Héctor J. Lagier
Desde el siglo XIX los momentos de apertura democrática (en un
sentido laxo del término) del estado español han correspondido con
tensiones territoriales de la periferia buscando sistemas
descentralizados de gobierno, en estos sucesos Andalucía siempre tuvo
un papel protagonista, los libros de historia así lo dicen, pese a
que muchos pequen de desmemoria interesada.
La constitución de 1.978 marcó una estructura territorial del estado
que pretendía dar solución a los «casos» vasco y catalán y de hecho
planteaba una autonomía para estas dos regiones, y por añadidura a
Galicia, y una mera descentralización administrativa para el resto de
las regiones del estado. El artículo 151 dejaba la puerta abierta a
que otros territorios pudieran conseguir el mismo nivel competencial
que las llamadas nacionalidades históricas; sin embargo ese camino era
terriblemente complicado; todos sabemos que Andalucía tuvo el coraje
político para emprender ese camino y a la postre conseguir su objetivo
pese a los obstáculos encontrados. La irrupción demoledora del pueblo
andaluz con un vigor extraordinario provocó, de facto, una mutación
constitucional y abrió el estado español a un estado federal
enmascarado dentro del término «estado de las autonomías», el llamado
despectivamente «café para todos», frase acuñada por el profesor
Clavero Arévalo y con un sentido totalmente contrario al que muchos
líderes vascos y catalanes le quieren dan.
Y digo claramente estado federal ya que el nivel competencial y la
autonomía financiera de las autonomías es, en muchos casos, mayor que
el de los estados llamados federales; este es un dato que cualquier
experto en Derecho Constitucional podría corroborar y que sin embargo
es silenciado generalmente.
La gran recesión en la que nos hayamos inmersos está provocando que
haya personajes de la derecha, por cierto, muy cercanos a los
causantes de la crisis que nos está arrasando, que claman contra las
autonomías como causantes de un despilfarro compulsivo que pone en
riesgo la propia supervivencia de nuestra solvencia como estado.
Cualquier excusa es buena para intentar una involución en nuestro
sistema de descentralización territorial, en nuestro sistema
democrático y en los derechos y coberturas sociales que tanto esfuerzo
ha costado conseguir. Se empieza a instalar la idea de que la
autonomías son negativas, de que el café para todos fue un error y de
que la proliferación de instituciones, parlamentos y gobiernos
contribuyen a tirar por la ventana los impuestos de los ciudadanos.
Es curioso, no se habla de las decimonónicas Diputaciones
Provinciales, verdaderos cementerios de elefantes y focos de redes
clientelares, ni de las instituciones y organismos del estado vacíos
de competencias. Sólo se habla de las comunidades autónomas como
causantes de todos los males olvidando que desde que estas existen el
nivel de servicios a los ciudadanos ha crecido exponencialmente. Los
defensores de la UNA, GRANDE Y ¿LIBRE? utilizan cualquier excusa para
volver a al estado cavernario de la España monolítica.
Sin embargo, para conseguir sus pretensiones tendrían que realizarse
una reforma del núcleo duro de la Constitución, cosa difícilmente
realizable actualmente, por lo tanto parece un planteamiento banal y
más de cara a la galería que otra cosa. Pero curiosamente este
discurso se puede volver en contra de los que lo expanden. Uno de los
problemas del estado español es que tiene un modelo de articulación
territorial inconcluso, las tensiones son continuas, y los conflictos
también. Ya se oyen propuestas que conducen a una vuelta al sentido
inicial de la Constitución del 78, es decir, un estado asimétrico con
un estatus privilegiado para Cataluña y País Vasco y una
descentralización a la baja para el resto.
En la transición Andalucía fué fuerte y alzó su voz para no consentir
ser menos que otros territorios; en aquellos años el Andalucismo era
potente, sus ramificaciones impregnaban toda la sociedad y ello
contribuyó a las fechas históricas del 4 de Diciembre de 1.977 y del
28 de Febrero de 1.980. Ahora, y después de múltiples travesías del
desierto y algunos oasis, el Andalucismo político es más débil que
nunca. Sin su carga ideológica, Andalucía pierde vigor y pierde peso
político en Madrid, peso que sí tienen los vascos, los catalanes e
incluso los gallegos y los canarios. Sin expresión política propia y
capacidad de influencia en la capital del reino, Andalucía está en
situación de desventaja para la próxima batalla que se avecina y
puede ocurrir que, de nuevo, volvamos a ser menos que otros.