Ninguno de estos supuestos está regulado en nuestro Derecho común. Decía Unamuno que el Código Civil habla de matrimonio, no de amor. Y no es justo que así sea. Cuando menos debería hablar de convivencia y no encorsetarla en una institución que sigue siendo estrecha, a pesar de la reciente y afortuinada sentencia del Tribunal Constitucional que legitima el matrimonio igualitario. Hay más familias fuera. Y no son marginales, sino marginadas por el sistema. Unas son parejas de hecho, del mismo o diferente sexo. Otras, consecuencia de bigamias consentidas. Existen matrimonios no reconocidos por nuestras leyes que generan convivencias estables con descendencia. Y las hay sin amor de pareja que forman uniones de ayuda mutua entre familiares o amigos. Todas son situaciones convivenciales que necesitan ser reguladas, especialmente cuando se fracturan. Algunas Comunidades Autónomas con competencias civiles ya lo han hecho. Andalucía (porque no puede) y el Estado (porque no quiere), no. Y esta diferencia de trato provoca una indefensión intolerable para la parte más débil, como regla, mujeres, mayores y menores.
El matrimonio es un modelo familiar, no el único. Quienes acceden a él, se someten a su disciplina jurídica y se benefician de la presunción de convivencia. Podría morir uno de los cónyuges al día siguiente de la boda, y el otro ya recibiría el tratamiento civil correspondiente a la viudez. En la herencia, por ejemplo. Abrir esta puerta a las parejas del mismo sexo, soluciona una parte del problema. Pero siguen desamparadas las demás uniones que comparten el mismo fundamento material que el matrimonio: no el amor, sino la convivencia estable. Probarla fehacientemente debería bastar para que donde existe igualdad de razón, se reconozca igualdad de derechos.