Un día cualquiera, no se la hora que es, me asomo a la ventana y veo la obra de ayer. Las luces del alba son la premonición de que de nuevo puedo dar un tropezón. Cuando voy al trabajo por las calles levantadas, sorteo las brechas de las perforaciones, salto sobre los socavones, vadeo las losetas, evito los agujeros de las arquetas y me cuido de no quedar enjaulado, malherido y rasguñado en las alambradas de hierro con las que el Plan eÑe nos ha cercado.
Cuidado aquí, cuidado allá, qué hay reformas en la ciudad.
Tejer y destejer, trenzar y destrenzar, meter y sacar. Abrir y cerrar. El cable y el gas. El agua y la luz. Las fosas de las arquetas, las redes de suministro, la telefonía, la fibra y el saneamiento. Los bordillos, las pilonas, los tranquillos, las esquinas, las rotondas, los parkings y las farolas. Todo, todo lo quieren poner más nuevo que antesdeayer. Así les falta el respeto por árboles decenarios, por las piedras centenarias, por los pueblos milenarios y por la vida diaria.
Ciudades de agua y frescor, están siendo maquilladas, para lavarle la cara, sin que resulten mejor.
En mi barrio y en tu barrio, abren zanjas a diario. Con tres puntos de sutura, se les cierra la costura; y así sucesivamente: coser y descoser, ¿crees que han terminado?, pues no, mañana vuelven otra vez… ¡Uf!, qué locura! El cuento del nunca acabar; mejor reír que llorar.
Asfaltaron muchas calles en dos días de verano. Así los señores con mando, si le dejan, nos asfaltan hasta el campo. Tanta bulla no puede ser siempre buena, pues dos semanas después, el chinorro rodaba por el pavés, la gravilla desprendida a las casas se venía en la suela del zapato. La muestra del alquitrán quedaba escrita, indeleble, en la alfombra del zaguán. Entonces, fue de repente, llegaron aquella tarde a la hora de la siesta, y las calles rociaron con denso alquitrán caliente. Al sacar mi bicicleta se clavó sobre la rueda, dos dedos de chapapote me llegaron al cogote. Esa noche, el vapor petroleado que, sin querer, habíamos esnifado sumió a mí vecindario en estado de embriaguez. Y duró hasta el día siguiente. El ruido de la picota, nos volvió a la realidad, sin solución de continuidad.
Obra aquí, obra allá; qué bonita quieren dejar la ciudad, con una manita de liso alquitrán.
La luz de la mañana entra en mi habitación mientras se oye el martillo pilón. Hoy el ruido es más que ayer pero menos que mañana. Buenos días vecino, ¿que tal ha dormido usted?, ¿yo?, peor que usted; no puede ser, ¿qué no?, venga, asómese a mi balcón y verá que tengo a mi vera la excavadora, la apisonadora, la amoladora, y la camioneta… Me voy a volver chaveta. Pues yo ya estoy turulato, entre el portal y el trabajo me cayó sobre la chola una lasca de ladrillo que andaba volando sola. Por eso, ahora, me llaman “el loco de la calle donde vivo” pues me he comprado para salir a la puerta, un buen casco de albañil, de primera homologado. Ando un poco más seguro por las estrechas aceras. Pues…, verá usted, yo voy en la misma línea, solicito, con oficio pertinente, al concejal de urbanismo, que en el día de mi santo me regalen un yelmo y una armadura por si las obras no acaban en esta legislatura.
Por la Vega de Granada cabalgan cuatro jinetes, ya no ven las altas torres de la Alhambra de Granada. Ven la torre de San Lázaro, la del hotel Nazaríes, la gris de La General, y las grúas del Serrallo. Soooo, detén el caballo, ¡pardiez!, obras hasta en el cielo, da la vuelta Godofredo, ya vendremos otro día si la ciudad sigue en pie.