@RaulSolisEU | La universidad no era para mí. No había nadie en mi familia que hubiera cruzado las puertas de los estudios superiores. Nadie. Tenía una madre que no sabía leer, dos hermanos sin graduado escolar, un hermano que llegó hasta primero de BUP y una hermana que se había sacado el título de peluquera. No es que yo fuera más listo que mis hermanos, es que tuve algunas más oportunidades que ellos, por ser el más pequeño y tener que ordeñar menos vacas, limpiar menos zahúrdas de cochinos y conseguir que mi padre me dejara estudiando algunas tardes, en lugar de llevarme al campo a sembrar, arar, regar o escardar criaderos. Aunque hice todo eso, lo hice en menos ocasiones que mis hermanos.
Para quienes somos hijos de familias sencillas de solemnidad, en las que ninguno de nuestros padres tienen siquiera los estudios primarios y que dormíamos en literas con hermanos que no habían terminado ni la EGB, ir a la universidad sonaba a quimera, a imposible. A quienes el fracaso escolar nos ha perseguido toda la vida, aprobar cada año era una prueba de fuego porque no aprobar era lo que nos separaba de irnos a trabajar con los albañiles o ir al instituto. A mis 36 años, puedo decir que recuerdo como un suplicio la entrega anual de notas porque era un examen sin posibilidad de retroceso. Si aprobaba, podía seguir estudiando en septiembre; si suspendía, mis padres me reclutarían para trabajar en el campo o con los albañiles, porque la holgazanería no formaba parte del curriculum familiar.
En ese entorno de imposibles crecí yo y muchos otros hombres y mujeres que a duras penas hemos podido terminar yendo a la universidad a cursar estudios superiores. Yo empecé a estudiar en la universidad con 25 años, porque, efectivamente, el fracaso escolar hizo acto de presencia en mi vida en el último curso de bachillerato. Un accidente familiar de mis padres me llevó a sustituir a mi madre en el humilde puesto de verduras en el que mi familia se ha ganado la vida honradamente. Era imposible aprobar en esas circunstancias, no tenía cuerpo para ir al nocturno después de levantarme a las siete de la mañana todos los días. La desigualdad me obligó a dejar los estudios, pero estadísticamente yo era un ‘fracasado escolar’. Así de crueles e inhumanas son las estadísticas del Informe PISA.
Con 25 años, trabajando de pescadero, me matriculé por fin en la universidad. Me saqué el bachillerato por las noches después de salir de trabajar. No recuerdo mayor ansiedad en mi vida que el examen de acceso a la universidad. No sabe nadie lo que se sufre pensando que nunca podrás ser lo que sueñas ser por el simple hecho de la cuna en la que naciste. Aprobé y me pude matricular en Periodismo. Recuerdo como si fuera ayer la mañana de julio en la que me matriculé en la Universidad de Sevilla, allá por 2007. Tras entregar todo el papeleo y recoger la documentación que me acreditaba como alumno de la Licenciatura en Periodismo, salí a la puerta de la facultad y me paré en el medio de la acera ancha del acceso, con los brazos elevados al cielo y los ojos cerrados: “Lo he conseguido, por fin», me dije, acordándome de todos los míos.
Llamé a mi madre para informarle de que me había matriculado para ser periodista. A mi madre, que no sabe leer ni escribir, le dije que el último de sus cinco hijos por fin había roto el techo de cristal de los pobres: ir a la universidad. Cuando colgué el teléfono a mi madre, lloré. Lloré mucho, se me pasó por delante de mis ojos toda mi vida y la de los míos. Me sentía representante de una estirpe que había arruinado los deseos de los padres ideológicos de Cristina Cifuentes, Pablo Casado y algún otro ilustre ‘portavoz del esfuerzo’ que, desde su privilegio, se atreven a decirle a los pobres que lo son porque no se han esforzado en la vida.
Me saqué la carrera aunque cada año pensé que sería el último en la universidad, que suspendería y tendría que abandonar. Crecer con el fracaso en los talones te condena a vivir siempre pensando en él. No me dieron beca del Ministerio ni un solo año porque, literalmente, me dijeron que era demasiado pobre como para poder vivir independiente de mi familia. Los 600 euros que ganaba de pescadero, al Ministerio le parecían insuficientes para ser una persona independiente que pagara una habitación compartida y se pudiera alimentar pero no lo necesario como para darme una beca. No se imaginarán, en toda su vida, Pablo Casado o Cristina Cifuentes lo que sufrí para poder recaudar el dinero que me costaba la matrícula, porque eran tan pobre que el Ministerio no me pagaba ni la matrícula. No sabrán nunca las noches que me tiré sin dormir pensando a quién pedirle el dinero. Todavía le debo 6.000 euros a la persona que me prestó varios años el dinero de la matrícula.
A finales del tercer año, un profesor me salvó la vida, literalmente. Yo pensaba que no podría terminar la carrera porque realmente era dificilísimo trabajar de pescadero y estudiar Periodismo de manera presencial. Pedía vacaciones para estudiar e iba a clases todas las tardes que podía, que fueron muchas, pero había clases y exámenes importantes a las que no podía ir. Durante unas jornadas universitarias, un profesor me dijo que me esperara al final de su charla que tenía una cosa que decirme. Tan acostumbrado a perder, juro que pensé que había hecho algo malo y que me iba a caer la mundial. Me equivoqué: el profesor me ofreció una beca salario para un proyecto de comunicación europea que financiaba la Unión Europea. Los dos últimos años de la carrera cobraba 600 euros al mes sólo por estudiar y colaborar en este proyecto de investigación. No me lo podía creer. Pude pedir la cuenta en mi trabajo y dedicarme al sueño de mi vida: estudiar, formarme y romper el maleficio malvado de la desigualdad.
En esos dos años, falté muy pocas veces a clases. Fui todo lo que pude porque ya había faltado bastante en los años anteriores. El miedo a que me quitaran la beca me animó a matricularme de dos cursos en un año, me saqué 18 asignaturas de una tacada, entre junio, septiembre y febrero. Yo tenía que acabar mi carrera antes de que se terminara esa maravillosa beca que me había salvado del fracaso universitario.
Finalmente, me licencié. Y volví a llorar después de llamar para informarle a mi madre, analfabeta, de que su hijo menos era periodista. Para quienes han crecido rodeados de padres y madres con profesiones finas y elegantes, ir a la universidad es un trámite sin importancia; para quienes nos hemos criado en hogares sin historial universitario y con una mochila cargada de desigualdad y sacrificio, cruzar la puerta de los estudios superiores ha sido, además de un triunfo, un homenaje a todas las criaturas de nuestra estirpe que, incluso teniendo talento, no pudieron cumplir su sueño de abandonar el pelotón de la desigualdad y los trabajos duros. Yo siempre supe que la única manera que teníamos los pobres para salir del bucle de la desigualdad era estudiando. Lo sabía porque a mi madre la sacaron de la escuela a los nueve años para llevarla a servir casas de señoritos.
Llevo una semana maldiciendo a Cristina Cifuentes y a todo ese ejército de portavoces del PP por poner la universidad a los pies de los caballos con sus chanchullos y su corrupción en un país en el que, por sus políticas de odio contra la gente sencilla, hay muchas criaturas que no pueden ir a la universidad porque ya sólo hay becas para quienes sacan más de un 6,5 de media, mientras los universitarios acomodados pueden estudiar sin fecha de caducidad aunque saquen un 4 de media en sus calificaciones, tras la modificación de las condiciones para recibir una beca, en nombre del esfuerzo, por el Partido Popular.
Cristina Cifuentes no sólo tiene que dimitir porque el delito de falsedad documental sea penalmente muy grave y porque lo que ha hecho es un atentado contra el Estado de Derecho, sino porque es insoportable, para quienes hemos sufrido lo indecible por terminar nuestros estudios y hemos llorado muchas veces por no tener tiempo para prepararnos un examen, que estemos gobernados por gente que justifica, legitima y aplaude que sea más útil para triunfar los chanchullos de las élites que el esfuerzo de los hijos de los pobres que hemos podido ir a la universidad contra todo pronóstico y que, precisamente porque no era para nosotros, queremos que siga siéndolo.