Llegué unos minutos antes de la salida del colegio. Los niños y niñas jugaban con la profesora en el patio. Juntos. Felices. Todos menos uno. Era mi hijo. Aislado. Triste. Jugaban al escondite inglés. La profesora se ponía de espaldas a ellos. Contra la pared. Contaba hasta tres. Despacio. Y antes de terminar la frase se sorprendía abrazada por la clase entera. Miento. Todos menos uno. Mi hijo. Sonó la campana. Entraron en el aula. Cogieron sus cosas. Yo esperé a que marcharan con sus padres y me dirigí a la profesora para preguntarle por la razón del castigo. Qué ha hecho mal, le dije. Nada, me contestó sonriendo. No ha hecho nada malo. Todo lo contrario. Tu hijo era el único que respetaba las reglas del juego. Los demás corrían hacía mí a pesar de haber girado la cabeza. Él les decía que parasen. Pero ellos preferían desobedecer. Al tercer intento en vano, decidió no jugar porque perdía siempre. No te preocupes. Echamos una partida juntos. Él y yo. Solos. Y ganó.
Sinceramente no supe qué decir. Ni qué pensar. Me limité a sonreír. Como ella. Y a temblar de miedo. Porque sentí en la sangre la distancia milimétrica que separa la obediencia de la infelicidad. A cuál más ciega. Toda la clase conocía objetivamente la diferencia entre lo correcto y lo incorrecto. Entre el bien y el mal. Pero todos menos uno supieron darse cuenta que acatar la norma supondría perder a título individual y colectivo. Emocionalmente hablando, desobedecer como los demás era la opción más rentable. Pero no lo hizo. Y de esta forma, la mayoría convirtió a mi hijo en el desobediente. En el equivocado. En el perdedor. En el infeliz.
Me he tenido que enfrentar muchas veces en la vida al dilema de integrarme o no en la comodidad de la muchedumbre a sabiendas de su inmoralidad. Colarme cuando todos se cuelan. Aparcar donde no se debe porque son muchos los mal aparcados. Pintar sobre lo ya manchado… Y la mayoría de las veces decidí no hacerlo. Y mucho menos, delante de mi hijo. Pero otras veces lo he hecho. Y he consentido que otros lo hicieran. Todas esas conductas son ilegales por contrarias a la norma. Pero cuando las practica la mayoría se convierten en legítimas por socialmente tolerables. Como en ese viejo adagio que dice: “Llegaron los sarracenos/ y nos molieron a palos/ que Dios ayuda a los malos/ cuando son más que los buenos”. Así nos va.
La Universidad de Sevilla ha estado a punto de normalizar legalmente el fraude de copiar en los exámenes. En realidad, se estaba limitando a ser un espejo de la sociedad a la que pertenece y que obra exactamente igual: moralizando con su comportamiento mayoritario lo inmoral. Edificando donde no se debe porque también lo ha hecho su vecino. Falseando el lugar de residencia para meter a sus hijos en colegios de pago… Estos micropecados son cometidos a diario por los mismos que niegan la existencia del otro, del distinto, del (in)migrante cuando amenazan con ser mayoría. Si no son legales, fuera. Yo sí puedo ser ilegal, pero ellos no. Yo soy de aquí. Yo soy mayoría. 1, 2, 3, escondite inglés.
No se si entendí bien la noticia, o lo amarillista que pensaba que era se acerca más a lo real que es de lo que me temía.
Yo estaba en que lo que se evita es suspender sin pruebas, es decir, si tiene la prueba de la copia, se llevaría a alguna especie de mini juicio donde el suspenso sería aceptado o no, y así quitas lo poco aleatorio que pueda ser el suspenso. No estoy en la universidad, y me parece una chorrada esto de las pruebas y tal, pero no niego que quizás alguna vez se haya suspendido a algún alumno porque sí.
Tampoco se los pormenores del asunto, así que mi comentario casi que se convierte más en una pregunta.
Enhorabuena por la web, por cierto.