Rafael Sánchez Ferlosio.
Fue al representante Newt Gingrich, jefe de la mayoría republicana en el Congreso en tiempos de Bush padre, al primero que le oí la fórmula «sin complejos», que, a juzgar por los contextos a los que se aplicaba, quería ser como un atrevido «sin escrúpulos morales», salvo que la moral por la que se sentía acusado y acosado no era más que la de aquel otro célebre embeleco de «lo políticamente correcto». También los herederos españoles de «sin complejos» se sienten como muy revolucionarios y valientes al enfrentarse con «lo políticamente correcto», por lo demás tan ridículamente respetado por sus adictos. Paladín de los dichos herederos fue doña Esperanza Aguirre, ya en 1997: «La verborrea políticamente correcta es el germen de la tiranía de quienes no creen en la libertad de pensamiento». A su vez, los católicos del semanario episcopal Alfa y Omega se despachan por víctimas de semejante tiranía, al reiterar como cosa muy arriesgada y desafiante su voluntad de ser «políticamente incorrectos».
La última vez que he leído la palabra «sin complejos» aparecía puesta en boca de alguien que propugnaba la instauración de la cadena perpetua (revisable) en el Código Penal español. Como era de esperar, no han faltado partidarios del Gobierno -que al parecer tienen todavía algunos complejos- que han puesto el grito en el cielo por el escándalo que les provocaba una propuesta así, y alegando, por añadidura, que el Código Penal español era ya, en muchas cosas, el más duro de la Unión Europea, mientras que España era, a su vez, el país de más baja criminalidad. Pero yo, por mi parte, me temo que los que así se escandalizan están poco preparados para el futuro, ya que, visto lo visto, tampoco sería nada del otro mundo que el día menos pensado se restaurase la pena de muerte.