Hace unos días Francisco Garrido publicaba “Ideologías zombi”, una interesante reflexión sobre el impacto de la crisis global en las ideologías políticas. Lo que iba a ser un comentario, ha terminado creciendo hasta un artículo largo; una “secuela”, dirían los cinéfilos. Y es precisamente la última producción de Dreamworks, uno de los gigantes norteamericanos del cine de animación, la que me sirve de gancho. Se trata de “Monstruos vs Alienígenas”.
Por lo que he podido ver en algún trailer, el argumento es que, ante una invasión extraterrestre, a los humanos no les queda más remedio que acudir a unos monstruos, hasta entonces a recaudo. Y algo así puede terminar ocurriendo en Europa: que para salvarnos de una realidad zombi llamemos a los fantasmas.
Lo “zombi” está de moda en las ciencias sociales. De las “categorías zombi” en la teoría sociológica de Ulrich Beck a los “bancos zombi” de Paul Krugman, hemos descubierto la potencia de la metáfora del muerto viviente: actúa “imitando” a la vida, pero no está vivo. Son peligrosos porque son engañosos: parece que no ha cambiado nada, por lo que genera bien una falsa tranquilidad (mientras las cosas van bien), bien una confusión acerca de qué está fallando (a fin de cuentas el zombi parece seguir haciendo lo mismo).
Antes no había zombis. Había fantasmas. Como el del comunismo, que recorría Europa. O espíritus como el de los tiempos. O diablos que vulneraban la termodinámica, como el de Maxwell. Por no hablar de manos invisibles o leviatanes. Para las ciencias sociales, en su origen, el problema estaba en lo invisible: la lógica de la vida empezaba a descubrirse, pero no del todo; algo actuaba dando sentido a lo que sabíamos, aunque no se pudiera percibir directamente. Estos entes tenían en común su imperceptibilidad: de los efectos teníamos que inferir las causas, hay más de lo que se ve.
El caso del zombi es justo el contrario: se ve más de lo que hay. En términos de Garrido es “groseramente visible”. Tan visible que niebla nuestro juicio, no nos deja preguntarnos qué hay de irreal en él. De lo que pueden verse hasta sus vísceras no se puede dudar. Como presenta las causas (músculos, cerebro, ojos…) les suponemos los efectos. En las películas se distingue a los zombis por ser grotescos, y por su afición por comerse a los vivos; pero, ¿qué les distingue en la vida real? La ecología tiene la respuesta.
Lo que identifica al zombi de las ciencias sociales, sea una categoría analítica, una institución de crédito o una ideología política, no es que deje de cumplir con sus funciones internas, o de imitarlas. Su problema son las relaciones con el resto del sistema: fallan en su dimensión “ecosistémica”, dejan de desempeñar correctamente sus funciones relacionales previas. No recuerdo ninguna película de zombis en que éstos colaborasen entre sí: de hecho, esa es generalmente la salvación de los humanos.
En ese sentido, los bancos zombi se convierten en tales cuando dejan de ser capaces de financiar a la sociedad, no porque sus oficinas estén sucias o porque dejen de ser capaces de endeudarse (siguen aceptando dinero aunque no puedan convertirlo en crédito, como demuestran los “planes de rescate”). La prueba del nueve no está en diseccionar a un zombi, sino en ver su interacción con el entorno: el problema no es individual, sino sistémico. Lo mismo sucede con las ideologías políticas, como analiza el artículo de Garrido.
Y esto le ha pasado a la Unión Europea. 2004 era el año de gloria de la UE: sus objetivos de crecimiento horizontal (ampliación) y vertical (integración), tuvieron dos grandes avances: la ampliación daba un salto inaudito, con la incorporación de diez países del centro y el este de Europa, la mayoría de ellos en la órbita soviética quince años atrás. Y la integración presentaba el proyecto de la llamada “Constitución Europea”, que supondría el fin de la Europa de los Estados para empezar a mirar hacia la Europa de los ciudadanos. Incluso la reelección de Bush como presidente de los EEUU dejaba vacante la plaza del “liderazgo moral global”, al que aspiraba la UE. Y entonces murió.
Tras incorporar a los nuevos socios, la discusión no fue ya cómo seguir coherentemente (desde el punto de vista ecosistémico) con la lógica de la ampliación, que debía implicar la reflexión sobre una democracia global, postestatal y transnacional, sino que se volvió hacia sí misma: ¿dónde está la frontera de Europa? ¿Y de la UE? ¿En Turquía? ¿En Ucrania? ¿En Rusia? ¿O en el Magreb, Canadá o Israel? Se zombificó cuando dejó de estar abierta al resto del mundo. Como el zombi, se identifica porque se parece a lo que era, tras amputársele sus relaciones con el mundo.
Respecto a la integración, la derrota de la “Constitución Europea” en los referendos de Francia y Holanda se interpretó como un rechazo social a avanzar más en la unidad política, y por tanto en volver a estadios anteriores: una coordinadora de gobiernos más que un nuevo espacio político. La integración (en términos sistémicos) implicaba una reconversión de la política interestatal hacia una UE “civil”, abriéndose a los ciudadanos. La integración para un zombi es tratar de mantener las ventajas para las partes: que los distintos Estados (es decir, los ahora 27 gobiernos estatales) obtengan réditos de su unión. En principio nada impide a un “brazo zombi” moverse (en las películas, al menos); si no lo hacen es porque son más rápidos y tienen más alcance si se asocian a piernas y tronco.
El último elemento necesario para hacer saltar todo por los aires ha sido la elección de Obama y, sobre todo, la crisis. El impúdico interés del gobierno español por estar en el G20 (¿para qué?) habla bien poco de la funcionalidad hoy de la UE (y deja en agua de borrajas, y van… la promesa electoral de Zapatero de volver “al corazón de Europa”).
La UE es un zombi, en términos ecosistémicos: ya no se define por su papel “sistémico” (social) sino por su “organicidad” (individual). También lo son el liberalismo y la socialdemocracia: siguen siendo útiles banderines de enganche pero, como planteaba Garrido, ni el liberalismo logra “legitimar el capitalismo” ni la socialdemocracia representa una fuerza de “progreso”.
La solución fácil para combatir a los zombis es llamar a los fantasmas. No todos son malvados (tenemos a Casper, o a algunos de los que votaron contra la “Constitución Europea”), pero siguen siendo malos, por idealistas. Si los zombis respondían al “cómo” (y dejan de responder al “qué”), los fantasmas van al “qué”, pero no al “cómo”. Los fantasmas no intervienen directamente sobre la realidad, sino que “sugestionan” a quienes sí pueden hacerlo. Y no es fácil controlar todo el proceso: como sabemos, el diablo está en los detalles. El tiro puede salir por la culata, como sucedió en el caso de quienes rechazaron la “Constitución Europea” porque querían más (y/o mejor) Europa.
Los fantasmas (el idealismo) alteran nuestra percepción de la realidad. Los fantasmas de los científicos y pensadores “clásicos” en realidad son procesos materiales (entonces o ahora) desconocidos; los fantasmas políticos son de otro tipo: se trata de alucinaciones. Tienen la realidad que nosotros queremos concederle, y no más. Si no se traducen en un cambio institucional, que consiga traducir expectativas en cambios reales, probablemente la historia terminará en frustración o en cansancio. Si de lo que se trata es de buscar culpables, la cosa termina peor.
Estos tiempos tienen escenas propias de una película de serie B: fantasmas contra zombis. Unos se refugian en los zombis socialdemócratas o liberales, que a fin de cuentas siguen moviéndose; otros alucinarán con fantasmas, ya sea el de un comunismo o izquierdismo de nuevo viejo cuño (tan irreal en sus fines como aterrador en sus concreciones) o en el fantasma de la identidad étnico-religiosa, que buscará “otros” a los que culpar de las diversas crisis: los inmigrantes, los progres, los musulmanes, los capitalistas libertinos… Convocar a los fantasmas para vencer a los zombis resulta incluso peor.
Yo, de esta peli, me salgo. Y cuento el final: los zombis son víctimas de un trance inducido por un cóctel de drogas, y los fantasmas sugestiones e histerias colectivas. Hoy en ciencias sociales triunfa la metáfora de los zombis porque son hijos del individualismo metodológico; antes triunfaban las de fantasmas y entes invisibles porque la razón adelantó temporalmente a nuestros sentidos.
Al final, esto de zombis y fantasmas es otra versión del dualismo: cuerpo-mente, mecanicismo-idealismo al que la ciencia ha hallado salida. La política está en ello: falta que nos pongamos manos a la obra. Toca volver a confiar en la razón y la reflexividad, y darle la vuelta a Sartre: la respuesta está en los otros. Porque a los zombis se les combate no escudriñándolos, sino analizando globalmente. Y los cantos de sirena fantasmales se evitan escuchando, dialogando y deliberando con los otros.