Patricia Fernández | El libro, ‘El harén de Occidente’, de Fatema Mernissi, cuenta que las mujeres occidentales somos tan coartadas en nuestras libertades como las mujeres del mundo árabe, a las que miramos a veces con extrañeza y cierta compasión por vivir de una forma que no llegamos a comprender del todo. ¿Cómo es posible? Las mujeres musulmanas son despojadas de su libertad. Al ser obligadas, por su sociedad patriarcal y, por tanto, por su propia cultura y tradición, a recordar permanentemente que los espacios públicos no les pertenecen, son cosa “de hombres”.
No obstante, Fatema Mernissi, a través de sus investigaciones, no sólo llegó a la conclusión de que en occidente tenemos una visión muy poco realista y distorsionada del harén musulmán. Nos empeñamos en retratarlo en la pintura desde hace siglos y, con bastante peor gusto, en el cine como lugares destinados al placer erótico del sultán y lugares libidinosos para las propias prisioneras. La realidad, bien diferente, es que el harén era el hogar tradicional en el que las mujeres tenían prohibido franquear las puertas y salir al exterior.
¿No refleja esta visión los propios anhelos de posesión de la mujer en nuestra sociedad occidental? ¿No resultará que es potencialmente tan patriarcal como la musulmana? Es innegable que las mujeres occidentales gozamos de nuestra libertad, pero es un término éste relativo. ¿Verdaderamente somos tan libres.
Los mecanismos de dominio masculino, en nuestra sociedad occidental, son mucho más sutiles. Es mucho más inteligente crear la apariencia de libertad para controlar las rebeliones. De este modo, la mujer occidental goza de la suficiente libertad como para trabajar y estudiar, pero sin embargo, las estadísticas revelan que, a pesar de suponer el 80% de las plazas universitarias, las mujeres solamente ocupan un 20% de los altos cargos directivos.
¿Conciliación familiar? Con el triunfo del capitalismo, mediante la imposición de la crisis, ya podemos olvidarnos. Pero, ¿acaso no nos sentimos estafadas las mujeres que trabajamos el doble, dentro y fuera de casa? Nótese que hace solo unas décadas, con el único sueldo del hombre, vivía una familia, pagaba sus facturas, ahorraba y podía dar estudios a sus hijos. Lo que pretendo decir es que la inmersión en el mundo laboral ha permitido al capitalismo crear este espejismo de emancipación femenina a cambio de mano de obra barata y sometida.
El control de las mujeres se ejerce de una forma sutil y bastante más perversa. Consiste en destruir nuestra propia autoestima a través de la insatisfacción que afecta al 90% de las mujeres. Es verdaderamente difícil sentirse a gusto con la propia imagen si los cánones de belleza son tan estrechos e inalcanzables. La publicidad se encarga de lanzarnos distintos mensajes y de recordarnos que las mujeres no debemos envejecer, sino aparentar todo el tiempo que podamos la edad de una adolescente.
Fatema Mernissi descubrió sorprendida, en Nueva York, que la dependienta de una tienda le echaba prácticamente del establecimiento asegurando que allí no disponían de ropa para ella. La talla 38 es nuestro propio burka. En occidente no se nos prohíbe exponer nuestro cuerpo o nuestra belleza, al contrario, se nos educa en la obsesión por la imagen, en la necesidad de usar todos los medios a nuestro alcance para mejorar nuestro aspecto, recurriendo si es preciso a la cirugía.
¿Acaso una mujer puede poseer algo más valioso que la belleza? ¿Acaso nuestra sociedad inculca a nuestras niñas los valores de la inteligencia, el ingenio o el espíritu aventurero? Campañas del juguete no sexista antes de Navidad para cumplir y concursos de belleza para satisfacer las demandas de una sociedad frívola y superficial.
No es extraño, entonces, que el pensamiento neoliberal no nos atribuya a las mujeres cualidades como el raciocinio. Hace poco tiempo, no éramos consideradas ni tan siquiera personas adultas y necesitábamos ir acompañadas del marido o del padre para sacar dinero del banco. Incluso, el reputado filósofo Immanuel Kant hizo sus pinitos para degradarnos. Su principal aportación fue la de asociar la belleza a lo femenino y lo sublime a lo masculino, llegando a burlarse de la mujer que osara hacer uso de sus capacidades intelectuales.
Esta carga, que alcanza el grado de sofisticación máximo en nuestros días, arrastra el peso de la imagen de la mujer que el cristianismo proyectó desde sus primeros siglos, a lo que se suma el máximo grado de politización de su máximo órgano de representación, la Iglesia. Poco tienen que ver los cristianos de base con las altas jerarquías, pero la sociedad entera sufre las consecuencias de sus injustas, anticuadas y retrógradas ideas.
Nuestro actual gobierno del PP es aficionado a confundir la sociedad española con la sociedad cristiana. Este, un gobierno que ejerce su papel a golpe de Decreto, es el portador máximo de las ideas más reaccionarias tanto de la Iglesia como del capitalismo. En el mundo que construye la mujer es un sujeto secundario, supeditado, incapaz de tomar sus propias decisiones. Gallardón ha tenido el atrevimiento de erigirse a sí mismo, de una forma patéticamente paternalista, en el tutor legal de las mujeres con su reforma de la Ley del Aborto.
El PP ha ignorado conscientemente las cartas de pediatras, abogadas o enfermeras que protestan argumentando en base a su experiencia a favor de que la decisión pertenece a la propia mujer. Los miles de artículos publicados en respuesta a esta Ley, unos en tono sarcástico y otros muy científicos, no han conmovido lo más mínimo a un partido que dice ser pro-vida, y que pretende legislar para alcanzar unos objetivos que benefician a sus oscuros intereses, poniéndonos de nuevo el yugo.
Y a pesar de todo, hay algo en todo esto que me regocija. Es pensar que Gallardón pudiera darse cuenta, con todo lo “cristiano” que es, de que se ha convertido en el sultán del harén más grande de occidente. ¡Qué gallardo, Gallardón!
Patricia Fernández es profesora de Música y portavoz de Izquierda Abierta en Estepa