Francis Fukuyama. The American Interest.
La respuesta a la pregunta; «¿Es América una plutocracia?» puede parecer trivial o evidente en función de cómo se defina el término. Plutocracia, según el diccionario, significa simplemente «gobierno de los ricos.» Si la pregunta se toma en sentido literal de aquellos que no son rícos , la inmensa mayoría de los ciudadanos estadounidenses, no tienen ninguna influencia en la democracia estadounidense, o que el país está gobernado exclusivamente por una elite de ricachones ocultos , la respuesta es obviamente «no». Por otro lado, si la pregunta se entiende como : «¿Tienen los ricos una influencia política desproporcionada en los Estados Unidos?», la respuesta es obviamente «sí «, esta respuesta no es precisamente muy imaginativa. Los ricos han tenido una influencia desproporcionada en la mayoría de organizaciones políticas en gran parte de la historia.
Por supuesto, uno puede discutir interminablemente sobre quién puede ser calificado como rico, si los ricos constituyen una clase social capaz de una acción colectiva autónoma, sobre la forma abierta o cerrada de esa calificación, o sobre que significa ser miembro de una clase, cual es hoy el núcleo del verdadero poder político en los Estados Unidos, y así sucesivamente. Pero si la cuestión sigue siendo tan simple como las enunciadas más arriba, la respuesta básica ni cambiarán, ni tendrán mucho más interés.
Esto no es, sin embargo, lo que este número de The American Interest se pregunta por la plutocracia. Puesto que plutocracia no sólo significa gobierno de los ricos y para los ricos. Nos referimos, en otras palabras, a un estado de cosas en las que el poder de los ricos tiene tal influencia como para proteger y ampliar su propia riqueza e influencia, a menudo a expensas de los demás. En el ensayo introductorio a este número, establecemos cuatro formas básicas de influencia: grupos de presión para cambiar los costes regulatorios desplazando estos costes de las empresas hacia el público en general; grupos de presión para modificar la legislación fiscal para que los ricos paguen menos; grupos de presión para permitir el máximo uso posible de financiación privada de las campañas políticas electorales, y, sobre todo, las maniobras para que los grupos de presión puedan continuar su labor con el menor número de restricciones posibles. De estas cuatro formas, la segundo tiene tal vez una trayectoria histórica más prolongada
Por escandaloso que pueda parecer a los oídos de los republicanos educados en la cultura de los reaganomics, un buen indicador de la salud de una democracia moderna es su capacidad para obtener legítimamente impuestos de sus propias élites. Las sociedades menos desarrolladas del mundo son aquellas cuyas élites se les exime legalmente del pago de impuestos, o que facilita la evasión, lo que transfiere la carga del gasto público en el resto de la sociedad.
Por lo tanto, es necesario plantearse un conjunto diferente y más interesante de preguntas acerca de la relación entre el dinero y el poder político en la América contemporánea. Todas estas preguntas se unen, sin embargo, en un interrogante fundamental: ¿Por qué el aumento significativo de la desigualdad de ingresos en las últimas décadas no ha generado la presión política de la izquierda para recuperar la redistribución, como ocurrió en momentos similares en momentos anteriores? En cambio, quien si ha generado movimientos desde abajo en los Estados Unidos hoy en día ha sido la derecha, y su objetivo no son los ricos y leguleyos sino, las políticas gubernamentales destinadas a proteger a los estadounidenses de los depredadores de la derecha. ¿Cómo se explica esto?
Hay que empezar describiendo el paisaje contemporáneo en el que esta cuestión se plantea. Está bien establecido que la desigualdad del ingreso ha aumentado considerablemente en los Estados Unidos durante las últimas tres décadas, y que las ganancias del período prolongado de crecimiento económico que terminó en 2007-08 se han ido de manera desproporcionada al extremo superior de la capa más rica de la sociedad. Un estudio realizado por Thomas Piketty y Emmanuel Saez muestra que entre 1978 y 2007, la proporción de ingresos procedentes el 1% de las familias estadounidenses más ricas subieron 9 a 23.55 % del total de la renta. Estos datos apuntan claramente al estancamiento y retroceso de los ingresos de las clases trabajadoras en los Estados Unidos: Los ingresos reales de los trabajadores masculinos alcanzó su punto máximo en algún momento al comienzo de la década de 1970 y no se han recuperado desde entonces.
La creciente disparidad de las rentas ha coincidido con un período de hegemonía conservadora en la política estadounidense. Las ideas conservadoras sin duda tienen que ver con el aumento de la desigualdad: el proyecto liberal (en el sentido original del siglo XIX ) , modelo económico favorecido por Ronald Reagan, tenía la intención de abrir las puertas a una mayor competitividad y a un mayor espíritu empresarial, lo que necesariamente significa que los beneficios del crecimiento irían de manera desproporcionada a los mejor preparados para crear riqueza. Los períodos de rápido crecimiento, casi siempre aumentan las concentraciones de capital y por lo tanto la desigualdad de ingresos, pero, como los defensores pro-mercado en repetidas ocasiones nos han dicho, el crecimiento también casi siempre se debería expandir , con el paso del tiempo , a todas o casi todas las clases sociales.
Como pasaron los años y las ganancias descomunales en la parte superior de la pirámide de distribución de ingresos no a goteado de una manera sustancial hacia los de abajo, uno habría esperado que hubiera una creciente demanda de una política de izquierda que buscara, si no la igualdad de los ingresos, por lo menos si limitar su desigualdad. Eso no sucedió. El Partido Demócrata, que uno podría haber esperado que fuera el foco principal de la defensa de tales políticas, fracaso. Logró recuperar la mayoría en la Congreso y en el Senado, y ocupó la presidencia entre 1993 y 2001 (y, por supuesto, se recuperó también en el 2009), pero su éxito electoral no se han convertido en políticas de equidad económica. Los demócratas interiorizaron las ideas centrales del fundamentalismo de mercado durante la década de 1990 y con ello reforzaron aún mas esas tendencias intelectuales conservadoras. De hecho, cuando en el año 2.000 en la campaña de Al Gore, este se dignó hablar sobre cuestiones relativas a las desigualdades de clase, tuvo sin lugar a dudas un efecto contraproducente.
La crisis financiera de 2008-09 sólo ha profundizado servido para profundizar aun más en este misterio. La crisis puso al descubierto algunos hechos desagradables sobre el capitalismo americano. El sector bancario presionó fuertemente en la década de 1990 para liberarse de la regulación legal, una tendencia que comenzó en serio con las instituciones de depósito y la desregulación del sector financiero que supuso la Ley de Control Monetario de 1980. Esto dio como resultado, entre otras cosas, en 1999 el Gramm-Leach-Bliley Act, que permitió la aparición de bancos universales * y un mercado poco transparente en derivados. Antes de la caída del mercado inmobiliario de EE.UU., el sector en rápida expansión financiera se llevó a casa un 40% de todos los beneficios de las empresas, y sin embargo, fue el responsable de una implosión que no sólo acabó con los propios bancos, sino que también impone costos enormes a personas inocentes, tanto en el Estados Unidos como en el extranjero. También costará a los contribuyentes EE.UU. una suma enorme destinada a los rescates de las entidades financieras.
Lo verdaderamente preocupante, sin embargo, fue la quiebra de los fundamentos morales que supone la justificación moral de la desigualdad material en una sociedad políticamente igualitaria. Una idea básica para la legitimidad del capitalismo de mercado es la hipótesis del mercado eficiente, es decir, la idea de que todo el mundo en un mercado verdaderamente competitivo gana algo cercano a su tasa de inversión social. Esto significa, en otras palabras, que si un banquero de inversión gana 100.000 veces más que un fontanero, es porque él o ella está contribuyendo aproximadamente 100.000 veces más a la riqueza general de la sociedad.
La crisis hizo que saltara a la vista de que la hipótesis del mercado eficiente se equivocó: los empresarios financieros innovadores, en su avidez para crear instrumentos financieros nuevos y más complejos, estaban destruyendo en lugar de crear valor para la sociedad en su conjunto. La crisis también arrojan luz sobre el hecho de que la América empresarial estaba trabajando muy bien para los intereses de sus empleados y accionistas (muchos de los cuales no eran ciudadanos estadounidenses), pero estaban trabajando mucho peor para los ciudadanos estadounidenses que esperaban el supuesto goteo de puestos de trabajo que se derivaría de tantos millones en circulación. Podemos admitir que exista una cierta tasa social retorno de las empresas de Estados Unidos, según las expectativas derivadas de la hipótesis del mercado eficiente, pero sólo a condición si la expresión «social» ya no se refiere solo a la sociedad norteamericana.
La crisis, cuando estalló en medio de la elección presidencial de 2008, ayudó claramente a Barack Obama a costa de su rival republicano, John McCain, en parte porque el electorado asocia Wall Street con los republicanos, y también, por supuesto, debido a que la crisis estalló durante el mandato de un presidente republicano. El nuevo Gobierno entró creyendo que su triunfo marcó un realineamiento fundamental de la política americana cercano a las posiciones representadas en 1932 por Franklin Roosevelt. Los directores de la nueva administración pensaron que tenía un mandato claro para hacer girar hacia la izquierda, de ahí el proyecto de ley de estímulo fiscal, un plan de rescate y nacionalización de las empresas de automóviles, que abandonó el gobierno, una iniciativa importante de reforma del sistema de salud y el diseño de un nuevo marco regulatorio para los bancos.
Pero como se vio después, Obama no estaba montando una ola de populismo de izquierda. Mientras que la mayoría demócrata en el Congreso logró impulsar esta agenda legislativa ambiciosa hacia adelante, los resultados distaron mucho de las expectativas. El paquete de estímulo no produjo impresionantes logros económicos. El proyecto de ley de salud no incluye una opción pública, y no hace frente a las verdaderas causas del excesivo gasto sanitario. El proyecto de reforma de la regulación financiera (Dodd-Frank) no ha cambiado los incentivos perversos que llevaron a la crisis. En efecto, mientras que Wall Street fue el responsable principal de la crisis ha sido sin embargo el sector de la economía de EE.UU. que sufrió el menor impacto en el largo plazo. Las ganancias de los bancos se recuperaron después de un par de trimestres. Y aunque los bancos se enfrentan ahora a una regulación más estricta, el Congreso no pudo hacer nada contra el hecho de que los bancos de inversión siguen siendo demasiado grandes y demasiado interdependiente, y seguramente tendrán que ser rescatados de nuevo cuando se meten en problemas en un futuro. De hecho, el sector financiero de EE.UU. se concentra en menos manos que antes de la crisis. Por todas estas deficiencias es por lo que el impulso político populista giró bruscamente a la derecha, como lo demuestra el surgimiento del movimiento Tea party y la recuperación republicano de la cámara de representantes en las elecciones de 2010 . Este cambio no ocurrió por sí mismo. Wall Street pasó una gran cantidad de dinero de grupos de presión para asegurarse de que el Reglamento financiero final fuera tan débil como fuera posible. Esto llevó al economista exjefe del FMI Simon Johnson a argumentar que los Estados Unidos estaban dominados por una oligarquía no muy diferente a las que se encuentran en Rusia y otros países en desarrollo. Grandes empresas farmacéuticas y sus grupos de presión se cernían sobre la legislación sanitaria, hasta el punto que la Casa Blanca, sintiendo su influencia, ha cedido en diferido a la mayor parte de sus preferencias.
Pero no es solo el dinero el que crea tendencias políticas en los Estados Unidos. Sólo un año después de la toma de posesión de Barack Obama, el sector social más enojado en el escenario político de América no eran los propietarios con hipotecas de alto riesgo que se enfrentan a una ejecución hipotecaria, como resultado de la crisis, sino a los criticó al gobierno por la adopción de medidas para proteger a los propietarios de viviendas, y para evitar que la crisis se profundice. Fue un fenómeno extraño que hizo ver a muchos de los más profundamente heridos por la crisis como aliados objetivos de aquellos que la causaron.
Este es, pues, el contexto actual en el que se plantea la cuestión de la plutocracia en América: ¿Por qué, dada la historia económica de los últimos treinta años, no hemos visto el surgimiento de un movimiento político de izquierda-de gran alcance que propugne una distribución más justa del crecimiento? ¿Por qué fue puesto en la picota Obama durante la campaña de 2008, por el solo uso de la palabra «redistribución», cuando todas las democracias modernas (incluyendo los Estados Unidos) ya tienen un importante grado de redistribución? ¿Por qué la élite de lucha contra el populismo ha adoptado una forma ala derecha, no ven las conspiraciones entre los actores del sector privado, como los banqueros y operadores de fondos; sino entre los funcionarios del gobierno que han actuado posiblemente tratando de no hacer otra cosas más que proteger a los ciudadanos contra las conspiraciones reales privadas? ¿Por qué ha habido tan pocas exigencias de replanteamiento del contrato social americano, cuando el actual se ha revelado a ser tan defectuoso? ¿Cómo puede ser que un gran número de congresistas demócratas , y el posiblemente más socialdemócrata Presidente en la historia de América, están considerando seriamente la ampliación, e incluso convertir en permanente, los recortes fiscales de Bush de 2001 y 2003? ¿No es esto, a primera vista, la evidencia de la plutocracia?
Son varias las posibles respuestas a estas preguntas. La respuesta más frecuente de la izquierda es «sí», las empresas estadounidenses protegen sus intereses a través de grupos de presión y las aportaciones a las campañas electorales de esta forma se favorece los intersre económicos de estas, y se garantiza la derrota de todos los esfuerzos para financiar la reformas. La plutocracia estadounidense, agregan, también se ha beneficiado de un mudable Tribunal Supremo, que en su Citizens United, la decisión de enero de 2010, ratificó la opinión de que las empresas son equivalentes a los individuos con derechos constitucionalmente protegidos, no sólo a ser parte en los contratos comerciales, sino también con derecho a participar en el discurso político.
No hay duda de que el dinero compra influencia política en mayor o menor medida en la América contemporánea, y que los lobby se han convertido en una forma de corrupción legitimada en muchos casos. Pero hay una serie de problemas para ver esto como la única explicación para la ausencia de una coherente política de izquierda. Las empresas de Estados Unidos no son la única fuente de donaciones a las campañas electorales, los sindicatos, los magnates de Hollywood y muchos liberales financieros de Wall Street donan dinero generosamente a favor de sus causas. El poder empresarial de Estados Unidos, por otra parte, no es un actor monolítico, sino que representa una gran variedad de intereses a menudo contradictorios. El dinero sigue a menudo las tendencias políticas en vez de crearlas.
Una segunda explicación tiene que ver con la singularidad americana. Muchos observadores a través de los años han señalado que los estadounidenses son mucho menos sensibles que los europeos a la desigualdad de los resultados económicos, siendo mucho más sensibles a la igualdad de oportunidades. La explicación clásica para esto tiene que ver con el hecho de que Estados Unidos era (para los inmigrantes recientes, por lo menos) un país de nuevo asentamiento con pocos privilegios heredados, imbuidos de la creencia liberal de Locke en la oportunidad individual. Los estadounidenses tienden a pensar que los individuos son responsables de sus resultados en la vida propia, sino que a menudo se distingue entre la pobreza «merecida” y la pobreza inmerecida, el último de los cuales son pobres como resultado de su ser, en palabras de Locke, «pendencieros y contenciosos”. Los estadounidenses se preocupan menos la igualdad de las rentas que la movilidad social, aun cuando dicha movilidad tarde generaciones en lograrse.
Este énfasis de Locke en la responsabilidad individual se manifiesta de varias maneras distintas. Un gran número de los estadounidenses, por ejemplo, abogan por la supresión todos los impuestos sobre la herencia (comúnmente denunciados por la derecha como el «impuesto de la muerte»), a pesar de que sólo una minoría muy pequeña de ellos puede aspirar a dejar el mundo con activos suficientes para ser objeto de sucesión por herencia. También explica por qué el Congreso, con el apoyo del presidente Clinton, abolió la ayuda del programa New Deal para familias con hijos Dependientes en el marco de una reforma amplia del estado del bienestar, bajo una ley del revelador título 2Ley de responsabilidad Personal y Reconciliación de oportunidades laborales” de 1996 .
Este aspecto de la cultura política estadounidense es insuficiente, sin embargo, para explicar por qué ha habido tan poco populismo de izquierda en el siglo XXI. Porque a pesar de las creencias de Locke, los estadounidenses de las generaciones pasadas han apoyado la redistribución de las riquezas, no sólo durante el New Deal y de la de la Great Society , sino también cuando se impuso un impuesto de la renta altamente progresista en la época de la Primera Guerra Mundial.
Por otra parte, si bien no hay evidencia de que la tasa de movilidad social intergeneracional ha disminuido con el tiempo en Estados Unidos, esa tasa no es tan alta como muchos estadounidenses creen, y de hecho no es tan alta como la tasa de algunos países desarrollados. La distinción entre la igualdad de rentas y la igualdad de oportunidades no es en ningún caso tan clara como puede que parezca a primera vista: las personas que están en mejor posición emplean todo tipo de estrategias para transmitir su condición privilegiados a sus hijos, desde los tipos de barrios que eligen para vivir hasta las universidades de élite donde los inscriben. Así que necesitamos más explicaciones para entender por qué no ha habido una reacción más violenta por parte de los que se han quedado atrás.
Una tercera razón posible que explica la ausencia del populismo redistributivo es mucho más cronológicamente específica: los estadounidenses han aprendido a desconfiar del gobierno poderoso en una forma que no existía en el período que va desde 1933 a 1969. Al igual que los contribuyentes en América Latina, pero a diferencia de los suecos, los daneses y los alemanes; los estadounidenses no quieren pagar impuestos porque están convencidos de que el gobierno se lo gastará. Pero una evaluación justa de la eficiencia del gobierno de los EE.UU. nos indica que esta varía enormemente según el nivel, la geografía, la función y otros indicadores similares. Hay unos organismos excelentes (el Cuerpo de Marines) y otros terribles (la ex Servicio de Inmigración y Naturalización). Desde los años de Reagan, sin embargo, muchos estadounidenses han llegado a creer que la experiencia del New Deal y la Great Society han puesto de manifiesto la incapacidad del «gobierno grande» para gastar el dinero sabiamente, o para distribuir sin producir perjudiciales consecuencias no deseadas. Por lo tanto, no están dispuestos a tolerar la expansión del Estado en áreas como la salud, aunque no se opongan, en principio, a dicho gasto
Una cuarta explicación es ofrecida por Raghuram Rajan, en su reciente libro Lineas fallidas: ¿Cómo fracturas ocultas siguen amenazando la economía mundial (2010). Rajan sostiene que la clase media y la clase trabajadora cuyos ingresos se estancaron o cayeron durante la generación pasada, seguían aqctivos en su capacidad de consumo gracias al crédito barato: El flujo de capitales que vienen de Asia y el excedente de otros países, fue convertido, manera creativa por los bancos y las instituciones públicas como Fannie Mae y Freddie Mac, como productos financieros y esto permitió a la gente pedir prestado, endeudarse para el fituro y disfrutar de los niveles de vida insostenible. En su opinión, el día del juicio final ha llegado finalmente: el crédito barato ha enmascarado la desigualdad, al menos en el sentido en que permitió a muchas personas a aumentar su consumo, incluso si no podían seguir el ritmo de los segmentos más ricos que estaban aumentando su consumo aún más rápido. Ahora que el crédito fácil se ha secado, las personas se enojan cuando se enfrentan a la cruda realidad de que los banqueros lo han hecho mucho, mucho mejor que ellos.
Una última explicación se encuentra en el campo de las ideas, y se acerca más a una teoría marxista de la conspiración plutocrática. Simon Johnson cree que describir Wall Street como una oligarquía capaz de manipular el sistema político de una manera similar a como lo hacen los oligarcas rusos o de otros países en desarrollo no es creíble porque no tiene en cuenta las ideas. A cierto nivel, las élites corruptas de países en desarrollo saben que están huyendo como un asesinato (a veces de verdad), y rara vez tratan de justificar su propio enriquecimiento en términos morales. Por el contrario las élites de América, sin embargo, tienden a creer que están ayudando a la sociedad en su conjunto, en la medida que se ayudan a sí mismos. Así actúan ideas como la centralidad de la hipótesis del mercado eficiente: los financieros se ven a sí mismos, y están orgullosos de ello, como «creadores de valor», no como carteristas intelectuales de las viudas y los huérfanos.
Detrás de este punto de vista moral está todo el edificio teórico de la moderna economía neoclásica, que ha desempeñado un importante papel en la legitimación de esta versión contemporánea del capitalismo de mercado. El giro intelectual adoptado por los economistas desde los modelos marxistas o keynesianos al monetarismo estricto y la Escuela de Chicago se produjo en el momento en que Reagan y Thatcher emergieron en la escena política, y sirvió para proporcionar una justificación aparentemente científica para la liberalización del mercado. Como Seth Colby y yo hemos argumentado, la mayor parte de este marco se justifica empíricamente con respecto al comercio y la inversión, desde el punto de vista empírico existían pocas sospechas de que la liberalización del mercado de capitales tendría efectos beneficiosos. De hecho, como sostiene Kenneth Rogoff y Reinhart y muestra el libro de Carmen Reinhart’s This Time Is Different , los datos de los últimos 200 años muestran que la liberalización precipitada del sector financiero es muy peligrosa. Las muy bien fundada teorías microeconómicas sobre la eficiencia de los mercados individuales fueron aireadas y aplicadas a todos los sectores de la macroeconomía, a pesar del hecho de que a nivel agregado muchos tienden a enriquecerse aprovechando los fallos del mercado, la información asimétrica o influencia política. La matematización de la economía moderna, también, le dieron el aura de una verdadera ciencia, la única de las ciencias sociales cuyos practicantes creen que están en la misma liga que los físicos. Ben Bernanke «un gran moderado” en la década del 2000 mantuvo en vigor la última versión del mantra «esta vez es diferente».
Así que aquí está la evidencia de una plutocracia norteamericana de una especie estrecha y discreta pero inofensivo apenas. Wall Street no sedujo a los profesionales de la economía a través de la corrupción abierta, sino mediante la alineación de los incentivos de los economistas con los suyos. Fue muy fácil para los economistas académicos pasar de luniversidades a los bancos centrales, a los fondos de cobertura- un mundo muy unido en el que todos compartían las mismas opiniones acerca de la auto-regulación y los efectos beneficiosos de los mercados de capital abiertos. La alianza fue enormemente útil para todos: El mundo académico ganó grandes cantidades en consultoría, y Wall Street ganó legitimidad. Y esta inercia ideológica es lo que ha mantenido al sistema, a pesar del fracaso de las políticas que ha generado enormes costes .
Otro conjunto de ideas fue incluso de mayor utilidad y ayuda para los ricos: los reaganomics. una economía que prioriza la oferta y justifica de esta forma que los ricos paguen impuestos más bajos sobre la base de que los incentivos empresariales desatados por la disminución de las tasas de impuestos marginales estimularía la inversión y el empleo, mejor que a través de las finanzas públicas. Este argumento fue probablemente cierto en las tasas de cerca de 90% marginal que prevaleció después de la Segunda Guerra Mundial, pero esas tasas se redujeron en varias oleadas a partir de la década de 1960. El aumenta Clinton fiscal de la década de 199 no tuvo efectos de reducción del crecimiento ampliamente predicho por los republicanos. Ocurrió todo lo contrario, pues precedió a una de las grandes expansiones económicas de los últimos tiempos. Los beneficios de los recortes de la era Bush fueron a parar mayoritariamente a los ricos, y sin embargo, fueron promovidos bajo el argumento de que la reducción de los impuestos redundaría en beneficio de todos. Esto sigue siendo un evangelio que muchas personas siguen creyendo, incluso, por extraño que parezca, muchos de los que se quedaron atrás.
Estas explicaciones no son, por supuesto, mutuamente excluyentes. Al final, no hay una respuesta simple, a favor o en contra de la existencia de la plutocracia estadounidense. Los hechos, sin embargo, apuntan a que el dinero, el poder y la clase social siguen desempeñando un papel central en la política estadounidense de manera muy compleja y desconcertante.
- El autor llama “banca universal” a bancos de ámbito federal que hasta ese momento estaban prohibidos en Estados Unidos.