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Ilusiones y martirios

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Manuel  Conthe.

En los años 80, Daniel Kahneman, Jack Knetsch y Richard Thaler llevaron cabo un estudio en Canadá para analizar cuándo los ciudadanos consideraban abusivas o razonables ciertas decisiones de las empresas. Sospechaban que ese juicio dependía no sólo de su contenido efectivo, sino de la forma en que se percibían. Así, para enjuiciar una hipotética reducción de salarios reales, plantearon inicialmente a los encuestados la siguiente cuestión: «Una compañía tiene beneficios moderados. Está situada en una comunidad que está sufriendo una recesión con mucho desempleo, pero sin inflación. Hay muchos trabajadores deseosos de trabajar en ella. La compañía decide ese año reducir los sueldos un 7%«. Luego repitieron la misma pregunta, pero suponiendo que la inflación era del 12% y que la empresa decidía subir los salarios un 5%. 

 Aversión a las pérdidas

Aunque en ambos supuestos la reducción real de los salarios era igual, la reacción de los encuestados fue muy distinta: la rebaja del 7% del salario nominal fue considerada injusta por el 62% de los encuestados; y la subida del 5%, aceptable para el 78%.

Kahneman y sus colegas atribuyeron esa reacción a cómo los encuestados percibían la situación: el recorte del salario nominal lo veían como una «pérdida» y, en consecuencia, era rechazado; una subida salarial inferior a la inflación se percibía como «menor ganancia» o «lucro cesante» y resultaba más aceptable. La encuesta revalidó, pues, una de las tesis de la Escuela de la Psicología Financiera (Behavioral Finance): tenemos gran aversión a las «pérdidas» respecto a nuestro nivel de referencia -normalmente nuestra situación actual o nuestro nivel de aspiraciones-; y percibimos de forma distinta  «perder» que «dejar de ganar». Lo saben bien quienes ofrecen «fondos de inversión garantizados»: a los inversores les dolerá menos no recibir ningún rendimiento durante varios años (no ganancia) que desprenderse al principio, de forma consciente, de una parte de su ahorro para comprar un derivado que tal vez expire sin valor (pérdida).

Pero en el experimento de Kahneman, Knetsch y Thaler asomaba también otra ilusión cognitiva de larga tradición entre los economistas: la «ilusión monetaria» (money illusion).

Ilusión monetaria

Fue Irving Fisher, el gran economista y estadístico americano, quien en 1928 acuñó ese término y le dedicó un libro, basado en las investigaciones que había hecho en 1922 en Alemania, aquejada por la primera de las dos grandes hiperinflaciones que sufrió en el siglo XX. Fisher constató que muchos alemanes seguían guiándose por la cuantía nominal en marcos de los precios, no por su poder adquisitivo real. Pocos años después, Keynes, en el Capítulo II de su Teoría General, consideraría también la ilusión monetaria un rasgo típico del comportamiento de los sindicatos en materia salarial: «La situación normal es que los trabajadores pacten un salario nominal, más que un salario real. Se resistirán con frecuencia a una reducción de sus salarios nominales (money-wages), pero no reducirán su trabajo cuando suba el precio de los bienes (wage-goods). Lógica o ilógica, la experiencia nos dice que ésta es la actitud de los trabajadores». 

Durante décadas, la ilusión monetaria de los ciudadanos hizo que la inflación produjera grandes reducciones reales de los salarios, tipos de interés y precios de bienes y activos, sin que esas solapadas reducciones produjeran grave rechazo. Pero la persistencia e intensidad de la inflación hizo que la ilusión monetaria desapareciera y la gente buscara mecanismos para protegerse de la depreciación monetaria («cláusulas valor-oro», cláusulas de indiciación, operaciones a tipo de interés variable o corto plazo, uso de divisas extranjeras…). El problema con tales mecanismos ha sido que, en muchos casos, no sólo han protegido frente a la depreciación de la moneda, sino que han favorecido  una rigidez excesiva de los precios y salarios reales (p.ej. en caso de encarecimiento del petróleo u otro bien importado, que entraña un empobrecimiento real de todos los ciudadanos).

Flexibilidad de precios y salarios

 Paradójicamente, en la eficacia de la inflación inesperada como mecanismo de ajuste ha basado Kenneth Rogoff, antiguo director del Departamento de Investigación del FMI, la recomendación que hacía a los Bancos Centrales en su reciente artículo «Embracing inflation» de que acepten un breve episodio de inflación -un 6% durante dos años- para facilitar la reducción del precio real de la vivienda y disminuir el valor real de las deudas que amenazan la solvencia de muchos bancos. Rogoff reconoce que «una vez que se deja salir de la botella al geniecillo de la inflación», no será fácil volverlo a meter. Pero, ante la gravedad de la crisis financiera, considera su propuesta un mal menor: «Temer a la inflación equivale a preocuparse por no coger el sarampión cuando corremos el riesgo de contraer la peste».

A mi juicio, la propuesta de Rogoff no sólo entrañaría graves peligros, sino que tendría una eficacia limitada: está basada en el supuesto implícito de que la ilusión monetaria sigue prevaleciendo y de que el grueso de las deudas son a largo plazo y a tipo de interés nominal fijo.

 Ahora bien, si descartamos esa propuesta, deberemos aceptar que, cuando resulten necesarias, las reducciones de precios y salarios reales se produzcan mediante una rebaja de su valor nominal. No se trata de preconizar reducciones nominales de precios y salarios con carácter general, pues ese proceso de «deflación» no sólo no ayudaría a  superar la crisis económica mundial, sino que la agravaría; pero tales reducciones nominales de precios y salarios pueden resultar necesarias para restablecer el equilibrio en algunos sectores concretos ¿los precios de la vivienda, por ejemplo-, mitigar la destrucción de empleo o recuperar la competitividad internacional en países que -como España- necesitan mejorarla con urgencia. La gravedad de la crisis económica está ayudando a rebajar nuestro nivel de aspiraciones y a hacer aceptable lo que antes hubiera sido concebido como una «pérdida» inconcebible; aún así, lograr que, cuando sean necesarias, esas reducciones de precios y salarios resulten socialmente aceptables exigirá un gran esfuerzo de pedagogía.

Tengamos presente que una economía moderna integrada en una zona monetaria de baja inflación -como la zona euro- necesita ser mucho más flexible que una economía que, como España hace años, tenía tasas de inflación elevadas, vestigios de ilusión monetaria y una moneda propia susceptible de ser devaluada. La importancia de esa flexibilidad la subrayó el Reino Unido cuando, en 1991, negociábamos las condiciones de acceso a la unión monetaria. Nos lo ha vuelto a recordar el FMI en la declaración que su misión dirigió a España la semana pasada. La actitud desdeñosa con la que -según las noticias de prensa- el presidente del Gobierno parece haber acogido las recomendaciones del FMI me ha hecho recordar la frase de Ortega que ya cité meses atrás en «Crisis y recuerdos«:

«La especie humana es demasiado estúpida para agradecer que alguien le evite una enfermedad. Es preciso que la enfermedad llegue, que el ciudadano se retuerza de dolor y de angustia: entonces siente exquisita gratitud hacia quien le quita la enfermedad que le ha martirizado. Pero así, en seco, sin martirio previo, el hombre es profundamente ingrato.»

Publicado en «Expansión» el 16-12-08]

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