Un 22 de diciembre de 1504, la Santísima Inquisición quemó a más de 100 personas vivas en Córdoba. El auto de fe más sanguinario de la historia española perpetrado en nombre de la verdad. De la razón. De Dios. En otro de sus «pronunciamientos» teológicos, el Santo Oficio condenó a la masonería porque sus integrantes hacían el bien por el bien. No en nombre de Dios. Ser buenos porque sí, no porque Dios lo dicta, convertía al bien en un dios en sí mismo y a sus seguidores en herejes. Había que quemarlos. Vivos. De noche, a ser posible, «para que se vean mejor las llamas y se escuchen mejor los alaridos». Y delante de cientos de hombres y mujeres que se mantendrán callados en nombre del miedo y del instinto de legitimidad. El mismo que empuja a terroristas suicidas a inmolarse con una bomba en el pecho en un mercado o en una plaza pública. Qué más da si mueren inocentes de su propio bando. Lo hacen en nombre de la verdad. De la razón. De Dios. Del mismo instinto de legitimidad que dispara en la cabeza de receptáculos humanos españolistas. En nombre de ETA. De Euskadi. De la verdad. De la razón. De Dios.
El mismo mal latirá en el despido masivo de trabajadores en Cajasur. Otro auto de fe cometido por los ahora culpables y por quienes callaron entonces mientras aquellos lo cometían. O en la violencia legal contra los desahuciados. O contra los no viajeros de Air Comet. O contra la mujer española juzgada en Estados Unidos por raptar a su propia hija. O en la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatut catalán. Yo suscribo hasta la última línea el editorial conjunto que publicó toda la prensa catalana bajo el título La dignidad de Catalunya. Y soy plenamente consciente del daño que supondrá para Andalucía. El Tribunal Constitucional salvará el Estatut para salvar la Constitución y a sí mismo. Y construirá una realidad ficticia que los consumidores político-electorales tomarán como dogma de fe. Porque la rentabilidad política, igual que la vital, pasa por equivocarse juntos más que por acertar en solitario. Reinterpretará los escollos identitarios y callará los financieros. Y el constitucionalísimo estatuto andaluz, tan constitucional como el catalán, confirmará su pérdida de rango competencial, histórico y simbólico. Y lo volveremos a consentir en nombre del instinto de legitimidad.