Por Andrés Sánchez
Mientras la economía de mercado se derrumba, la política sigue avanzando hacia la mercantilización y la banalización. Por política “mercantilizada” no me refiero ni a la nostalgia de una política idealizada ni a la fría “realpolitik” del poder del dinero. Más bien a la aplicación de un marketing vulgar y ramplón, caricaturesco a la política.
El problema de la política no es que haga marketing, o incluso se reduzca a eso… es que se hace de forma pésima. Ya puestos, me gustaría que la izquierda se pareciera más a Greenpeace, o en el peor de los casos, a Coca Cola.
Que el uso del marketing no es perverso per se lo demuestra el éxito de Greenpeace. El marketing no es sólo “manipular” y “desinformar” para “vender” lo que tienes: pasa también por hacer aflorar necesidades (convirtiéndolas en demanda) y ofrecer productos (bienes o servicios) que permitan satisfacerlas y cuya imagen sea positiva. Greenpeace es un buen ejemplo de un marketing con resultados progresistas: lo que no hemos conseguido los ecologistas sociales o políticos (transformar las preferencias ecologistas de miles de personas en activistas o en votantes) lo ha logrado Greenpeace. 60.000 cotizantes en España, no para que se forren sus directivos, sino para garantizar su independencia, tanto de empresas como de los estados, para financiar los estudios, informaciones, propuestas y campañas de denuncia que satisfacen a sus afiliados, y que encuentran público en la población general y en los medios de comunicación y profesionales e investigadores. ¡Y han convertido su “marca” en una garantía de seriedad, independencia y compromiso, por la que mucha gente paga para asociarse! Chapeau.
Pero no es oro todo lo que reluce. Porque el marketing es una aproximación reduccionista a la realidad (¡como cualquier otra!), y lo que vale para Greenpeace puede no hacerlo para la política. Individualismo, interés en los que tienen poder de compra (o de voto), cortoplacismo, asimetría de información, externalidades, barreras de entrada… Los mismos elementos que pueden explicar una parte de la crisis económica, hacen indeseable una política reducida al marketing. Al final, lo que salva a Greenpeace es que funciona como una empresa, pero no es una empresa. Utiliza las armas del enemigo pero no se vuelve él. Para ello necesita mantener unas estrictas regulaciones internas; y controlar su papel externo: no puede permitirse la más mínima sospecha, pues su único capital es su credibilidad (por su independencia y su solvencia), y no le faltan precisamente enemigos dispuestos a airear cualquier traspié.
El marketing, incluso el mejor marketing (como Greenpeace) es insuficiente para la política. Básicamente, por el defecto individualista: el problema del paso de lo particular a lo general. Lo que para Greenpeace (o Médicos sin Fronteras) no deja de ser la articulación de intereses, en política no es suficiente. Quedaríamos atrapados en la perspectiva liberal, compatible con una visión “mercadotécnica”: cada uno encuentra lo que busca (dentro de lo que puede permitirse). Doctrinas políticas más realistas, desde el republicanismo al ecologismo, no sólo deben procurar la satisfacción de los intereses mayoritarios y permitir la pervivencia de nichos para las minorías: lo irreducible de la política es algo más que el pacto sobre las reglas de juego, lleva implícita la promoción de formas de “vida buena”, de responsabilidad global… y ese es el riesgo del progresismo. Todo tiene un coste: es cierto que el progresismo y su “vida buena” puede terminar, como denuncian los liberales, en una forma de totalitarismo. Pero no es menos cierto que las víctimas del cinismo liberal se pueden contar por millones.
En resumen: Greenpeace, como representante del (mejor) marketing no puede imponer obligaciones: ni al conjunto de la sociedad ni tan siquiera a sus miembros (su única represalia posible es la expulsión de un grupo al que cuesta dinero pertenecer); tan sólo es uno más jugando el juego global de la opinión pública. Insisto en que no son pocos los logros de esta estrategia: empíricamente, se han mostrado más eficientes que el “ecologismo social”, y más eficaces que el “ecologismo político”. Pero quedarse ahí nos haría renunciar a la política. Se limitaría (que no es poco) a un programa reformista: llegará más lejos (dentro del modelo) cuanto más fuerza tenga, y conjuga la transversalidad, el bipartidismo, la centralidad (en un sentido más elaborado que la equidistancia llamada centrismo) con la articulación de los intereses propios.
Hay un segundo marketing en el que el elemento esencial no es la satisfacción de “demandas necesarias”, sino la marca. “Hagamos que la Coca Cola mole” o “fumar Marlboro es sexy (y viril)”. Evidentemente, si vamos a esto, más vale que se trate de productos inocuos (¿cabe imaginar algo más inocuo que la Coca Cola “zero”?), que no de tóxicos, como el tabaco o una política equivocada. Me temo que es a esto a lo que se está dedicando la izquierda oficial: nada más lejos de su interés de reivindicar un planteamiento progresista; basta con ser mejores que la derecha, o más apropiadamente. que la derecha sea peor que la izquierda. Y ahí está el punto: si se limitaran a presentarse como algo tan “cool” como insustancial no sería tan grave.
Asumir sus limitaciones, su incapacidad para arreglar el mundo y guardando las grandes palabras en el baúl de la historia… serían tan inanes en su imagen como en sus hechos, pero no intoxicarían. Soy escéptico sobre el poder movilizador de palabras y conceptos, pero a veces no nos queda otra cosa. Y la izquierda oficial gana espacio con las palabras mágicas, banalizando el trabajo de generaciones de activistas y científicos. Preguntemos a cualquier persona informada sobre la política ¿ambiental? de su gobierno, sobre la igualdad entre hombres y mujeres, sobre la reducción de las diferencias sociales y económicas… ¡sobre su idea del Estado, o sobre el proyecto de construcción europea! Esta política de “marca” es lo que intenta el PSOE asumiendo el modelo popularizado por Lakoff, de construir los marcos más favorables para tu marca.
Hay un tercer uso del marketing, más oscuro. No se fija en la creación de “productos” (a lo Greenpeace”) o de “marcas” (a lo Coca-Cola), sino en cómo reducir la libertad del consumidor. Como hacen compañías de telefonía móvil, eléctricas… e incluso supermercados. Más allá de la manipulación de los poderes, del lobbying, tenemos la manipulación de las personas: no somos sensibles a una rebaja lineal de un 5% de todos los productos, pero sí a reducir un 50% el precio del 5% de los productos (aunque se mantenga o aumente el del resto…). En eso consisten los “reclamos”, y sirven para “cautivar”: ya que has hecho el viaje… haces el resto de la compra. La compra te sale más cara, no compras exactamente lo que quieres… pero sales contento por haber encontrado la leche a 60 céntimos, el café a 80… o un cheque bebé.
Dignifiquemos la política. No porque seamos unos carrozas, sino porque la necesitamos. La izquierda sólo nos sirve en la medida en que permite a la sociedad en su conjunto avanzar en la resolución de los problemas globales, hacia un nuevo consenso global (progresista). Si se reduce al marketing que hace aflorar nuevas políticas reformistas, bienvenida sea mientras no desfallezcamos; si es para que nos sintamos orgullosos de nuestros valores… a estas alturas me parece pueril. Si es marketing para hacer clientes en la izquierda… es pura desinformación y manipulación.
Hay a quien le escandaliza que podamos aprender algo del marketing, o de las campañas de Greenpeace o de Coca Cola, aunque sean sus limitaciones. También podemos pensar que no tiene nada que enseñarnos: ni productos, ni marcas ni clientes. En el castizo lenguaje tan querido a muchos líderes de IU: “estas son lentejas, si las quieres las tomas, si no, las dejas”. Y pensar que hace 15 años esa coalición logró el apoyo del 20% de la sociedad andaluza…