entrevistas y artículos en volúmenes colectivos, cabe destacar: «El gènere com a actuació» (Transversal, núm. 15, 2001), El gai saber, introducció als estudis gais i lèsbics (Barcelona, Llibres de l’Índex 2000).
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