Felix Ovejero Lucas. El País.
Como Zavalita, ignoro cuando se jodió Perú. Sin embargo, sí creo que podemos datar con precisión de astrofísco cuando se jodió la política: en mayo del 68. En aquellos días se acuñó una mirada adolescente que todavía es la nuestra, quizá por aquello de Ortega y las generaciones, de que los jóvenes de entonces, que ahora mandan, se han hecho mayores sin abandonar la ontología en la que se formaron, esa que condesaban famosas consignas de aquellos días: “Sed realistas, exigid lo imposible” o “No queremos un mundo donde la certeza de no morir de hambre viene contra el riesgo de morir de aburrimiento”.
A mi parecer, cuatro actitudes de nuestra política proceden de la adolescencia de mayo. La primera conduce a creer que todo lo que se quiere se puede, que podemos reclamar una cosa y la contraria. Al final, todo sería cuestión de voluntad. Esa convicción amplificó otra mucho más enraizada en nuestra historia reciente, la de la abundancia. Si hay de todo para todos, no debemos renunciar a nada. La vida sería como un supermercado con infinitos bienes: no importa que tu tengas un yate y yo no; si yo quisiera, también podría tenerlo, que sobran. En jauja, no hay que establecer prioridades ni hace falta organizar la distribución. En condiciones de abundancia no es que no quepa la injusticia distributiva, es que ni siquiera habría envidia o sensación de injusticia. Basta con pedir por esa boquita y se nos dará.
La segunda es una prolongación de la anterior: la disposición a ocultar los problemas y los dilemas de las reclamaciones. Basta con recordar lo sucedido con el movimiento antiglobalización. Nada podía estar más justificado. Miles de personas, en distintas partes del mundo, recordaron algo muy importante: los mayores retos de los próximos años presentan un carácter planetario y la solución debe abordarse a esa escala. Los problemas aparecían cuando los activistas se reunieron a precisar metas y propuestas. La exigencia de participación estaba muy bien, pero era solo el principio de la historia. La participación es un procedimiento de decisión, no un programa. En la hora de las ideas coincidieron mujeres y minorías sexuales con defensores de culturas indígenas sexistas, campesinos europeos proteccionistas y campesinos de la periferia críticos de aranceles agrícolas, partidarios del comercio local y activistas del comercio justo, teóricos de la Justicia global y entregados comunitaristas, defensores del crecimiento cero y de políticas de expansión. De pronto, algunos, pocos, cayeron en la cuenta de que muchos noes no equivalen a un sí, de que estar contra el sistema no basta para estar de acuerdo. Los que defienden la barbarie y la sinrazón también están contra el sistema. Le Pen o ETA, por ejemplo.
No era fácil reconocer los problemas para los que crecieron bajo la consigna de que podemos pedirlo todo, que todo cabe. Lo más común fue emborronar las propuestas y escamotear aristas y dificultades. Las buenas palabras como conjuro frente a las incompatibilidades entre programas y los intereses encontrados. La adolescencia ciudadana de nuestras democracias, que maltrata a quienes recuerdan las dificultades y premia a quienes, sin precisar nada, prometen todo a todo el mundo allanó el camino para las medias verdades y los trucos de magia.
La siguiente convicción es también otra variación del mismo tema: la sustitución del relato de la igualdad por el de la identidad. Una verdadera filigrana intelectual. El ideal emancipador, que permite condenar las injusticias a partir de ciertos valores, resulta de mal llevar con el supuesto de que todo vale, el punto de vista que, casi sin querer, acabó por abrazarse cuando se pasó de la constatación de que en las sociedades modernas conviven distintos modos de vida a considerar que todos ellos, por el hecho de existir, resultan igualmente valiosos.
El clásico diagnóstico que veía en la división entre clases el eje explicativo de las patologías sociales y el centro de gravitación de las luchas sociales se sustituyó por una multiplicación de reclamaciones identitarias alentadas por entrepreneurs d’ethnicité et de mémoire (Jean-Loup Amselle) que hablaban en nombre de “colectivos” de los que ellos mismos se proclamaban portavoces: étnicos, culturales, sexuales o religiosos. Todas las causas se consideraban igualmente valiosas por el hecho —discutible en más de una ocasión— de proceder de sujetos excluidos o ignorados y a cada cual se lo catalogaba según cierta característica (la lengua, el sexo, la religión) que explicaría sus enteras vidas. El árabe de Marbella compartiría barricada con el de la banlieue parisina, la campesina guatemalteca con la duquesa de Alba, el homosexual de Hollywood con el de Kabul. Sus identidades enmarcaban un origen que sería un destino y todos ellos juntos, cada uno en su respectivo lote, del lado bueno de la historia. Otra recreación más. Verdaderas jaulas de hierro de las gentes, aisladas y recreadas en su salsa “diferencial”, las identidades acabarán por oficiar como fuente de enconamiento entre tribus, cada una resentida con la vecina, de la que nada sabe ni quiere saber. No importaba que las identidades fueran inventadas, el odio no necesita de la verdad para prender.
Pero quizá la disposición más engañosa, por su aparente radicalidad, es la que conduce a valorar la realidad con el guión “lo que no es perfecto, es basura”. Entre nosotros ha permitido el diagnóstico de que España no es una democracia y que, en lo esencial, nada ha cambiado respecto al franquismo. Asoma por aquí una conocida falacia (slippery slope) que, pasito a pasito, mediante pequeños desplazamientos, acaba por presentar la versión extrema, en realidad falsa, de aquello que descalifica. Así Chávez era Castro y, como Castro era Stalin, Chávez era Stalin. O, por la otra esquina, Aznar, Fraga y Franco mediante, clavadito a Hitler.
Con una variante de este esquema se descalificará a la Constitución, a partir del contraste con un idealizada situación hipotética. Estaría contaminada por la presencia y parcial tutela —innegables— de los poderes franquistas durante el periodo de su gestación. En ausencia de éstos, se dice, la Constitución hubiera sido otra, verdaderamente democrática. La Transición, se concluye, nunca se ha cerrado.
Y sí, todo eso es trivialmente verdadero. Claro que, con ese guión, no queda títere con cabeza. Si evaluáramos las constituciones bajo el contraste de otro mundo posible, idealizado, todas a la hoguera. No serían legítimas ni la jacobina de 1793 ni la republicana española de 1931, porque, entre otros defectos, no fueron votadas por las mujeres. Ni la alemana, redactada bajo la tutela de los vencedores de la II Guerra Mundial; ni la francesa, diseñada al dictado de un De Gaulle cuyo ascenso al poder vino impuesto por un pronunciamiento militar en la Argelia francesa. Y como los contrafácticos no tienen freno, toda legitimidad puede reducirse a escombros. Si de aquí a veinte años, se adelanta el voto a los quince años, deberíamos considerar ilegítima cualquier decisión actual. Entregados al bisturí subjuntivo, podemos destripar cualquier cosa, pasada, presente o futura.
Sostener que lo quiero todo y ya y que si no es lo mejor, es basura, no es radicalidad intelectual ni afán de verdad, sino política de casino provinciano. Ganas de escamotar los problemas con golpes en el pecho y palabras vacías. Hace ya tiempo que sabemos que la mejor sociedad no será el paraíso, sino el infierno más llevadero. Nos lo recordaron las mentes más lúcidas y honestas. Y las más radicales. Gentes que se negaron a disimular los problemas, como Bertrand Russell, cuando, sobre el trasfondo de la Guerra Fría, apostó por un gobierno mundial, cuya calidad democrática reconocía limitada, o Wolfgang Harich, cuando defendía su socialismo ecológico-autoritario a partir de la convicción de que los retos importantes de la humanidad, más temprano que tarde, reclamarán una corrección de comportamientos de tal magnitud que, si queremos preservar una vida medianamente digna para todos, nuestras libertades no podrán ser las de siempre. La política, en serio, consiste en reconocer lo realmente importante y estar dispuestos a conseguirlo, a sabiendas de su alto precio, de que elegir conlleva renunciar. Como en la vida. No podemos comer chocolate y estar delgados, amar y no depender.
Félix Ovejero es profesor de la Universidad de Barcelona. Acaba de publicar ¿Idiotas o ciudadanos? El 15-M y la teoría de la democracia (Montesinos