TIMOTHY GARTON ASH . El País 10/05/2011
El jueves 5 de mayo, el Reino Unido celebró su segundo referéndum de ámbito nacional en la historia, y el primero totalmente vinculante. Se preguntaba a los votantes británicos si querían hacer un ligero cambio en su sistema electoral e introducir el Voto Alternativo (VA) en las elecciones generales al parlamento de Westminster. La respuesta fue un categórico «no».
Fue una victoria, no sólo para el Partido Conservador de David Cameron, sino para la visión conservadora, con minúscula, de cómo debe ser Gran Bretaña. Fue el equivalente político a la boda real de la semana anterior. Quienes deseamos una reforma constitucional que mantenga lo positivo de las tradiciones británicas, pero sin los elementos negativos, nos hemos encontrado con una doble dosis de ellos. El reino de Ukania (un término irónico acuñado por el escritor escocés Tom Nairn), conservador y dominado por los ingleses, perdurará hasta que alguna de las partes que lo constituyen -probablemente Escocia- decida que ya está bien.
Es asombroso ver cómo parece que la indignación popular por la vieja política disfuncional y corrupta de Westminster, que estalló en 2009 a propósito de los gastos de los parlamentarios, parece haberse evaporado. «Nuestro sistema político está roto», decía el programa de gobierno de la coalición entre conservadores y demócratas liberales, publicado hace menos de un año y firmado por el líder conservador, David Cameron, y el líder demócrata liberal, Nick Clegg. Nuestro sistema está roto, así que más vale no arreglarlo, ha dicho ahora Cameron con su enérgica campaña contra la reforma electoral, mientras llena una Cámara de los Lores no reformada de acólitos de los partidos e insiste en modificar los límites de las circunscripciones solo cuando beneficia a sus candidatos. Por su parte, muchos veteranos laboristas que se han unido a su defensa del sistema uninominal mayoritario (first-past-the-post) han demostrado que, en el fondo, son también conservadores.
Algunos de los argumentos esgrimidos en favor del VA eran un poco endebles, pero los que se emplearon en contra llegaron hasta el ridículo. «No creo», declaró Cameron en un discurso hace unos meses, «que debamos sustituir un sistema que comprende todo el mundo por otro que sólo entiende un puñado de élites». Vamos a ver: cada votante marca los candidatos por orden de preferencia, 1, 2, 3… ¿Qué tiene de complicado? Por lo que se ve, los australianos, que llevan decenios haciéndolo sin grandes dificultades, deben ser un puñado de élites gigantesco.
Luego, el actual ministro de Exteriores, William Hague (conservador), y una antigua colega suya, Margaret Beckett (laborista), publicaron un artículo conjunto en el que decían que el VA era «profundamente antibritánico». En ese caso, el Partido Conservador también debe de ser profundamente antibritánico, porque, para escoger a su propio líder, utiliza un sistema que elimina de forma gradual a los candidatos menos votados hasta que no quedan más que dos. Y el Partido Laborista, igual. Y Londres, donde un sistema de voto suplementario ha otorgado a sus ciudadanos la bendición de tener a Boris Johnson de alcalde. Y Escocia. En realidad, según esa lógica, la mitad de las elecciones que se celebran en Gran Bretaña son profundamente antibritánicas. Menudas sandeces.
El argumento fundamental de la campaña del ‘no’, según el cual el VA subvierte el principio de «una persona, un voto», también es falso. Como dijo alguien, si uno entra en una tienda y pide una chocolatina Mars, pero no tienen, así que compra una Twix, no está comprando dos chocolatinas. De la misma manera, el VA no nos habría dado dos votos. Y esto, para no hablar de las tonterías que se dijeron sobre el enorme gasto de las máquinas necesarias para administrar el nuevo sistema.
Creo que Chris Huhne, demócrata liberal y ministro de Medio Ambiente, tuvo razón -y demostró gran astucia política- al expresar su enfado al respecto en la mesa del Consejo de Ministros, según se ha sabido por informaciones aparecidas la semana pasada. Los tories, la campaña del ‘no’ en su conjunto, fueron agresivos y jugaron sucio, y ése fue uno de los motivos de su victoria (otro fue que la campaña del ‘sí’ fue blanda y melindrosa).
Hubo graves problemas con la pregunta en la papeleta del referéndum. El peor fue que lo único que se proponía era el VA, sin alternativa. El otoño pasado, la parlamentaria del Partido Verde Caroline Lucas propuso una enmienda que habría dado a los votantes la posibilidad de escoger entre diversos sistemas diferentes, pero fue rechazada de inmediato.
Porque la opción binaria del jueves fue resultado de un pacto hecho a puerta cerrada durante las negociaciones del año pasado entre tories y demócratas liberales para formar la coalición de gobierno. Como todo votante enterado sabe, los demócratas liberales siempre han querido un sistema más proporcional, y el VA no lo es. En algunas circunstancias, puede incluso producir un resultado más desproporcionado que el uninominal. De ahí que, a finales del siglo pasado, una comisión encabezada por el difunto Roy Jenkins propusiera un sistema «VA+» que añadía al VA individual, basado en circunscripciones, un elemento de lista regional de partido, para aumentar la proporcionalidad. (Sí, ya sé que es un poco complicado, pero no más que los sistemas electorales utilizados en muchas democracias de todo el mundo.) Sin embargo, lo único que los conservadores estaban dispuestos a ofrecer en las negociaciones de la coalición era el VA puro, no proporcional. Por eso es el colmo de la hipocresía que ahora los tories denuncien los fallos de una alternativa que ellos mismos insistieron en que debía ser la única que se propusiera a los ciudadanos.
Con todos sus defectos, el VA habría sido un paso en la dirección adecuada. Un voto alternativo da más opciones al elector. Le permite expresar de verdad su preferencia -que en los últimos tiempos suele ser, cada vez más, un partido pequeño- y saber que eso no quiere decir que su voto vaya a desperdiciarse de forma inevitable. Significa que los candidatos tienen que esforzarse más para obtener el apoyo de más de la mitad de quienes votan en su circunscripción (siempre que los votantes utilicen la papeleta para expresar varias preferencias). En el Parlamento actual, nada menos que 433 de los 650 parlamentarios fueron elegidos con una minoría de los votos en sus respectivas circunscripciones. Hace 60 años, sólo 30 de los 625 de entonces se eligieron así.
Y se nota. Aunque la ola de indignación por los gastos de los parlamentarios ha pasado, los británicos no sienten demasiado afecto por sus representantes en la Cámara. Les tienen tan poco aprecio como a los banqueros, los agentes inmobiliarios y los periodistas. Puede que ese desprecio, en parte, no sea merecido. Hay cosas que están mejorando. Un buen ejemplo es el papel, más activo y directo, que están desempeñando los mejores comités de la Cámara de los Comunes. Pero es necesario adoptar cualquier medida que convierta al padre de todos los parlamentos en una institución más legítima y sensible. Con el VA, habría más parlamentarios que tendrían que trabajar más para llegar allí y mantener su escaño. Quizá, decían los críticos, pero también se fomentarían las posiciones centristas y de consenso, porque los candidatos siempre estarían intentando recoger votos de electores cuyas primeras preferencias hubieran sido otras. ¿Y qué habría tenido eso de malo? O sea, el Parlamento habría representado a más gente más tiempo. ¿Eso es profundamente antibritánico?
Después de este rotundo «no», la reforma electoral quedará fuera de la agenda política británica durante años. Como premio de consolación, es posible que Clegg consiga algún cambio en la Cámara de los Lores. Lo cual significa que, hacia 2040, cuando reine Guillermo V y el último de los lores de partido que acaba de crear arbitrariamente Cameron haya dejado ya los bancos de cuero rojo para partir al gran parlamento celestial, Gran Bretaña tendrá, por fin, una cámara alta elegida en su mayoría. ¡Vaya progreso, Ukania!
Timothy Garton Ash es catedrático de Estudios Europeos en la Universidad de Oxford, investigador titular en la Hoover Institution de la Universidad de Stanford. Su último libro es Facts are Subversive: Political Writing from a Decade Without a Name. (www.timothygartonash.com) Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia