Raúl Solís | ‘Españoles por el Mundo’ y todas sus versiones autonómicas nos han vendido una historia idílica de la emigración moderna. Nos han hecho creer que la mayoría de jóvenes que han agarrado sus bártulos, para instalarse en cualquier país europeo, están altamente cualificados y su casi único objetivo es perfeccionar los idiomas y trabajar en empleos de prestigio. Todo el mundo piensa que de España se están fugando los cerebros, pero nadie ha caído en la cuenta que también está emigrando el fracaso escolar.
Personas sin formación que se subieron a la burbuja inmobiliaria desde el principio y cuando se bajaron de ella ya era tarde para su reciclaje. Su edad está más cercana de la cuarentena que de la treintena. Apenas han obtenido el graduado escolar y sus vidas laborales se reducen a empleos de baja cualificación. Esta emigración de la que nadie habla, yo mismo pensé que no existía hasta que me he dado de bruces con ella, es casi idéntica a la emigración de nuestros abuelos.
Se mueven por las capitales europeas con mayor inseguridad, si cabe, que los jóvenes formados que hemos salido de España a aprender idiomas y a buscar un empleo que se adecue a nuestra formación universitaria. La imagen de estos emigrantes contracta con la de los cerebros fugados. No saben hablar ningún idioma y casi les cuesta expresarse en español. Es la emigración que no sale para trabajar “de lo mío”, sino para trabajar limpiando casas, en un supermercado, de albañil o de fontanero.
A diferencia de los jóvenes que nos enseña ‘Españoles por el Mundo’, estos emigrantes españoles han dejado a sus hijos en España, a la espera de que la suerte les alumbre en el país de acogida. Es la precariedad políglota y el símbolo de hasta dónde está llegando el derrumbe económico español. Es la “movilidad exterior” que más recuerda a la emigración de posguerra que marchó a Suiza, Bélgica o Francia casi sin saber leer ni escribir.
Estos emigrantes no ofrecen su cerebro, sino sus manos surcadas por los duros trabajos que han estado desarrollando en España. Su angustia es mayor que la de los jóvenes formados con los que comparten destino. Muchos jóvenes emigrantes formados los rechazan porque “mi caso no es como el de ellos”. Los nativos también los rechazan porque los relacionan con una emigración bárbara que viene a robarles el trabajo. Los funcionarios no le facilitan su búsqueda de empleo (limpiando casas) ni inscribirse en el registro municipal para poder encontrar un primer empleo que les permita soñar con traer a sus hijos.
Lucía tiene 36 años, habla francés porque ya de pequeña pisó suelo extraño al emigrar con sus padres. Es madre, hija y nieta de emigrantes. En su familia almeriense ya se han roto todos las redes de solidaridad que quedaban y su marcha es pura cuestión de supervivencia sin referentes en los que mirarse, porque ningún periódico habla de este éxodo de pobres que se conforman con limpiar las mismas casas que limpiaron sus madres o abuelas.
Es una emigración de desgarro que sobrevive en un caravana cargada de arroz, patatas, chacina y desesperanza, a la espera de que ella y su pareja encuentren un empleo que los saque del camping donde sobreviven. Muestran las fotos de sus hijos con el dolor de quienes no saben cuándo volverán a verlos o si podrán garantizarles un futuro de estabilidad emocional. Aprenden el idioma a una velocidad de vértigo porque “no nos queda otra”. O se adaptan o se extinguen. Y ellos han decidido adaptarse a pesar de que no se lo ponen fácil: ni sus compatriotas ni el país de destino. Son los invisibles por los que nadie organiza una manifestación.
Lucía y su pareja han hecho una entrañable amistad con Alicia y Antonio, cercanos a los cuarenta años, casados, con tres hijos que les esperan en España para poder venir al encuentro. Alicia es una mujer con coraje, habla poco francés pero el suficiente para “buscarme la vida”. Su marido tenía un empleo propio de los tiempos de la burbuja inmobiliaria: montador de aire acondicionado. Ella trabajaba de auxiliar administrativo en una sucursal bancaria que la echó a la calle en los comienzos de la crisis. Antes de venir a España, confiesa compungida que, junto a sus tres hijos, iba todos los días a comer a casa de su suegra. La desesperanza se cangrenó y perdió el horizonte.
Sin horizonte, le propuso a su marido venir hasta Bélgica a probar suerte. Como ya probaron sus antepasados. “Él es más difícil que encuentre empleo, porque no habla ni una gota de francés”, admite Alicia que se conforma con trabajar ella y, mientras tanto, que él vaya a la academia a aprender francés. Si vivir fuera, aunque se tenga un título universitario, es ya una noria emocional; sin formación, ellos viven una auténtica revolución. Su máximo consuelo es la fotografía de sus hijos que lucen en el móvil y enseñan orgullosos.
Sin trabajo, con una caravana como vivienda, sin haber cogido jamás un metro, sin título universitario que presentar y con hijos a su cargo, este tipo de emigración es carne de cañón para la injusticia. Son pobres y lo parecen, encuentran tanto las murallas de los nativos como la de sus compatriotas que dicen no ser emigrantes, sino “expatriados”. Su desazón los obliga a acudir a los supermercados a por la comida caducada o a llamar a la puerta de las parroquias. No son “movilidad exterior”, es mano de obra barata y pobreza internacionalizada que no encuentra eco en ningún medio de comunicación español.
Sus ahorros le dan para vivir “tres meses más”, lo que les empuja a aceptar trabajos “de lo que sea”. Lucía empieza mañana a trabajar de limpiadora “en casa de una señora”, a la espera de que ese primer empleo le sirva para encontrar otro, para ella y para su marido. Ella es la avanzadilla, la valiente y la que lucha por la familia entera, lo que demuestra que el arrojo es una cuestión de género.
El otro día, Lucía dejó un mensaje en un grupo de Facebook donde los jóvenes españoles que viven en Bruselas se ayudan a buscar piso, empleo o cuestiones varias. Nunca pensé que iba a leer en ese foro un mensaje que alertaba de que había una pareja española que “viven en una caravana, sólo comen pasta y arroz y no encuentran empleo”. La respuesta fue rápida. Al día siguiente, 20 jóvenes nos dimos cita en un lugar céntrico de Bruselas para socorrer a esta pareja y tejer una red de solidaridad que los proteja, a ellos y a los que vendrán.
Los jóvenes que acudieron a la llamada de socorro aumentarían el PIB de cualquier Estado. Bolsas de comida, dinero en metálico, afectos, ternura y el compromiso de que había que organizarse para encontrarles trabajo y evitar que nadie más pise la raya de la desesperanza. Los desesperanzados acariciaron nuevamente la esperanza después de varios meses pisando el fracaso y con el miedo de volver a España con menos de lo que trajeron, que ya era poco.
‘Españoles por el Mundo’ y los medios de comunicación nos han hecho creer que la precariedad solo habla español, pero no, desgraciadamente la precariedad habla francés, inglés y alemán. También es mentira que en las capitales europeas sólo vivamos jóvenes de clase media que venimos a buscar una oportunidad “en lo nuestro” y a mejorar nuestro nivel de idiomas, que ya es una experiencia bastante dura como para llamarla “movilidad exterior”. Forma parte de la estafa invisibilizar a estas criaturas que no tienen título universitario del que presumir y que vienen a Europa a buscar los mismos trabajos precarios en los que trabajaban antes de ser despojados de cualquier esperanza.